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Tribuna:
Tribuna
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El cuerpo del delito

Los organizadores del Festival de Berlín Horizonte-82, dedicado a la literatura y al arte de América Latina, me invitaron para que dijese unas palabras en la ceremonia de inauguración. Acepté y en la fecha señalada pronuncié un breve discurso. Al día siguiente, en un auditorio de esa ciudad, leí algunos de mis poemas, y dos jóvenes poetas alemanes leyeron sus traducciones de esos textos. El acto terminó con una conversación pública sobre la poesía, el arte de la traducción de poemas y otros temas semejantes. En ninguna de estas dos ocasiones me enfrenté a signo alguno de oposición o inconformidad del público ante mis palabras. Sin embargo, unos días después, en Nueva York, en el camino de regreso a México, me enteré por un periódico de que mi discurso había provocado un pequeño escándalo. Irritados por lo que había dicho (o más bien, por lo que no había dicho), algunos escritores suramericanos y centroamericanos, después de mi salida, en dos o tres reuniones. públicas, habían criticado con indignación y acritud mis palabras. Según la Prensa, me reprochaban no haber dicho nada sobre las dictaduras militares suramericanas,y, sobre todo, no haber tocado el tema de las Malvinas. El primer cargo me asombra: siempre he condenado las dictaduras militares de América Latina. La única diferencia entre mi posición y la de mis críticos es la siguiente: yo me niego a distinguir entre los escritores víctimas de la Junta Militar de Argentina o de Pinochet y los perseguidos por la dictadura burocrática de Castro. El silencio frente a los escritores encarcelados en Cuba o desterrados de la isla ha sido y es escandaloso. El segundo cargo es más bien cómico. Transmito la queja a los pingüinos y las ballenas del Antártico... Para poner las cosas en su sitio -y ya que los despachos de la Prensa sólo dieron a conocer una versión muy recortada, como es natural,. de mis palabras- juzgo útil reproducir íntegro mi pequeño discurso. El lector juzgará.Cuando se me invitó a participar en este acto de inauguración del Festival de Berlín de 1982, dedicado a la literatura y al arte modernos de América Latina, acepté inmediatamente. Obedecí a un impulso que fue, a un tiempo, entusiasta e imprudente. Entusiasta porque este festival es una notable confirmación del reconocimiento que, desde hace algunos años, han conquistado las letras y las artes de las naciones americanas de habla española y portuguesa. América Latina no es sólo una. tierra célebre por sus contribuciones al triste folklore político del siglo XX, sino también por las obras de sus escritores y sus artistas. Así como el siglo pasado fue el de la aparición de dos grandes literaturas, la de Estados Unidos y de Rusia, este siglo ha sido el de la aparición de la literatura, latino americana, escrita en español o en portugués. La novedad histórica de nuestros pueblos no está en sus desdichadas agitaciones y en sus tiranías, sino en un conjunto reducido pero excepcional de poemas, novelas y cuentos. Gracias a ese puñado de obras la literatura mundial de la segunda mitad del siglo XX es más rica y diversa. Pero, como ya dije, al aceptar la invitación de los organizadores del festival no sólo fui entusiasta, sino imprudente. Se me ha pedido que diga algunas palabras sobre la literatura y el arte de América Latina; aparte de las dificultades inherentes al tema, vasto y arduo, en mi caso hay una de veras insuperable: no se puede ser juez y parte. Mi visión de la literatura contemporánea de América Latina fatalmente es parcial; no es la visión de un espectador, sino de un actor. Mis juicios y observaciones expresan un punto de vista muy personal y están más cerca de la confesión que de la teoría.

Las literaturas son realidades complejas: autores que escriben obras y editores que las difunden, lectores y críticos que las leen o las condenan al olvido. Todos estos elementos participan en el fenómeno literario no como entidades aisladas, sino en continua relación e intercambio. El autor escribe la obra y el lector, al leerla, la recrea, la rehace o la rechaza; a su vez, la obra modifica el gusto, la moral o ,las ideas del lector; por último, las opiniones y reacciones del lector influyen en el autor. Así, la literatura es una red de relaciones o, más exactamente, un circuito de comunicación, un sistema de intercambio de mensajes e influencias recíprocas entre autores, obras y lectores. Hay que agregar que es un sistema en continuo movimiento. La publicación de una obra nueva cambia el orden y la posición de las otras obras; otro tanto debe decirse de la aparición de cada generación de lectores y críticos. Después de Freud no leemos con los mismos ojos a Sófocles. Cada lector -aunque sus gustos y opiniones hayan sido formados por su clase social, su educación, su edad y su ambiente- es una persona única y, además, una persona que nunca es la misma. Nuestros gustos y opiniones de hoy no son los de ayer. Lo mismo sucede con el autor: salvo el nombre, poco o nada hay en común entre el joven poeta libertino llamado John Donne y el reverendo Donne, predicador y deán de San Pablo.

