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Tribuna:
Tribuna
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Y de la guayaba, ¿qué?

Me molesta hablar una vez más de mi posible regreso a Colombia habiendo tantos temas de actualidad más atractivos, pero la amable invitación que me hizo el presidente electo para que asista al acto de su posesión, el 7 de agosto, lo ha convertido -aunque él no lo quisiera ni yo tampoco- en un asunto de interés público. No hubiera querido hablar de esto antes de haber recibido en mi casa la invitación oficial, y de haberla contestado en los términos que merece un mensaje tan cordial y humano de un viejo y muy apreciado amigo a quien la vida le ha echado encima el gran honor y la inmensa desgracia personal de ser presidente de la República dentro de un sistema que no tiene remedio. Sin embargo, aún no ha llegado a mis manos 72 horas después de que se hizo público sin advertírmelo, lo cual hace pensar que una de las primeras cosas que debe hacer el nuevo mandatario será agilizar los sistemas telegráficos de Colombia. Así las cosas, he decidido ocuparme de la invitación no recibida para salirle al paso a la especulación creciente de que mi silencio era un desaire personal al presidente electo.Muchos colombianos, yo entre ellos, no estamos de acuerdo con las ideas políticas de Belisario Betancur, pero eso no habría sido un obstáculo para que aceptara su invitación. Cuando algunos amigos comunes me preguntaron hace varias semanas cuál sería mi actitud en caso de recibirla, les contesté que mi respuesta sería negativa por razones que no tenían nada que ver con las ideas políticas del presidente electo, y mucho menos con su persona. Más aún: les pedí que se lo hicieran saber a él para que todo el trámite se quedara sin publicidad.

A pesar de eso, la invitación ha sido hecha, y creo entender la razón: si Belisario invitaba a un numeroso grupo de escritores y artistas y no me invitaba también a mí, hubiera podido interpretarse como una discriminación. De modo que, además de la invitación, tengo que agradecerle a Belisario el haber afrontado el riesgo de. la negativa con la mayor elegancia.

Mis razones son más profundas. El 26 de marzo del año pasado, cuando Mercedes y yo salimos de Colombia bajo la protección diplomática de México, la reacción de las autoridades más altas no sólo fueron frívolas, sino de una vulgaridad inadmisible., El presidente Turbay Ayala repitió una vez más el socorrido argumento de que yo trataba de sumarme a la campaña de descrédito internacional contra Colombia, sin preguntarse siquiera si ese descrédito no estaba ya mejor sustentado por sus propios actos de gobierno. El canciller Lemos Simmons, a quien siempre tuve como un hombre inteligente, cometió la tontería de decir que el mío era un acto de publicidad para mi libro inminente. El ministro de la Defensa dijo que el único que me perseguía en Colombia era un agente de la policía que deseaba un autógrafo. Al cabo de 697.203 minutos de haber salido de Colombia, no conozco ningún acto ni ninguna declaración que permitan atribuir a esos tres funcionarios ni siquiera la atención de rendir tributo a la buena fe.

Sin embargo, en los meses siguientes a mi salida se han conocido algunos hechos que exigían por lo menos una explicación del Gobierno, no tanto por mí como por respeto a la opinión pública. Varios miembros del Movimiento Diecinueve de Abril (M-19), de cuya seriedad no tengo ninguna duda, han declarado desde la cárcel. que la justicia militar trataba de establecer cuáles eran mis vínculos con ellos, sobre todo en relación con el desembarco del año pasado en el sur del país. A algunos se les preguntó en concreto cuál había sido mi participación, en el supuesto entrenamiento que les impartieron en Cuba y varios fueron torturados para arrancarles una declaracion que sirviera para acusarme. Uno por lo menos declaró para la Prensa, y se publicó en forma destacada, que había firmado bajo tortura un pliego de cargos falsos contra mí.

Nada de esto era nuevo. Desde mucho antes del desembarco, Alvaro Fayad -a quien conocí y admiré como un hombre serio e inteligente desde que no era todavía uno de los dirigentes mayores del M-19- declaró, y se publicó en la Prensa, que en el interrogatorio insaciable y brutal que le hicieron trataban de hacerle revelar a la fuerza una supuesta complicidad mía con su movimiento. No obstante, estas publicaciones no han merecido ninguna atención del Gobierno A pesar de tantas revelaciones públicas, el ministro de la Defensa volvió a repetir la semana pasada, en una entrevista de Prensa, el chiste bobo del policía que deseaba un autógrafo. La buena fe del ministro de la Defensa quedaría establecida si pudiera probar que no conoce las actas de los interrogatorios, que hace pocas semanas debieron pasar de la justicia militar a la civil cuando se levantó el estado de sitio. Pero aún así su situación sería muy grave, porque revelaría un grado inquietante de compartimentación entre los altos mandos de las fuerzas armadas.

Hay más. Poco después de mi salida de Colombia, cuando se inauguró el nuevo aeropuerto de Barranquilla, algunos miembros de su comitiva presidencial les contaron a amigos míos -sin duda para que me lo hicieran saber- que quien me previno de lo que se intentaba contra mí fue el propio presidente Turbay Ayala, a través de emisarios no oficiales y sin que yo supiera cuál era el origen de la información. Según ellos, el presidente lo hacía porque no quena que se intentara nada contra mí, pero no podía impedirlo, y decidió hacérmelo saber de trasmano para que me pusiera a salvo mientras se calmaban los ánimos. Lo que el presidente no se imaginaba -según sus infidentes- fue que yo no me escurriría del país en silencio, sino que lo haría con el escándalo deliberado y necesario de la protección diplomática. No le presté ningún crédito a esa versión, que me pareció una pagina más en esa gran novela de realismo mágico que es la vida real de Colombia. Pero unos meses después, uno de los ministros del presidente Turbay Ayala la repitió como si fuera con pleno conocimiento de causa y en presencia, de varias personalidades intelectuales y políticas. Conozco el nombre del ministro y los de cada una de esas personalidades, así como la fecha y el lugar de la reunión, pero tengo el derecho profesional de no revelar las fuentes. Además lo que importa en realidad de esta versión no es saber si es falsa o cierta, sino lo mucho que revela sobre la crisis de credibilidad de este Gobierno, que al fin se acaba para alivio de todos.

Regresar a Colombia en estas condiciones -a pesar de mi nostalgia, ya casi irresistible- sería admitir como ciertas las negativas sistemáticas de las más altas autoridades, y no tanto en mi caso personal como en el de las numerosas víctimas de la represión oficial. Sería olvidar de una sola plumada por qué Feliza Burztyn no podrá estar el 7 de agosto en la primera fila de invitados del nuevo presidente, como fue su deseo hasta el instante de morir. Sería contribuir al perdón y el olvido de un Gobierno que se los ha negado sin grandeza a una oposición armada que parece dispuesta a desarmarse por el bien de todo. En efecto, con la misma frescura con que lo ha hecho conmigo, este Gobierno se ha conformado con negar que- ha cometido toda clase de abusos: allanamientos, torturas, desapariciones de presos y, en general, todas las formas de un terrorismo oficial tan abominable como el de sus contrarios. Regresar mientras no existan condiciones para que estas cosas se aclaren -como si nada hubiera pasado y sólo por adornar la fiesta de un buen amigo mio- sería conceder la razón a las peores razones del peor Gobierno que ha tenido mi país en toda su historia.

© 1982. Gabriel García Márquez-ACI.

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