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Graham Greene: el mensaje en la botella

En Antibes, entre Cannes, Niza y Menton, en plena Costa Azul, es decir, vecino de Scott Figerald, Blasco Ibáñez y la Mansfiel, vive, entre París y Capri, el último superviviente de una edad en la que los escritores buscaban ideas y reposo a orillas del mar Mediterráneo.Dedicado en estos últimos tiempos a la investigación y denuncia de la delincuencia, dueña y señora de los casinos vecinos y demás lucrativos negocios, Graham Greene aún ha tenido tiempo de publicar, con la implacable regularidad que siempre ha caracterizado su quehacer literario, la segunda parte de su biografía, que se asoma por lo común a guerras, dictaduras o insólitos paisajes, en los que no podía faltar el cine, pues entre tanta pluma ilustre como la Costa Azul ha conocido, si exceptuamos a Blasco Ibáñez, ninguna estuvo tan unida a él ni que le daba tanto como la del autor del Tercer hombre.

Su etapa de crítico supone cuatro años de trabajo y más de cuatrocientas películas vistas, demasiadas para un segundo oficio que, según el escritor, empezó como simple diversión, para acabar convertido en válvula de escape cada vez que la novela, por entonces en el telar de la pluma y la memoria, se negaba a seguir adelante; una huida, una evasión de hora y media más allá de la inexorable melancolía que abruma al novelista cuando lleva demasiado tiempo encerrado sin otra luz que la que nace de sus propias páginas.

Enemigo del sonido

Enemigo declarado del sonido en el cine, como la mayoría de los intelectuales de su tiempo, Greene recibe también con recelo el color que tiñe el nuevo rostro de actores y actrices. Lo que más llama la atención en sus páginas es su minucioso mirar hacia atrás, a ese mundo de seiscientas horas de butaca, tras declararse incapaz de releer ninguna de sus novelas, salvo muy contadas excepciones. Su reserva sobre Greta Garbo, su irritación contra Hitchcock, al que tacha de superficial, le hace incluirlos con ironía en la cosecha de melodramas más o menos biográficos producidos allá por los años treinta, cuando, entre retazos de vida de Zola o Pasteur, casa a Ricardo Corazón de León con Berenguela de Navarra según el rito anglicano.

Como a cualquier espectador normal, a las películas artísticas prefiere las comerciales, las del Oeste, las policíacas. Sus opiniones personales, discutibles o no, le llevarán a enfrentarse con actores y actrices que le harán valer la fuerza de sus intereses ante los tribunales, como en el caso de la famosa Shirley Temple. La ambigua habilidad de esta niña-mujer para atraerse a los hombres es la primera sensación que aún hoy salta a la vista cada vez que se asoma a la pequeña pantalla en historias como La pequeña coronela. Greene lo anota en su columna, y los patrones de la estrella tomarán buena nota, llevando el caso ante los tribunales.

Mas, a pesar de todo, de hacer crítica de cine a escribir guiones, tal como Greene explica, sólo hay un paso: el que separa al productor del teléfono. Así, un buen día Alexandre Korda hace al escritor la pregunta consabida: "¿No tendrá usted ningún guión por ahí?", y como no lo tiene el futuro colaborador, sobre la marcha lo improvisa. Es el principio de una labor que, compartida más adelante con Carol Reed, dará pie a sus historias mejores.

Hoy, de momento, tras muchos filmes en común, whiskies y discusiones a lo largo de kilómetros de alfombra de hotel, las relaciones entre el escritor y, el cine concluyen sobre el puerto de Antibes, donde Greene recibe muy raramente a los amigos.

Tiempo atrás, antes de que la Mafia y Niza ocuparán lugar y preferencia en sus preocupaciones, solía acercarse al vecino Festival de Cannesen busca de algún rostro amigo o asistía a los trabajos de Truffau interpretando de incógnito pequeños papeles, como en La noche americana. Cualquiera que haya visto la película le recordará soso y desgarbado, demasiado grande en el papel de agente de seguros que viene a negociar la póliza del actor muerto poco antes. Si él, en su época de crítico, hubiera tenido que juzgar este breve trabajo suyo, a buen seguro"que hubiera escrito un epitafio poco caritativo.

Dos artes narrativas

O tal vez no; a que el cine, por robar impunemente temas, fondo y estilo a tantas otras artes, nos traiciona con juicios inesperados más a menudo de lo que deseáramos. Una canción, un rostro, un paisaje tienen a veces más poder sobre nosotros y nuestros juicios críticos que una historia completa con su planteamiento, su nudo y desenlace. Su falta de medios de expresión, rigurosamente exlusivo o autóctonos, le hace más permeable al espectador, que no siempre sabe explicarse el porqué del interés que siente. Habida cuenta de que cine y novela son, quiérase o no, dos artes narrativas, la única respuesta válida quizá sea la que Greene nos ofrece al hablarnos de sus libros: "Escribir una novela es un poco como meter un mensaje en una botella Ni lanzarla al mar". Algún amigo o enemigo inesperado siempre lo recupera". Se recupera o se pierde, como tantos filmes, en el mar del olvido de las cinematecas.

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