Cada obra es un carácter

Lo que he dicho acerca de los autores y lectores es aplicable también a las obras. Aunque la crítica de los estructuralistas ha puesto de manifiesto la existencia de elementos invariantes en cada forma literaria, es claro que cada obra de verdad valiosa posee un carácter particular y tiene un sabor único, inconfundible. Las estructuras de La Odisea, La Eneida y Los Luisiadas pueden ser semejantes, pero cada uno de estos. poemas es distinto e irreductible a los otros. La literatura es una relación entre, realidades irrepetibles y cambiantes: autores, obras y lectores. Por esto es imposible tratar de reducir una literatura a unos cuantos rasgos generales. ¿Qué hay en común, excepto la lengua, entre, la sabiduría popular del Martín Fierro y el lirismo personal de Darío; entre los cuentos metaffisicos de Borges y el Ulises Criollo de José Vasconcelos; entre el Primero Sueño de Juana Inés de la Cruz y la Residencia en la Tierra de Pablo Neruda?

Tanto o más que un sistema de relaciones, una literatura es una historia: el dominio de lo particular , lo cambiante y lo imprevisible. Una historia dentro de la historia grande que es cada civilización, cada lengua y cada sociedad. Sin embargo, las explicaciones históricas, con su complicada red de causas sociales, económicas, políticas e ideológicas, no explican enteramente a la literatura. Hay en cada obra artística un elemento poesía, imaginación, qué sé yo- irreductible a la causalidad histórica. La literatura latinoamericana no es una excepción: nace en y con la historia de nuestros puéblos, pero su desarrollo no puede explicarse únicamente por la acción de las fuerzas históricas, sociales y políticas. La influencia de la tradición literaria, por ejemplo, ha sido quizá mayor que la de las condiciones sociales.

A pesar de las grandes diferencias entre la sociedad latinoamericana y la norteamericana, hay un rasgo que une a las literaturas de Estados Unidos, Brasil e Hispanoamérica: el uso de una lengua curopea trasplantada al continente americano. Este hecho ha marcado a las literaturas de América de una manera más profunda y radical que las estructuras económicas y que los cambios en la técnica y en la política. Las tres literaturas se propusieron desde el principio romper la relación de dependencia que las unía con las de Inglaterra, Portugal y España. Lo intentaron y realizaron a través de un doble movimiento: por una parte, buscaron apropiarse de las formas y maneras literarias prevalecientes en Europa, y por otra, trataron de expresar a la naturaleza americana y a los hombres que vivían en nuestro suelo. Cosmopolitismo y nativismo. O, como decía el crítico norteamericano Philip Rahv: dos razas de escritores, la de los "caras pálidas" y la de los "pieles rojas", la raza ' de los Henry James y la de los Walt Whitman. En laAmérica de habla española estas dos actitudes están representadas: una, por la tradición que va de Sarmiento a Vallejo, y otra, por la que va de Darío a Reyes y Borges.

La oposición entre escritores cosmopolitas o europeizantes y escritores nativistas o americanistas dividió a la conciencia literaria latinoamericana durante varias generaciones. José Enrique Rodó saludó la publicación de Prosas profanas, el libro de Rubén Darío que representa el apogeo del "modernismo" en su primera fase, como la obra de un gran poeta a un tiempo nuevo y exquisito; sin embargo, lamentó que en aquellas sorprendentes construcciones verbales no apareciesen ni la naturaleza ni el hombre americanos. "Es un gran poeta", d¡jo, "pero no es nuestro. poeta". Más tarde, durante una larga temporada, estuvo de moda el adjetivo, "telúrico"; los críticos literarios se servían de esta palabra, generalmente como término de elogio, para subrayar el arraigo de un escritor en el suelo americano. Recuerdo que cuando conocía Gabriela Mistral, hace ya cerca de cuarenta años, me pidió muy amablemente que le mostrase mis poemas, que no conocía. Nada más natural: a ella le acababan de otorgar el Premio Nobel y yo era un escritor desconocido, un principiante. La obedecí encantado, y le envié un pequeño libro acabado de publicar. A los pocos días la encontré en casa de un amigo común; al verme, me recibió con unas palabras corteses y en las que la piedad se mezclaba a una suerte de reprobación: "Sus poemas me gustan, aunque están lejos de mí. Usted podría ser un poeta eu ropeo: no es, para mi gusto, bastante telúrico...".

