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El aficionado y el profesional

Hay una cierta dificultad en aceptar que a Alberti le hayan dado el premio nacional de Teatro. La dificultad se basa en una contradicción: por una parte, Alberti está por encima del premio de teatro; por otra, está por debajo. Alberti tiene ya bien ganado un puesto de primer orden en cualquier historia de la poesía en lengua castellana. Si le hubieran dado el Nobel no habría más que regocijo.Políticamente es un eterno luchador por la libertad, no sólo en su partido, sino por encima de él, independientemente de él. Por esas vías, el premio de teatro le viene corto. Pero por la vía esencialmente teatral le viene largo, le sobra por todas partes. Intentó en sus primeras aventuras teatrales cambiar el rumbo del teatro que ocupaban los epígonos de Benavente; ni lo consiguió ni le dieron tiempo. En las últimas ha demostrado que la capacidad para el lenguaje poético, para una prosa tersa y limpia no encajan en su concepto de obra dramática. No dio la talla en su primer estreno en el Madrid del posfranquismo, El adefesio; no sirvió Noche de guerra en el Museo del Prado, a no ser por la convocatoria personal del poeta y por el sentido de restauración que tenía aquel trozo prohibido, aquella personalidad alejada. La lozana andaluza cayó en el desastre: perdió la adhesión intelectual y la asistencia del público. Su versión de El despertar a quien duerme pasó sin pena ni gloria.

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El teatro de Alberti no pasa de ser el de un aficionado, el de un entusiasta de esa forma de expresión.Si hubiese estado escrito por otro desconocido ni siquiera hubiese sido estrenado. Su gloria auténtica, y ya irreversible, está por otras sendas. Las "aportaciones renovadoras de la estética del teatro" que le reconoce la comisión que asistió al director general son meras intenciones fallidas.

Nada, en cambio, más exacto que el premio a la "dilatada dedicación al teatro" de Guillermo Marín: alguien que, casi un niño, rodaba ya sobre los terribles vagones de tercera para ir de plaza en plaza haciendo teatro, hasta que llegó a considerar el Español como su casa; alguien que a los 77 años no cesa de aprender y y tiene en su privilegiada memoria quizá miles de versos de los clásicos y pide un puesto de trabajo para no dejar de pisar los escenarios de siempre.

Es un premio a la profesionalidad. No es el único actor que lo merece: el teatro español, que tan mal anda en tantos aspectos, que está malogrado por tantos advenedizos, cazadores de subvenciones, sedicentes genios irascibles, tiene todavía personalidades suficientes, como para dudar entre muchos a. la hora de conceder el premio. El. nombre de Guillermo Marín no habrá suscitado la menor duda: es uno de los varios que lo merecen,. Es triste la sospecha de que haya. podido acudirse a él para compensar o disfrazar el premio adulador., o compensador, para quien no ha tenido otros más adecuados, que se ha dado a Rafael Alberti. La Dirección General y sus asesores le han hecho más daño que provecho; sin quererlo, van a reducir un nombre por encima de toda duda a una mezquindad: hacen recordar que esta gran figura escribió un teatro que no fue bueno, ni descubrió nada ni ayudó a nada.

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