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Tribuna
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La filogenia cósmica: respuestas de pasado mañana a preguntas de siempre

En medio de las inquietudes cotidianas, con el trasfondo de los problemas políticos habituales e incidiendo por doquier la depresión económica, a pesar de todos esos pesares, no es infrecuente que en las conversaciones no apremiadas por la urgencia, cuando hay cierto tiempo por delante, sigan surgiendo los temas de siempre. Los que en cierto modo formulaba Gauguín en su retiro polinésico, con su célebre escenificación "¿De dónde venimos, qué somos, adónde vamos?".En esta clase de pláticas y discusiones hay una diferencia con las de tiempo atrás, cuando apenas se iba más allá de algunas consideraciones más o menos parafilosóficas. En las de ahora se aprecia toda una impregnación de auténtica toma de conciencia de lo que Teilhard de Chardin llamara lo infinitamente grande, lo infinitamente pequeño y lo infinitamente complejo. Tales premoniciones teilhardianas encajan con los recientes y formidables progresos de la astronomía, la biología y la física de partículas.

La imparable influencia de la televisión

Por lo demás, también se ha disminuido considerablemente el antropocentrismo en la observación del universo, al constatarse que el segmento de la vida humana es sólo una parte del largo proceso, de unos 15.000 millones de años de la filogenia cósmica, que va desde el hipotético Big Bang hasta el momento actual. Al propio tiempo, a no dudarlo, la teoría del Bing Bang ha dado nuevos impulsos a las apreciaciones de los creacionistas-evolucionistas.

Así lo testimonian los posicionamientos de toda una serie de científicos, como John A. Wheeler (de Princeton), el gran astrónomo británico sir Bernard Lovell y John A. O'Keefe, de la NASA (de los cuales pueden encontrarse extensas referencias en el libro de Robert Jastrow Dios y los astrónomos. Warner Books, Nueva York, 1978). Concretamente, Wheeler identifica la prueba del primer motor de Tomás de Aquino con el máximo de energía acumulada que se desata en el momento del Big Bang, al tiempo que subraya cómo ese primer impulso se produjo con la sabiduría exigible -ni más ni menos violenta de lo necesario- para hacer que en el interior de las galaxias el movimiento general de expansión del universo se haya parado para verse sustituido por la gravitación recíproca que permite la armonía en el movimiento de estrellas y de planetas, y así la existencia de la propia vida en la Tierra (por no hablar de las otras fuerzas: electromagnetismo y atracción nuclear). En todo caso, el interés que ya masivamente despiertan los temas a que estoy aludiendo se deben, en buena medida, a la televisión. Series como Vida en la Tierra, Cosmos, La naturaleza de las cosas, etcétera, han generado una espectacular atracción por cuestiones tan distantes. Pero, aparte de ello -y destacar el hecho es el objetivo de este artículo de comentario-, nos encontramos ante un verdadero boom de libros sobre lo infinito, grande y pequeño, y sobre lo complejo.

Empezando por el principio, lo infinitamente grande, la idea del universo en expansión se presenta de forma muy accesible por el propio autor de la teoría del Big Bang, George Gamow, en su libro Uno, dos, tres, infinitud (Bantam, Nueva York, 1965, 2ª reimpresión en 1979), en el que se refiere a "los días de la creación", a los que siguió el nacimiento de los planetas. En esa misma temática se sitúa la obra de Steven Weinberg Los tres primeros minutos (Fontana, Londres, 1978), expresiva de que el Big Bang continúa manifestándose sin que aún quepa afirmar contundentemente si el proceso expansivo seguirá indefinidamente o si, por el contrario, un día, desde luego muy lejano, se iniciará el fenómeno inverso de la "gran concentración" (tesis del universo latente, en sístoles y diástoles, cada una de miles de millones de años).