Enrojecí al oír el adjetivo fatal: estaba condenado. No ser "telúrico" era un pecado de nacimiento, como haber nacido cojo en una tribu de bailadores de flamenco. En aquellos días yo veía al poeta "telúrico" como un árbol venerable, de tronco ancho, copa frondosa e innumerables raíces hundidas en las profundidades del continente americano. Las barbas de Whitman me parecían las raíces aéreas del baniano, el árbol sagrado de la India. Me consolaba pensando que el poeta Vicente Huidobro nunca quiso tener raíces; incluso predicó la necesidad de cortarlas: para volar -y él concebía a la poesía como aviación verbal- no hacen falta raíces, sino alas. En cambio, la poesía de Neruda está animada por el movimiento contrario y en algún poema compara a ,sus pies con raíces. No en balde su mejor libro se llama Residencia, en la tierra.

Literatura de convergencias

Hoy sonrío al recordar a Gabriela Mistral y al telurismo. ¿Quién usa hoy esa palabra? Aquella división entre escritores cosmopolitas y alperícanistas, aéreos y enraizados, era artificial y no reflejaba la realidad de nuestra literatura. Nuestros grandes autores han sido simultáneamente, cosmopolitas y americanos, con los pies en la tierra y la cabeza en las nubes. O la inversa: unos han practicado el vuelo hacia arriba y otros hacia abajo, unos han sido mineros de las alturas y otros aviadores de las profundidades. El afrancesado Darío escribió poemas de intenso color americano, y César Vallejo, para hablar del hombre peruano con su lenguaje de hueso y piedra lunar, tuvo antes que hacer suyas las innovaciones de la vanguardia europea de la primera posguerra. Lo mismo puede decirse de los otros grandes autores hispanoamericanos. Las dos actitudes deben verse no como tendencias separadas y enemigas sino como líneas que se entrecruzan, se bifurcan, se enlazan y vuelven a separarse, formando un tejido vivo. Este tejido es nuestra literatura. Los escritores latinoamericanos,como los norteamericanos,

vivimos entre la tradición europea, a la que pertenecemos por el idioma y la civilización, y la realidad americana. Para nosotros, hispanoamericanos, la tradición original, la más nuestra, la primordial, es la española. Escribimos desde ella, hacia ella o contra ella: es nuestro punto de partida. Al negarla, la continuamos; al continuarla, la cambiamos. Relación a un tiempo erótica y polémica que repiten las literaturas americanas de lengua inglesa y portuguesa. Nuestras raíces son europeas pero nuestro horizonte es la tierra y la historia americanas. Este es el desafío al que nos enfrentamos diariamente y que cada uno de nosotros debe resolver de una manera personal. La literatura latinoamericana no es sino el conjunto de respuestas, cada una distinta, que hemos dado a esa pregunta que nos hace a todos nuestra condición original.

El amor a la exploración y el amor al recogimiento

La oposición entre cosmopolitismo y americanismo es de orden complementario; las dos actitudes son modalidades de la conciencia americana, desgarrada entre dos mundos. Son dos momentos de la misma aventura espiritual e intelectual: el cosmopolitismo es la salida de nosotros mismos y de nuestra realidad, el americanismo el regreso a lo que somos y a nuestro origen. Para regresar, hay que salir antes de uno mismo; a su vez, para no disiparse en el vacío, aquél que sale debe volver a su punto de partida. Cosmopolitismo y americanismo son dos términos extremos de la dialéctica entre lo abierto y lo cerrado. En la geografía literaria de Hispanoamérica -Brasil es un caso aparte- los polos de estas actitudes están representados por dos capitales: Buenos Aires y México. Una con los ojos puestos en Europa, otra encerrada entre sus montañas; una ligera de pasado, otra atada por tradiciones antiguas y contradictorias. Por supuesto, hablo de estas dos ciudades más como emblemas ideales que como realidades concretas. Buenos Aires y México representan vocaciones históricas, pero ni las obras ni sus autores son siempre fieles,a estas geometrías intelectuales. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, que en la Argentina se escribió el Martín Fierro, la obra hispanoamericana que encarna más plena y cabalmente las ambiciones, los riesgos y los límites del tradicionalismo y el regionalismo? ¿Y no es el mexicano José Gorostiza el autor de Muerte sin fín, el poema más riguroso de nuestra poesía moderna, construcción cristalina e inflexible, intocada por la seducción y las facilidades del colorlocal y el habla popular?

