La agonía del español
Tiene este viejo país que se llama España pocas riquezas comparables a la de su lengua. Quizá no posea ninguna de más valor que ella, como no sea ese universo de los valores en que entran el acendrado espíritu del honor o la más solemne de las carencias del humor. Estas cosas, empero, con ser dichosamente nuestras, no se venden. Tampoco se vende la lengua; pero abre cauces, comunica, acerca, hermana... Permite, en fin, que estemos allá donde de otra forma no iba a ser posible nuestra presencia: en Hispanoamérica. Y posibilita, además -lo que no es pequeña riqueza-, que hoy tengamos que traducir sólo a Joyce, Faulkner, Dos Passos, porque podemos leer, en cambio, en nuestra propia lengua la obra de Borges, Carpentier, Sábato...Pero tantas ventajas de nuestra lengua no parecen servir para que los españoles se apresten, como han hecho los franceses con la suya, a su defensa. Quizá porque sea la nuestra una nación en la que cada vez que a alguien se le ocurre hablar de defender algo puede sobrevenir una catástrofe cósmica. Suele nuestro pueblo, generalmente, poner la cota de su comodidad, de su felicidad o de su riqueza en lo que ve, en su vecino; tenemos un país en el que es rara la pedanía que no tiene un refrán o un dicterio contra la parroquia de al lado; somos gentes tan insolidarias con los nuestros como pacatamente admiradoras de lo de fuera. Por eso, cuando hablo de defender nuestra lengua, lo más probable es que quienes me lean piensen que voy a proponerles defenderla de la de nuestros vecinos -o, mejor, hermanos solidarios- catalanes, gallegos, vascos.
No; no ha de ir por ahí la defensa del español, que no gana nada, y sí pierde mucho, con que las lenguas de la comunidad española no florezcan y mejoren; y gana mucho menos con que los españoles -incluso quienes por ver en cada palabra un opresor rechazan el vocablo-, al expresarse en su lengua materna, lo hagan realizando con ello, además, un acto de provocación, insumisión o valentía.
Hay un problema común a nuestras lenguas de las Españas, y es la inseguridad lingüística de la mayoría de sus hablantes. Vascos, gallegos y catalanes están ahora pagando los platos rotos de una etapa histórica que ha prohibido de diversas formas la enseñanza de su lengua. Yo he oído hace años discutir hasta la saciedad, a algunos amigos catalanes de mi generación, a propósito del uso de tal o cual vocablo de su lengua, y veía cómo no sabían dónde acudir para solucionar su duda; curiosamente eran personas que sabían servirse del Petit Robert para encontrar allí los vocablos que no comprendían de san Antonio; pero siendo rigurosamente analfabetos en su lengua materna catalana no sabían acudir al diccionario de Pompeu Fabra para resolver el problema. Y hoy mismo me encuentro con amigos vascos que no quieren entender que la normalización lingüísiica es imprescindible para la pura supervivencia del eusquera, o amigos gallegos con quienes uno no se atreve a pronunciarse a propósito de la norma gráfica... Todo esto no puede sino conducir a una tremenda inseguridad lingüística.
Con no ser los problemas del castellano tan graves como los de las lenguas hermanas, también hay que contar con una gran inseguridad entre quienes hablamos nuestra lengua. Y no porque no se nos haya enseñado, pero sí porque se nos ha enseñado mal, francamente mal. Se refería recientemente el profesor Gregorio Salvador, en la reunión anual de la Sociedad Española de Lingüística, a la infidelidad que algunos hablantes españoles monolingües tienen al castellano. Veía en ello, si no me lo han referido mal algunos asistentes, una razón para explicar tantos dislates, tantos errores que se dan en el uso del español. Pero no encuentro aquí la razón de la inseguridad lingüística de muchos castellanohablantes. La razón estriba en la falta de sentido de una enseñanza absoluta y totalmente despreocupada por la expresión oral y escrita de los alumnos: ¿cuántos ejercicios de redacción hace un niño durante su bachillerato? ¿Cuántos libros se leen dirigidos por el profesor? ¿Cuántas clases se dedican a enseñar a puntuar? ¿Y con qué método? ¿Se hacen ejercicios de expresion oral? Hay generaciones que prácticamente no saben leer con una entonación adecuada, dialogar sin destrozar la sintaxis, escribir con corrección gramatical ni de la otra. Y lo grave no es que nolo sepan, sino que no saben cómo aprenderlo. Es uno de los frutos de un régimen más preocupado por la dialéctica de las armas que por las letras, que sabía bien que lo que más se acerca a un pueblo mudo es un pueblo que no se atreve a ha,blar, como lo han demostrado cumplidamente unos cuantos parlamentarios en la sopa de letras que ha sido la transición a la democracia.