Alejándonos ahora de las teorías sobre los inicios (y prácticamente descartada la relativa a la creación permanente), y abarcando más allá de lo meramente astronómico, disponemos de varias aportaciones espléndidas, en las cuales la filogenia cósmica alcanza hasta la formación de la sociedad humana actual. De entre las muchas existentes, me referiré a tres, empezando por la de Preston Cloud, profesor de Yale, El cosmos, la Tierra y el hombre (1978; Alianza Editorial, Madrid, 1981), donde con un buen rigor científico se examinan cuatro secuencias: el cosmos, la Tierra, la vida y el hombre. Por su parte, el libro del profesor de Harvard Eric Chaisson El amanecer cósmico (1981; Argos-Vergara, Barcelona, 1982) es quizá el mejor trabado y el que más incisivamente va encadenando unos segmentos con otros para reconstruir la filogenia completa, destacando en ese devenir la función de las estrellas como la fragua de los elementos de que todos estamos constituidos, hasta el punto de hacerse realidad la frase poética del astrónomo Harlow Shapley de que "somos hermanos de las rocas y primos de las nubes". Claro que la cuestión sobre de qué estamos hechos ha ido adquiriendo una complejidad creciente con el estudio de las partículas elementales -los quarks-, a los que el título del libro de Harald Fritzsch (1981; Alianza, Madrid, 1982) califica, muy novedosamente, de "la materia prima del universo". Aquí estamos ante lo infinitamente pequeño.

'Cosmos', la obra cumbre de Carl Sagan

Evidentemente, desde el punto de vista de su difusión, la obra cumbre de la espectacularidad en esta área de preocupaciones ha sido Cosmos, del profesor de la Universidad de Cornell Carl Sagan (1980; Planeta, Barcelona, 1982), base -o subproducto, nunca se sabe- de la conocida serie televisiva del mismo nombre. En realidad, con todo su impacto, el acierto de Sagan ha consistido simplemente en exponer, en lenguaje claro y gráfico, las facetas de la realidad cósmica y de sus grandes incógnitas, lo cual, por supuesto, no deja de ser un grandísimo mérito.

Las tres obras hasta aquí citadas se refieren básicamente al tema de dónde venimos, lo cual no impide que en ellas también haya una cierta prospectiva. Por igual, Cloud, Chaisson y Sagan, al final de sus respectivos libros, prevén que para mantener la vida en el planeta será necesario el desarme lo antes posible, el crecimiento cero de la población a no tardar y la redistribución de la riqueza, de la ciencia y de la cultura para lograr un mundo más equilibrado, en el que las tensiones no se hagan insoportables.

Dentro de la misma filogenia cósmica, la parte dedicada estrictamente a la evolución del hombre adquiere especial calidad expositiva en algunas obras, como las de Montagu y Bronowsky, bien conocidas. Montagu, en su Homo sapiens (1969; Guadiana, Madrid, 1970), nos presenta una verdadera saga antropológica a partir del surgimiento de los primates superiores para llegar, dos millones de años después, a las diversas manifestaciones de la sociedad humana pensante (familia, ciencia, progreso técnico, arte, etcétera). En cambio, en la obra más reciente de J. Bronowski (1973; versión española del Fondo Educativo Interamericano, EEUU, 1979), después de una análoga visión secuencial, se profundiza en los grandes designios de cara al futuro; esto es, para cuando la ciencia, generación tras generación, haya puesto definitivamente fin a la prolongada infancia humana. Los libros de Montagu y Bronowsky son un poco el qué somos; esto es, qué es el hombre con sus potencialidades actuales.

Eliminación de la espontaneidad

Antes de seguir, detengámonos en este punto del qué somos para considerar dos cuestiones siempre palpitantes. La primera, si con el homo sapiens se ultima la evolución biológica, como pretende Carsten Bresch (¿Evolución sin meta?; Piper, Munich, 1977) cuando sostiene que la bioevolución ha llegado a su fin, habiendo quedado eliminada su espontaneidad por la selección artificial o personalizada del hombre, que fuerza el futuro de las poblaciones de las demás especies, valorando las que más le interesan por motivos prácticos y amenazando seriamente a muchas de las otras.

