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Diego Fabbri y la conciencia perdida

Las guerras producen una literatura oficial ardorosa y exaltante, y una contraliteratura tímida, que tiende a restablecer el sentido de una conciencia que ha sido forzada a recuperar el tipo de valores que habían estado cohibidos. Si una guerra dio a la baronesa Bertta von Suttner (Abajo las armas), otra dio a Romain Rolland, Remarque o Maeterlinck.La última de las grandes guerras europeas dio, entre otros productos, a Diego Fabbri, que acaba de morir (véase EL PAÍS de ayer). La situación intelectual era más difícil, porque en esta posguerra había una cobertura moral importante: se había conseguido una abstracción ideológica de buenos y malos, más que de conflictos patrióticos y de intereses nacionales.

La segun da guerra mundial tenía un carácter de guerra civil europea, y los intelectuales habían tomado partido, en su inmensa mayoría, por un bando. La operación de restablecimiento de la conciencia era, por tanto, más cuidadosa. Quizá, en el campo de la literatura dramática, quien más se adentró en el tema concreto fue Sartre, con Los secuestrados de Altona; Camus era más abstracto, más generalizador de la moral, pero el teatro de buenos sentimientos y de restitución del equilibrio ético después de la gran tempestad se percibiría en autores como Priestley, Dürrenmatt, o en Diego Fabbri, que llevaba ya años en Italia, intentando colocar su llamamiento a la conciencia de un progresismo católico y que, por fin, lo consiguió con el Proceso a Jesús, después de algunos éxitos más limitados, pero que se recuperaron después del Proceso. De todas formas, los grandes aduaneros de la crítica in telectual no permitieron nunca que se le considerara como uno de los grandes maestros europeos, sobre todo porque aparecía ya toda la generación de los nuevos moralistas, de los moralistas del absurdo:

Beckett, Adamov, Max Frisch mismo, Ionesco.

En España, en cambio, Diego Fabbri tuvo un gran éxito. Había algunas razones. La recuperación de la conciencia le hacía muy difícil la censura, el mecanismo teatral y la precipitación de los autores vencedores en colocar su teatro militante. Se presentaron, como pudieron, aglunas excepciones: Marquina, con María la viuda, o Pemán, con varias de sus obras. Todo se enfocaba desde la única coartada posible, la del catolicismo, en su aspecto de caridad, de perdón y de amor: difícilmente más allá. Cuando apareció Diego Fabbri, rodeado de precauciones -al principio, en sesiones únicas de teatro de cámara-, entró con el aval del catolicismo, en el que militaba; pero en este caso iba más allá de los valores de la caridad para entrar en los de la justicia social.

La lucha del estamento se producía entonces ya contra la generación siguiente, contra la del vacío existencial y ateo, contra los autores de la conciencia civil; descuidó ocuparse de Fabbri, y Fabbri se convirtió aquí en un autor predilecto del público español, que veía en él un progreso, una reclamación de valores que se habían tratado de encerrar.

Diego Fabbri era ya un superviviente de sí mismo. Continuaba a nivel militante y teórico una acción que ya no trasladaba con la misma fuerza a la escena. De todas formas, Proceso a Jesús ha quedado como un clásico, y es en realidad un ejemplo de teatro procesal, de debate, de dialéctica y de busca de valores de conciencia sepultados.

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