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Señor policía

Señor policía, cuando usted me interrogaba en el cuartel general de la Policía Nacional en San Salvador buscaba sobre todo dos cosas: saber quién era yo y qué hacía en su país. Y, como todos los interrogadores del mundo, buscaba "nombres". Nombres, direcciones, teléfonos... ("Cosas concretas", decía). Quién era yo y quiénes eran mis "conectes".Desde aquí, cuando todavía no me he acostumbrado a hablar sin miedo y sin cautelas, quisiera ampliarle algunas respuestas.

De mí creo, señor policía, que ya supo usted bastante. Y además, eso es lo menos que importa realmente. Ya está usted informado.

Pero quizá le interese conocer algunos datos de dos amigas mías, pues de ellas no le hablé. Y ellas me "conectaron" con el terror y la esperanza. Por ellas supe yo de ese su país, señor policía.Lo único que quisiera es que me permitiera no facilitarle ni los nombres ni los lugares donde usted las podría encontrar. No vaya a ser que las capturen. Ellas no tendrían, como yo, la suerte, el privilegio, de ser liberadas de la cárcel y de la muerte.

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Se trata de la Teresa. Una viejita más delgada que un junco, que se sentó un día a platicar conmigo y me regaló un guineo. Teresa tiene un imposible sueño: "Cuando llega la noche, quisiera ser para «vueliar», para irme bien lejos de mi casa". Y es que una noche de hace unos meses, seis hombres armados por las autoridades de su lugar, -patrullas de defensa civil, ya sabe usted-, a quienes esas autoridades les dejan hacer lo que se les antoje, llegaron a su rancho. Buscaban armas. "Si yo tuviera armas las hubiera vendido para tener qué comer", les dijo. Entonces volcaron los sacos en los que la Teresa guardaba un poco de tusas de maíz para alumbrarse en las noches largas y oscuras, lo revolvieron todo y no hallaron nada. Después agarraron a su viejo marido, lo tumbaron en el suelo y a fuerza de patadas le quebraron "unos huesitos de acá", unas vértebras. "Miren que hay un Dios", les dijo ella, "un Dios que ve la ingratitud que están ustedes haciendo y les pedirá cuentas". "¡Dios ha muerto! ¿No lo sabías? ¡Ahora nosotros somos los dioses!", gritaron ellos. Y sacaron a las dos muchachas mayores de la casa, -dos hijas de la Teresa, de catorce y quince años-, y las violaron. Tres a cada una. Después encañonaron a la viejita para que les sirviera agua. "Y si se lo dices a alguien venimos en la noche y los matamos a toditos, ¿oís, hijaeputa?".

Muchos días tardó la Teresa en contarlo. Y por eso tiene miedo. Su marido está arruinado, las dos muchachas quedaron embarazadas y ella queriendo ser palomita...

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"La muerte de Dios"... En estas Europas cuántas veces se habla, se especula y se escribe sobre tan profundo tema. Bueno, yo no sé si usted alcanza a entender lo que quiero decir con esto. Pero la muerte de Dios no volverá ya nunca a ser para mí un capítulo de la filosofía existencial. Es otra cosa más viva. Las patrullas cantonales me enseñaron de qué se trata: Dios muere cuando el hombre es matado. Cuando Caín mata a Abel, su propio hermano; cuando le viola, cuando le quiebra la nuca. (Y, por cierto, señor policía, me llamó muchísimo la atención que el centro de inteligencia que se ocupó de analizar mis papeles y casetes subversivos se llamara CAIN (Centro, de Análisis e Investigación, Nacional). A lo mejor es una pura casualidad, digo yo.

La Filo

Espere, quiero hablarle también de otra amiga. De la Filo. Ocho hijos, uno detrás de otro. Hace dos años, su marido y otros compañeros organizaron la toma de una finca de café. Pedían mejor salario y una mejor comida, una cucharada más de frijoles para acompañar la diaria tortilla. Vainas de esas reivindicativas, ya me entiende. No llevaban armas, pero todo acabó con la matanza de más de doscientas personas, hombres, niños y mujeres, que cayeron abatidas por las balas de sus hermanos uniformados.

Filo, después de huir durante varios días por montes y zacatales, se decidió a ir a San Salvador a un refugio. Los hijos mayores, señor policía, se hicieron guerrilleros. "Subversivos", como ustedes dicen. Es natural: después de haber visto lo que vieron, su único deseo es ahora subvertir el orden social que mata de hambre y de bala desde hace tantos años a hombres como su papá. Sí, en eso sí son subversivos; pero, mire, no saben dónde está la Unión Soviética...

