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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El desprestigio de la Junta Militar argentina

LA HUELGA general de toda la República Argentina, el lunes pasado, ha sido hasta ahora la demostración más contundente y decisiva contra los militares que detentan el poder: no parece posible que los acobardados planes de ir restaurando lentamente algunas libertades para llegar a unas elecciones generales dentro de un año puedan mantenerse. La Junta Militar está acusada de ineptitud en la esfera de su propio oficio por los combatientes de las Malvinas; de asesinato y violación de derechos humanos por las Madres de la Plaza de Mayo, que se manifestaron el jueves durante veinticuatro horas a pesar de las dificultades para hacerlo; de incapacidad económica por los sectores sociales. El gabinete ha perdido rotundamente la autoridad.La autoridad no es solamente un complejo que va desde el respeto hasta el miedo, ni es sólo algo que se inspira de arriba abajo, sino que se recibe. Es un cierto estado de ánimo común: una vez que se pierde, no se reconstruye jamás. Si la Junta Militar perdió hace tiempo los resortes del prestigio o de esa forma de aceptación que es una resignación colectiva, comienza ahora a perder también la fuerza del miedo. Y si hasta la aventura de las Malvinas gobernó mal, desde entonces ya apenas ni gobierna.

Hay numerosas fuerzas sociales y políticas que colaboran, desde perpspectivas diferentes, a que se desarrolle un tránsito hacia alguna forma de democracia de la mejor manera posible. La Iglesia, parte de la cual se ha comprometido con el régimen, tiene ahora el prestigio de la urgente visita del Papa, que dio un respiro paradójico a los militares derrotados: les permitió acogerse a una supuesta tregua de carácter cristiano y de obediencia filial, en lugar de declararse vencidos o de apurar la lucha hasta lo que podría haber sido un enorme desastre. Es esta Iglesia la que realiza ahora una labor de mediación, unida a los políticos moderados: tratan, entre todos ellos y los atribulados dictadores, de buscar esa solución intermedia de transmisión de poderes, de forma que el país no vuelva al caos que le produjeron las dictaduras anteriores (o los sistemáticos bloqueos de las débiles democracias) y a formas de guerra civil, que podrían iniciarse a partir de unos ajustes de cuentas y terminar en batallas por la conquista del poder abandonado.

No les faltaría razón a estos mediadores y ponderadores de la situación si no fuera por la precipitación de los acontecimientos. El país no puede seguir sin gobierno; quienes lo intentan ser son unos asustados culpables, y quienes necesitan toda clase de justicias, desde la social a la criminal, no parecen dispuestos a dejar pasar plazos demasiado largos. La huelga del lunes no es sólo una advertencia o una presión para precipitar acontecimientos: es un hecho en sí que demuestra que la situación ha terminado, que el poder no existe y que hay que reponerlo rápidamente. Un dirigente sindical ha explicado que la democracia tiene las soluciones que los militares no han tenido nunca: es una frase real, a la que se añade la exigencia de que ese poder, ya vacío y sin sentido, se entregue. En todo caso, ante Argentina se abren años difíciles para restaurar la hacienda dilapidada desde que, por primera vez en esta época, un general, Perón, tomó el poder.

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