La decadencia de Occidente
Cada vez que alguien, hurgando en la realidad, saca a la luz unos cuantos dislates lingüísticos, que son moneda corriente entre los teleespañolitos, debiera obligatoriamente señalar que tales errores no se deben a la casualidad, pues se cimentan en una educación escolar despreocupada de la corrección lingüistica de los alumnos. Muchas veces la denuncia cuasiprofética del porvenir que acecha a nuestra lengua convierte la torpeza la cursilería, la vaciedad de muchos jóvenes en responsables de la degradación que está experimentando nuestra lengua; pero esto es lo mismo que si atribuyéramos al español de medio pelo que confunde el eskay con la piel y el grease con la progresía moderna, la responsabilidad de la decadencia de Occidente: no; los españoles que emplean mal un vocablo o se creen más modernos por hablar a nivel de alternativas para impactar los mass media son protagonistas de la situación, no causantes de ella. Cuando dentro de diez años se siga hablando como ahora, o peor, piensen ustedes que ello se debe a que quienes en este momento tienen diez años pueden rellenar en la escuela sus fichas (!) con una delirante ortografía, con la que adoban convenientemente las definiciones de fonema, morfema, semántica, sintagma. ¿No estamos preparando cuidadosamente futuros depredadores de nuestra lengua? Y sin necesidad de dar con un maestro Socaliñas, como el que le cumplió tener al bueno de fray Gerundio de Campazas para alcanzar sus más altas metas en la retórica sagrada.
Con ser todo lo anterior grave, no es, sin embargó, el único problema que afecta a nuestra lengua. Hay uno no desdeñable: y es el sentimiento de inferioridad de muchos de sus hablantes frente al inglés. Es lo que se llama autoenajenación lingüística. El remedio, en este caso, no es lingüístico, pues la solución para esta actitud está en que nuestro país, en eso que se debería llamar desconcierto de las naciones, llegue a contar algo en lo económico, en lo político, en lo científico... Porque la aceptación indiscriminada de anglicismos -vean ustedes si no nuestros anuncios- es, aparte de una cursilería, una actitud más de los integrantes de un cuerpo social débil en lo cultural, pobre en lo económico y Menesteroso en lo científico, admirador, en fin, de las cosas ajenas, aunque sean simples hamburguesas, perros calientes, pantalones vaqueros, donuts, snaks bars y otros refinados subproductos de la exquisita cultura anglosajona.
Los hombres son los que se sirven de las lenguas, y en ellos hay que buscar las razones de las actitudes que mantienen ante ellas.
Para las que parecen inadecuadas no hay otro remedio que la educación y cultura. Pero educación, cultura y lengua, con ser términos que hacen referencia a entidades abstractas, no por eso han de dar la espalda a la organización que deben tener los Estados modernos.
Hoy no se concibe la falta de objetivos en el dominio cultural o educativo, y no debería faltar entre nosotros tampoco una política lingüística. En esto, como en casi todo, corremos el riesgo de empezar a andar tarde y a destiempo.
Francia, por ejemplo, dispone ya de una ley promulgada el último día del año 1975, para proteger al francés del abusivo dominio que otras lenguas extranjeras ejercen sobre él. Y, a mayor abundamiento, para completar la lucha contra la abulia lingüística de las instituciones francesas, se presentó a la Asamblea Nacional, el 21 de octubre de 1980, una proposición de ley para obligar al uso del francés en toda actividad subvencionada directa o indirectamente por el Estado.
Los vecinos
Yo supongo que a romanistas e hispanistas éstas u otras proposiciones no les van a hacer mucha gracia. Y más de uno que, siempre que es necesario, no duda en alternar la lengua en que Voltaire escribió su tratado sobre la tolerancia, puede ahora hacer lo posible por evitar el francés.
Pero el hecho es que, sin el aire de nueva guerra de religión que tienen algunas ideas expuestas sobre la lengua por nuestros vecinos franceses, en algunas de las sesiones de su Asamblea Nacional, nosotros no podemos dejar pasar más tiempo sin que exista una política lingüística del español.
La lengua española debe ser preservada de los atentados en su uso cotidiano, implantada como idioma de trabajo en las organizaciones internacionales, enseñada en el extranjero, utilizada en los dominios científicos y universitarios y obligada en todas las relaciones de derecho privado: «En la definición, la oferta, la presentación la publicidad escrita o hablada, el modo de empleo o de utilización y las condiciones de garantía de un bien o de un servicio, el empleo de la lengua francesa es obligatorio», dice la ley número 75-1349, publicada en el Journal Officiel de la Republique Française, el 4 de enero de 1976. De esta forma, nuestros vécinos -protegidos contra los start, rewind...- son -según se cuenta- capaces de manejar con cierta habilidad sus electrodomésticos, calculadoras, magnetoscopios y otras máquinas del diablo.
Si bien es cierto que no asistimos -como los franceses- a la agonía del español, por ser la nuestra no una segunda lengua postiza, sino la lengua madre de los países que la hablan, no es menos cierto que el único punto fuerte que tiene España es el idioma, y en él debemos apalancarnos. Por ello, y porque es preferible un español muerto que un español cursi, parece en verdad urgente y necesario abordar una didáctica y una política de la lengua española.
Una política que impida atropellos, por ejemplo, que cuando los españoles viajan en su flamante compañia Iberia de aviación, se sientan contentos mientras se abrochan el cinturón, al reconocer en el siguiente rotulillo Fasten seat belt por lo menos una palabra castellana: seat. A don Heraclio Fournier tampoco lo vemos que esté por la labor de que aquí se juegue a la canasta en romance. He comprado una baraja para pasar ratos familiares como Dios manda, y buscando una indicación del valor de las cartas me encuentro con que el impresor de Vitoria ha redactado brillantemente una canasta scoring table en la que se dan los cards melding values, etcétera. Si la Armada Invencible no logró su propósito de que Shakespeare, Lope y Cervantes se conocieran, don Heraclio -que debe haber leído el Libelo contra los franceses- está haciendo todo lo posible para reparar aquella injusticia. Don't you think it is essential a law in defense of the spanish language?
Babelia
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