Uruguay comienza hoy su última etapa de régimen Militar con la presidencia del general Álvarez
Con la llegada a la presidencia del general Gregorio Alvarez, de 55 años, el régimen militar uruguayo empieza hoy la que debe ser su última etapa, antes de entregar el poder, en marzo de 1984, a un presidente elegido por sufragio universal. Incluso la oposición opina que, por esta vez, la sustitución de un profesor de Derecho, Aparicio Méndez, por un general, constituye un avance.
Por una ironía de la historia, el tránsito hacia la normalidad política ha sido encomendado a uno de los cerebros del golpe de 1973, que cambió la democracia más estable de América Latina por el régimen militar más duro del continente. Gregorio Alvarez, converso reciente a la democracia, según sus amigos, es considerado incluso por sus enemigos como la única opción del sistema capaz de reconducir el proceso hacia un modelo representativo. Dos cosas están claras para los uruguayos: el nuevo presidente no va a ser un títere de sus compañeros de armas, como lo fuera Aparicio Méndez; es además el único militar que puede llegar a un entendimiento mínimo con los dos partidos políticos tradicionales, nacionales y liberales.
Un general que admira a Charles de Gaulle sustituye en la presidencia a un catedrático que por los años cuarenta se mostró tan fiel seguidor de las teorías nazi-fascistas que sus compañeros de claustro le forzaron a dimitir. En cualquier caso, el cambio parece positivo.
Gregorio Alvarez tiene dos elementos importantes a su favor: no ha participado, que se sepa, de la corrupción generalizada entre los altos mandos del Ejército y la región militar que el comandaba. Al inicio de la dictadura se mantuvo muy por debajo de los parámetros de persecución que se implantaron en el resto del país.
Unas declaraciones suyas en el segundo semestre del pasado año, pocos meses antes del plebiscito perdido por los militares, desconcertaron a los políticos. Gregorio Alvarez exhortaba en ellas a los militares a pactar con los partidos políticos, porque éstos "provocaron la pérdida de fe en las instituciones y comprometieron el destino del país".
La severa derrota del plebiscito constitucional del 30 de noviembre pasado (dos de cada tres votantes rechazaron la propuesta de los militares) parece haber inclinado al general a dialogar con los partidos tradicionales. De su círculo más próximo ha salido incluso un calendario político para los próximos tres años y medio de mandato presidencial: aprobación del estatuto de partidos políticos en 1982, reforma de la Constitución en 1983 y elecciones generales en el primer trimestre de 1984.
El rechazo del texto constitucional ofrecido por los militares parece no dejar otro camino que el proyectado por el general Alvarez, pero en la Junta, de veinticinco generales, que ha ejercido un poder colegiado durante estos ocho años, hay aún demasiados partidarios de no entregar el poder totalmente a los civiles o, al menos, de mantener una junta de seguridad nacional, que sería una especie de supervisor último de las autoridades elegidas por voto popular.
El nuevo presidente tiene además un enernigo declarado en el general Luis Queirolo, que durante los próximos meses seguirá ejerciendo como comandante en jefe del Ejército. Queirolo no le perdona a Alvarez que a mediados de este año forzase la dimisión de varios de sus colaboradores más directos, entre ellos el ministro del Interior, acusados de corrupción. Tampoco Queirolo acepta que Álvarez pretenda ejercer un poder presidencialista, dejando de lado la Junta de generales.
El presidente Alvarez tendrá que ejercitar toda su reconocida capacidad de maniobra política para apartar de los puestos clave a los seguidores de Queirolo, una operación que ya inició con éxito desde la sombra con las denuncias de corrupción.
Un tema que ha motivado algunas incertidumbres ha sido el hecho de que Alvarez haya mantenido en el Gobierno casi toda la estructura del presidente anterior y que no haya dado entrada en el Consejo de Estado (teórico órgano legislativo) a ninguna personalidad que goce de un mínimo prestigio entre la oposición. A cambio, se resalta que ya ha sido levantada parcialmente la proscripción que pesaba desde 1973 sobre todos los políticos que hubieran ejercido algún cargo de elección en el sistema democrático.
Una última cuestión plantea serios interrogantes sobre los proyectos del nuevo presidente. Nada ha dicho aún acerca de los encarcelados y exiliados. Y no puede olvidarse que el régimen militar forzó al exilio a más de medio millón de uruguayos, sobre una población total que no llega a los tres millones. Cualquier democracia parece imposible en Uruguay sin una amnistía.
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