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La Real Academia Española ante el cambio

En un siglo como el de las luces, en el que la utilidad pública llegó a ser una meta sagrada, nació en Madrid la hermana mayor de todas las academias, la Real Academia Española de la Lengua. Fundada en 1713 por un puñado de hombres, tan esforzados como ilustrados, que capitaneó el marqués de Villena, desde el primer momento y bajo la protección real no aspiró a otros gajes, inmunidades ni privilegios que el honor de limpiar, fijar y dar esplendor al idioma. En este asunto cifró todo su empeño` la institución, para "contribuir a la gloria del reinado de SM y a la utilidad de la nación'.Fue su ideal perenne. No obstante, la Academia vivió unos momentos de mayor brillantez y eficacia que otros, coincidentes curiosamente con las épocas de mayor libertad. Por ejemplo, durante el reinado de Carlos III se erigió en un centro irradiador de cultura utilitaria y dirigida. El diccionario, La ortografía, La gramática, todas las obras académicas, así como los premios literarios, disfrutaron del respaldo y del singular aprecio del monarca. El quid verum y el quid utile anduvieron hermanados en una sociedad que creía que el fin supremo de la cultura es la eficacia. Un siglo más tarde, coincidiendo con la Restauración, este honor fue legalmente institucionalizado. El artículo 20 de la Constitución de 1876 otorgaba a la Academia Española, como a las demás, el derecho de elegir un senador que la representara en las Cortes.

Fue algo maravillosamente insólito; recordarlo hoy aquí es tan necesario como justo si no queremos reducir estas instituciones a simples memorias de un pasado mejor. La Real Academia Española necesita cambiar ostensiblemente; es consciente de ello. Ahora bien, ante la desasistencia que sufre en todos los órdenes no vamos a pedir un Patricio Escosura en la alta Cámara, aunque sí debemos exigir el papel de alto comisariado de la lengua que siempre fue y que de múltiples formas le fue mermado últimamente.

El tesoro idiomático

A la Academia le corresponde administrar el tesoro idiomático. Debe ser dotada, pues, de los medios materiales y humanos precisos para dar respuesta técnica a cuantos problemas plantee el ciudadano.

En efecto, se ha de proceder por elaborar un registro del vocabulario usual y crear, por tanto, la "oficina de dudas lingüísticas"; se ha de instituir, asimismo, "el departamento de Educación Iberoamericana", para velar por la enseñanza de la lengua común dentro del deseado bachillerato también común, y, en fin, se ha de trabajar por "recuperar las señas de identidad idiomática", protegiendo el código lingüístico de los abusos de propios y extraños siempre en armonía con el necesario normativismo de la doctrina agustiniana de la integritas locutionis.

No obstante, de poco serviría todo ello sin la debida potenciación de la Asociación de las Academias de la Lengua y sin la plena conciencia de que el futuro de nuestro idioma está en Hispanoamérica.

Desde estos planteamientos, considero que en el caso concreto de la Academia Española el cambio debe ser fundamentalmente de actitud y en un sentido doble. La sociedad tiene que ser concienciada de la relevante función cultural de la corporación, y la Academia debe hacerse más presente en la sociedad a través de un cuidadoso asesoramiento de los medios de comunicación. Obviamente hay que prescindir de algunas cosas del presente, pero también hay que reasumir decididamente muchas buenas del pasado, como el normativismo, si por él se entiende liberalidad y dirección, es decir, unidad dentro de la diversidad.

Es cierto que la lengua tiene que evolucionar para servir a su cometido social y cultural; sin embargo, no es menos cierto que el mayor peligro con que tropezamos es el de la pérdida de la identidad idiomática porque implica inexorablemente la pérdida de la otra identidad, la cultural. En este sentido, conozco el esfuerzo encomiable de la Asociación de Academias. No ignoramos lo mucho que se está trabajando en el Diccionario y en el Esbozo. Con todo, me atrevo a indicar respecto de este último que, en tanto obra colectiva y anónima, no debe estar presidida por la premura del tiempo, sino por la coherencia y la continuidad en el proyecto, aun a costa, si fuera preciso, de dejar transcurrir los treinta años que la Academia empleó en elaborar su primera gramática, cuyo modelo estuvo vigente hasta que, con no mucha fortuna, fue sustituida por el ya anticuado, menos resolutivo y didáctico del Esbozo.

La Real Academia Española es nuestro mejor patrimonio cultural; ha sido nuestro punto de enlace natural e histórico con Hispanoamérica. Si a ella le corresponde la administración del tesoro idiomático, a la sociedad, a todos nosotros, nos compete hacerla eficaz, ayudarle a cambiar.

Ramón Sarmiento es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y especialista en temas de la Academia.

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