El grado cero de la novela
Había una virtud en la persona de Pío Baroja que el escritor supo traspasar a su propia obra sin que apenas nad1 e lo advirtiera. Esta virtud fue la de la tenacidad, la de una profesionalidad exasperada, la de una constancia que nunca quiso decir su nombre. Pasada ya su vida y hasta su centenario, lejos ya de su muerte y de las sucesivas coreografías publicitarias o simplemente mundanas que en torno a su nombre se montaban repetidamente, algo sigue ahí, en pie, haciéndonos frente, exigiendo nuestra participación de manera tan humilde como implacable: su obra erguida, entera, indomeñable, que nos impone su lectura sin apenas parecerlo.Nunca cesa la lectura de Baroja, por más que parezca haber dejado de estar de moda. Sus obras se siguen reeditando -la Edición del Centenario, tan lenta como segura, acaba de publicar los seis últimos volúmenes de las Memorias de un hombre de acción- y el público lector anónimo, el verdadero público lector, sigue consumiendo sus libros aunque el nombre del escritor haya desaparecido de los mass media, o de las preocupaciones académicas más al día.
El nombre de Baroja permanece, por encima de las modas, de las tendencias o de las censuras. En la primera posguerra era difícil conseguir sus libros y muchos de ellos se volvieron a publicar después de 1939 convenientemente censurados: el caso más ostensible fue el de Camino de perfección. Durante muchos años, los lectores barojianos buscamos incansablemente la trilogía de La lucha por la vida. Los grandes títulos de su amplísima bibliografía pasaban de mano en mano -Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, Zalacaín el aventurero, El mayorazgo de Labraz, César o nada, El árbol de la ciencia, La sensualidad pervertida- con mayores o menores dificultades. Poco a poco se estabilizó el mercado, comenzando por los títulos más blancos, en apariencia, como Las inquietudes de Shanti Andia. Llevando su oscura y tenaz vida de siempre, escribiendo sin cesar, Baroja reconquistó inexorablemente a su público que nunca estuvo perdido. En 1972, el año de su centenario, después de tantos desiertos atravesados, se descubrió que todavía Baroja era una especie de best seller gota a gota, implacable y tenaz.
Hoy estamos en época de redescubrimientos y revisiones, de anhelos formalistas y búsquedas incansables de nove las novelas, tal vez porque a los olvidadizos presurosos se les había olvidado lo que teníamos en casa. Baroja, odiado por los conservadores inmovilistas y por los progresistas de causas finalmente perdidas, se revela como lo que siempre fue: un autodidacta individualista y repleto de lecturas que leía y escribía por placer, pero no por el del texto, sino por el de la lectura total. Ayer, en estas mismas páginas, señalaba Mario Vargas Llosa su preocupación por conseguir una invisibilidad o transparencia del estilo que facilitara la comunicación narrativa. Este estilo invisible, esta transparencia de la prosa, la consiguió Pío Baroja casi desde el principio, en una especie de grado cero implacable y elemental.
¿Y la aventura, en este tiempo romántico y desolado que aspira a la evasión como afán de libertad? ¿Quién nos ha dado más aventuras que este vasco humilde y errante que imaginaba sin cesar y con los pies en el suelo? Independiente hasta la exasperación, antidogmático feroz, hosco, tierno, arbitrario y pesimista esencial, destruyó de raíz la novela tradicional. A partir de ahora, de esta rampa de lanzamiento elemental, sabemos el verdadero sentido del relato moderno. Aquí está el relato en estado puro, la prosa narrativa más funcional del castellano de todos los tiempos, una obra modesta, humilde, sencilla, gigantesca e inevitable. ¿Cómo dejar de leerla?
Babelia
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