En el refugio, la Filo se fue acostumbrando a vivir con otros muchos campesinos que venían de acá, de allá, de todo el país. Y crió a su tierno de un mes. Yo no sé si usted está al tanto de que más de 200.000 salvadoreños, compatriotas suyos, viven hoy refugiados en la capital y otras ciudades porque en sus caseríos y cantones perdieron todo.

Un día, Filo se enteró de que se pedían voluntarios para "repoblar" una zona desalojada por el Ejército tras una invasión de exterminio. Y ella se fue con sus cinco hijos, porque quería volver a plantar la milpa y hacer tortillas y darle vida a los campos desiertos. Se fue esperanzada de nuevo porque su vida iba a empezar de nuevo. Pobre Filo, a los pocos días los helicópteros artillados UH-1H, que el Gobierno de Ronald Reagan le vende a su Gobierno, señor policía, bombardearon aquel caserío de campesinos "subversivos"... Murieron viejitos, mujeres y niños. Y la esquirla de un proyectil le mató a la Filo a su tierno, que ya tenía dieciocho meses, en sus propios brazos. "Partidito por medio me lo vi; cuando me vine a dar cuenta mi tiernito estaba reventado".

Pobre Filo, señor policía. Ya sé que usted me va a decir que también caen muchos de sus compañeros. Créame que lo siento. De verdad. Allá en el cuartel entendí, como nunca hasta entonces, que su país vive en una guerra. civil "salvaje, cruel, bestial" (y esto lo copié de un documento gringo, señor policía).

La Administración Reagan

Yo no sé sí usted sabe que la Administracion Reagan está empeñada en continuar enviando helicópteros, asesores y balas a este su país. Es fácil entender que así, insistiendo en armar al Ejército y a los cuerpos de seguridad, va a haber cada día decenas de Filos y cientos de Teresas. Y cada día, también, van a morir más compañeros suyos.

Usted me dijo, señor policía, que yo tenía que comprender que estábamos en una guerra prolongada. Lo comprendo perfectamente. También comprendo que allá se vive en un dolor prolongado. Pero el asunto es saber quién prolonga hoy esa guerra y ese dolor. Aquí le doy un nombre, señor policía: el sector más reaccionario de la Administración Reagan, decididamente guerrerista, de quien sospecho con bastante fundamento que no esté haciendo lo que hace para defender el mundo libre, la civilización occidental ni los valores cristia nos, sino únicamente sus particulares intereses geopolíticos. No sé el teléfono de míster Haig, señor policía; desconozco su dirección. Pero quizá sus jefes sí la saben. Vaya, que ellos le digan.

Yo no he muerto. Durante doce horas estuve convencida de que iba a morir, de que había llegado mi hora. He sido, una vez más, una privilegiada. Al llegar a España sentí que una nube de solidaridad y de cariño, de fe cristiana, que no podía ni imaginar, me envolvía. Y que era eso lo que me había protegido de las balas, la decapitación o la tortura. Pero la mayor alegría que tuve al entrar en el aeropuerto no fue aquel entrañable recibimiento, sino una noticia que me dieron: Francia y México habían reconocido que la izquierda salvadoreña era algo más que una banda de subversivos pagada por Cuba y la URSS. Afirmaban que era una fuerza política representativa. Entonces lloré, pero de alegría. Señor policía: hay también países en el mundo que no les llaman subversivos a los hijos de la Filo que luchan en los campamentos, que quieren ayudarlos, que están dispuestos al diálogo con ellos y que abran con esa postura una brecha para que otros países actúen de la misma manera.

Antes de despedirme, señor policía, sólo decirle que espero que esté cercano el día en que España, mi país de nacionalidad (¿se acuerda cuánto le insistía yo en que era española y no agente de la Cuba castrista, como usted creía?), reconozca también que mis amigos, los pobres de El Salvador, mis amigos de la izquierda, son una fuerza política representativa de los anhelos de justicia de un pueblo que ha sufrido tanto que merece la paz. Excúseme por todo, señor policía. No he sabido odiarle durante esas 44 horas, que ya para siempre marcarán mi vida.

María López Vigil es una periodista española que fue detenida el 25 de agosto en El Salvador y expulsada del país tres días más tarde.

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