De la inocencia, a la pornografía
En pocos años, Ifema (Institución Ferial de Madrid) ha conseguido, por el procedimiento de exponer unas cosas y otras, abolir el surtido de compartimientos en que parece estar fragmentado lo social. Todo es intercambiable y homologable bajo Ifema: el material de oficina (SIMO) o la tabla para el surfing (Expo-Ocio), la plastilina de Juvenalla o los lienzos de la Maeght en Arco. El público es convocado a transitar por los pabellones de Ifema como sería invitado a descolgarse por todas las costillas del espacio intersocial. En esa feria total, donde todas las puertas se confunden con mercancías, nada hace referencia a los tabiques que separan lo real. Ifema es la carpa donde la realidad se desviste, disuelve sus pliegues de seducción y luce vacía de secretos.Para un potencial visitante, poco familiarizado con esta taumaturgia ifemática, el acceso a una muestra como Arco 83 puede ser concebido de antemano como un rito diferencial. Un rito de valor distintivo y culto. Pero es sólo cuestión de gastarse cincuenta duros. Basta franquear los mecanismos de molinete a la entrada, donde somos contabilizados sin error, y sumirse enseguida en la promiscuidad de su ambiente. Personas de condición heterogénea, no ya doradamente iniciadas, sino ni siquiera ambientalmente ornadas, pasean ante los pabellones de las mejores y las modestas galerías: parejas en viaje de novios, familias con un niño en el cochecito y el otro triscando patatas fritas, selectos voyeurs de la pintura abstracta, Kiko Ledgard o VallejoNáJera, matrimonios cuarentones que buscan un detalle para encima del aparador, quintos que se dan con el codo, una mar quesa con estola o estudiantes de BUP con el anorak verdoso y vueltas de color naranja.
Allí penden, extasiados, cuadros magníficos de excelsos pintores de museo; pero no es un museo. Se puede merendar pan bimbo con mortadela, hablar gárrulamente y fumar como en las comunidades de regantes. Es una muestra de arte, pero en su naturaleza no es primordial la exposición, sino la feria. Los cuadros o esculturas no están allí para ser observados, sino para ser traficados. Arte y público se relacionan sólo episódicamente en el habla estética. O mejor, la estética es sólo un guiño silencia do de cuyo filo nace el cliente.
Todo sentimiento artístico, de por sí vagaroso, es de inmediato traducido en la exacta dicción del precio. Toda belleza, por turbadora que parezca, queda reducida a la cordura de la cantidad.
Llegamos a Arco con la furtiva expectativa de adivinar su imperio estético, y una vez allí asistimos al sobreespectáculo de su desnudo absoluto. El cuadro amado, en una obscenidad sobrecogedora, nos dice exactamente cuánto es. La ilusión no tenía límites, era una pasión sin determinantes, pero Arco 83 es pornográfico, cobra por el pecado y lo satura de banalidad. Todo anhelo, por indecible que parezca, siempre está tasado y es convertible: en horas de trabajo, en el saldo de la libreta de ahorros, en pagos aplazados.
Arco tiene así, tras la escena de su arte, la obscenidad de su comercio. Ninguna diferencia entre amar un cuadro o una tostadora. Pero, ¿podría ser de otro modo? Las necesidades, las mismas necesidades, y su satisfacción, se combinan en un mismo sistema de deseos-precios computables. Ifema es la réplica de unos grandes almacenes donde ya aprendimos la vanidad del secreto que precedía al acto de compra. Todo es cercano, posible y homologable. A falta de poder ofrecer un plus de distinción, los grandes almacenes nos transportan al Japón o a la India sin moverse un metro. Pero Ifema nos brinda además la oportunidad de viajar por el espacio social. Su topología, más ambiciosa, no es sólo del orden de la geografia planetaria, sino de la mismísima jerarquía del espíritu y sus conquistas inefables. Ser de Iferma, afrontar su pornografía y salir aleccionado, da ocasión para bucear entre todos los pastosos simulacros de este mundo.
Babelia
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