El proceso es cíclico. Hay períodos en que predomina la sensibilidad hacia afuera, el amor a la exploración y al viaje; otros en que triunfan las tendencias ensimismadas, el recogimiento y la introspección. Un ejemplo de lo primero fue la fase inicial del "modernismo", entre 1890 y 1905, caracterizada por la influencia de la poesía simbolista europea y, en la prosa, por la del naturalismo. Otro ejemplo, más cerca de nosotros: el rico período de la vanguardia, entre 1918 y 1935. Fue una etapa de búsqueda y experimentación. Los sucesivos movimientos europeos, del expresionismo al surrealismo, influyeron profundamente en nuestros poetas y novelistas. A este primer momento, al que debemos algunas obras excepcionales por su audacia expresiva, siguió otro de reconstrucción, consolidación de lo conquistado y creación de obras menos deudoras de la actualidad. Inmediatamente después de los escritores que habían aparecido en la década de 1920, surge un nuevo grupo, hacia 1940: mi generación. Fue seguido, quince años después, por otro en el que se distinguen los nov9listas. Así, en esta segunda mitad del siglo XX coinciden tres generaciones (para no hablar de los más jóvenes). En las tres se manifiesta el doble ritmo de ruptura e ingreso a que he aludido. Ha sido el gran período creador de nuestras letras. A la obsesión por la novedad, la experimentación y la búsqueda de formas, ha sucedido una literatura de exploración de la realidad y del lenguaje.

Durante esos años, sobre todo después de la segunda guerra y en casi todo el mundo, aparecieron tendencias y movimientos ideológicos que proclamaron, bajo distintas formas, lo que se ha llamado, con expresión poco afortunada, "literatura comprometida". Los artistas intentaron insertarse en la historia viva pero, casi siempre, confundieron la política con la historia. Con frecuencia se convirtieron en los servidores de causas ideológicas y se transformaron en propagandistas. Los fundamentos del "arte comprometido" eran más bien frágiles: se suponía que la historia estaba animada por un movimiento de ascenso y que ese movimiento estaba representado, en nuestra época, por una clase dinigida por un partido, a su vez regido por un comité y éste por un jefe. Poco, muy poco, ha quedado de este arte ideológico. Lo más triste no fue la pobreza estética de las obras sino la baja de la tensión moral y política: gel movimiento de ascenso histórico desembocó en el campo de concentración y en la dictadura burocrática. La situación de la literatura contemporánea latinoamericana no es, esencialmente, distinta a la del resto del mundo y puede caracterizarse por dos notas. La primera es el desvanecimiento de las escuelas y tendencias que dieron vida a los movimientos de vanguardia durante la primera mitad del siglo XX; la segunda es la decepción ideológica: las utopías se transformaron en cárceles y el sueño de una sociedad libre y fraternal se petrificó: cuarteles en lugar de falafisterios.

Vanguardias e ideologías

El ocaso de las vanguardias artísticas y el descrédito de las ideologías políticas no significa ni renuncia al arte ni deserción ante la historia. En un libro que he dedicado a este tema (Los Hijos del Limo) apunté que mientras el arte del pasado inmediato se había desplegado bajo el signo de la ruptura, el de nuestro momento es un arte de convergencias: cruce de tiempos, espacios y formas. Esie fin de siglo ha sido una vuelta de los tiempos; descubrimos ahora lo que los antiguos sabían: la historia es una presencia en blanco, un ros tro desierto. El poeta y el novelista deben devolver a ese rostro sus rasgos humanos. Es una empresa que requiere imaginación pero, asimismo, temple moral. La literatura no renuncia a la historia pero sí a las simplificaciones del arte ideológico y a sus afirmaciones y negaciones perentorias. No es un arte de certidumbres sino de ex ploración, no es una poesía que muestra un camino sino que lo busca. Es una poesía que dibuja el signo que, desde el comienzo del comienzo, han visto los hombres en el cielo: la interrogación. Las manos que lo trazan pueden ser latinoamericanas pero su significado es universal.

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