Un hombre contra la historia
¿Pornógrafo o profeta? A estas alturas ya sabemos que reducir la obra de Henry Miller a sus escándalos eróticos, a sus procesos por pornografía o a sus obsesiones sexuales es no solamente no entenderla, sino deformarla gravemente. Hay que recordar a respecto que entre los grandes escritores liberadores del sexo en este siglo las relaciones no estaban demasiado claras: James Joyce decía que El amante de lady Chatterley era un libro repleto de basura, mientras D. H. Lawrence pensaba que el Ulises era un libro pornográfico. Para arreglar las cosas, Henry Miller repetía, cuando se le quería oír, que tanto Lawrence como Joyce eran dos puritanos descompensados.En realidad, el sexo es, en la obra de Miller, uno de los caminos de los más importantes, desde luego para defender al individuo frente a la historia y la colectividad. Este autodidacta que devastaba bibliotecas, lector incansable de Nietzsche, Bergson, Dostoievsky, Elie Faure o Spengler, conectó primero con
grupos anarquistas y teósofos, frecuentó las doctrinas místicas tibetanas, los mormones, los cuáqueros y los adventistas, leyó también a Swedenborg, Jacob Böhm y Eckhart, para concluir que entre Dios y él no necesitaba intermediarios. Este iconoclasta fue siempre un espíritu perfectamente religioso.
Aunque no publicó su primera novela hasta los 43 años, no fue un escritor tardío. Sus dos primeros libros -que nunca publicó- los escribió a partir de los veintidós años: Clipped Wings y This gentile world. Pero sólo su intensa y feroz aventura con June Edith Smith y su llegada a París propiciaron su conversión en un verdadero escritor. Un artista que durante toda su vida, y a lo largo de más de sesenta volúmenes, ha escrito siempre el mismo libro. «Al diablo la literatura», decía en sus primeros tiempos, «lo qué escribiré será el libro de mi vida».
Se ha dicho de él que,es inclasificable y que el torrente de su obra hace palidecer la de otros escritores más perfectos, más artistas. Se le ha buscado el entronque con la tradición liberadora americana, de Walt Whitman a Thoreau, y comparados sus desbordamientos con los de William Faulkner o Thonias Wolfe. Pero el aislamiento de Miller, su individualismo feroz, lo alejan de toda tradición civil.
Cuando George Orwell vino a España, para luchar en la guerra civil, Henry Miller le regaló en París una chaqueta: «No es a prueba de balas», le dijo, «pero al menos andará usted caliente». Pero Miller no vino a España a luchar, como tampoco combatió en la primera guerra mundial. Le importaban los hombres, cada hombre en concreto: la colectividad, las doctrinas y la historia alimentaban su rebeldía personal. Este testigo del siglo XX -y lo ha sido, aunque parcial, y de los más importantes- poco ha dicho de las guerras y tragedias históricas de nuestro tiempo.
Se le ha llamado genio y loco, ángel y demonio, obsceno y santo. Pero su vida y su obra han buscado desesperadamente la felicidad y la liberación del hombre. Nunca se preocupó de buscar discípulos ni de crear escuela, pero desde sus primeros tiempos contó con importantes y numerosos grupos de amigos de importancia, que le defendieron tenazmente, desde Blaise Cendrays y Anaïs Nin hasta Lawrence Durrell, Saroyan, Mac Orlan y Paul Morand, y ha ejercido notable influencia sobre los movimientos juveniles de nuestro tiempo.
Al final era como un chaman, un gurú o un santo, como lo describía en su visita a Big Sur el padre Bruckberger. No quiso cambiar el mundo, sino al hombre, y al final resulta mejor cuando destruye -en los Trópicos o la Crucifixión en rosa, inacabada- o cuando exalta y santifica el sexo liberado, que cuando pensaba o reflexionaba en voz alta. «Si esto no es literatura», dijo casi al final, «llamadlo como queráis. No os condenaré por ello».
Y cabría recordar, por último, su defensa contra los últimos procesos que tuvo que sufrir en su país a mediados de los sesenta: «¿Vivimos en un mundo tan puro, frágil y delicado que un poco de obscenidad pueda destruir? Podría citar muchas cosas que tienen la aprobación de nuestros Gobiernos y tribunales, de nuestras escuelas y hasta de nuestras iglesias, que constituyen amenazas mucho más graves para todos nosotros... Nos enfrentamos aquí con leyes arcaicas, almas de la Edad de Piedra, sádicos disfrazados de bienhechores, impotentes revestidos de autoridad, aguafiestas, hipócritas y pervertidos. No intento defenderme. Yo acuso. Probadme que sois dignos de juzgar este libro y os escucharé con respeto. Mostrad si vuestras manos están limpias, si vuestro corazón es puro y vuestra conciencia clara. Os desafío». Nos ha dejado la historia de su rebelión individual, una herencia necesaria.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.