La segunda cuestión del qué somos es el origen mismo de la vida. Montagu, Bronowsky y la generalidad de los antropólogos y biopaleontólogos entienden -de acuerdo con las investigaciones primigenias en esta área del soviético Oparin, autor de El origen de la vida- que la aparición de los primeros seres animados se produjo en la Tierra hace unos 2.500 millones de años, por fenómenos casuales a partir de acciones físicas sobre la célebre sopa cósmica, que era tan abundante en materia orgánica. Por el contrario, Francis Crick -premio Nobel de Medicina por sus aportaciones al descubrimiento de los ácidos nucleicos-, en su reciente libro La vida misma (Simon and Schuster, Nueva York, 1981), defiende la proposición de que, siendo tan infinitamente complejo el código genético que componen los aminoácidos, su construcción equivale a un verdadero milagro. Para él, lo más plausible es que la vida haya arribado a la Tierra en forma de amebas y esporas transportadas en naves a través del cosmos en un viaje de miles de años. Tal odisea habría resultado imposible o inconmensurablemente más difícil de realizar para organismos superiores.

El origen de tan misteriosos biovectores interespaciales habría sido, según Crick, una civilización muy anterior a la nuestra, por lo menos en 2.500 millones de años, que se decidió a sembrar el medio abiótico de la Tierra y tal vez de otros mundos. Precursor de esta idea fue Isaac Asimov en uno de sus artículos breves, en el cual uno de sus personajes comentaba humorísticamente que la vida en la Tierra comenzó a partir de unos cubos de basura que dejaron ciertos astronautas al hacer escala por aquí.

Pero, lucubraciones aparte, cuando se recapacita, lo más convincente de la teoría de Crick es el hecho de que ya en nuestro mundo están en marcha estudios para sembrar de vida los otros tres planetas terrestres (Mercurio, Venus y Marte). Pero lo que en el fondo late es toda una preocupación por saber si estamos solos en el universo, si el hombre es el único ser consciente en toda la inmensidad.

Desde un enfoque altamente remunerativo, Spielberg ha tratado el tema en E. T . Otros autores, más científicamente, son también optimistas; así sucede con Walter Sullivan, redactor jefe del suplemento de Ciencia de The New York Times, en su obra No estamos solos (1965; Noguer, Barcelona, 1975). Y lo mismo cabe decir de Carl Sagan, editor del libro Comunicación con inteligencias extraterrestres (1973; Planeta, Barcelona, 1980), en el que se llega a la conclusión de que puede haber millones de planetas habitados, aunque ni siquiera esté demostrado, porque nunca se han visto, que en otros sistemas solares haya realmente planetas.

Mencionemos, para terminar, dos últimos libros con sendas visiones acerca del futuro, el adónde vamos. En el primero, de Adrian Berry, Los próximos diez mil años (1974; Alianza Editorial, Madrid, 1977), se plantea como conclusión que el bíblico designio del hombre de "crecer y multiplicarse" no se parará en nuestro planeta, y que a largo plazo nuestra especie poblará el universo.

La segunda reflexión, no necesarlamente contradictoria por las grandes holguras de tiempo, se la debemos a Heinrich K. Erben, de la Universidad de Bonn, cuando, tras el significativo título de su libro ¿Se extinguirá la raza humana? (1981; Planeta, Barcelona, 1982), llega a estimar razonable la hipótesis de un universo sin humanidad. La nuestra, viene a decir, como las demás especies, también podría tener su fin por un episodio nuclear autogenerado o por otras razones hoy imprevisibles. Así sucedió en su momento con el 99% de las especies que teóricamente han existido.

Temas de reflexión, sin duda, para las horas calmas, pero que siempre subyacen en nuestras mentes.

Ramón Tamames es catedrático de Estructura Económica de la Universidad Autónoma de Madrid.

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