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Tribuna
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¿Epicuro o Antígona?

Morir, en estado de naturaleza, sería volver a lo inerte, volver al ser en-sí, al balance ontológico cerrado, a la compacidad que suelda todas las fisuras.Morir, en estado de cultura, no puede ser sino una forma-de integrar el para-sí en el en-sí, de inyectar la conciencia y la transcendencia en el ser mudo, de incrustar en lo inerte, en lo que de por sí carece de sentido, la significación.

Para el teórico de la distinción radical entre el ser y la conciencia, entre el en-sí y el para-sí, de la emergencia absoluta y desvalida de la conciencia como agujero en el ser y la ruptura de los pasadizos confortables con ese ser, con una esencia cirinea que nos aliviaría -dada de una vez para siemprede la tensión sin tregua de ser existencia, de no poder ser sin elegir constantemente nuestro ser -o, mejor dicho, de no ser sino nuestro propio elegir-, para el Sartre que ha muerto no se habrá producido la síntesis imposible, la encrucijada utópica, el encuentro con la propia muerte. En la medida en que se es conciencia, para-sí, no se tiene ser en-sí, no hay estatuto ontológico cerrado: todo puede cobrar una nueva significación, cualquier situación puede ser redeifinida a la luz de un proyecto nuevo que la trascienda. Pero no puede ser tuya tu propia muerte: tu conciencia, tu proyecto y tu trascendencia son arrancadas del ser, que queda al otro lado del abismo. Como decía Epicuro de la muerte: «Mientras yo esté ella no estará; cuando ella esté, ya no estaré yo.» Mi muerte y yo somos incompatibles. Mientras existo como conciencia, como ser para-sí, el estatuto del en-si no me define, cuando me adviene el ser en-sí con la muerte como regreso a la inercia a lo inorgánico, el para-sí ya no existe. Sartre, a diferencia de Heidegger, jamás concibió la muerte como mi posibilidad, la muerte es pura facticidad, opaci dad, mientras la posibilidad debe ser algo siempre comprensible de suyo en cuanto dotada de sentido en función de un ptoyecto. Para el autor de El ser y la nada, la muerte es «una cancelación siempre posible de lo que puedo ser, lo cual está fuera de mis posibilidades». El corte abrupto del conjunto de mis posibilidades no es algo que pertenezca a su vez a ese conjunto. Así pues, el mejor homenaje que le Podemos. rendir a Sartre, es el considerar que su muerte no es algo suyo.

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Habrá que completar entonces, para serle fieles, el homenaje epicúreo con el tributo de Antígona. Porque, al margen de los funerales oficiales, el cadáver de Sartre, como el de Polinice, podría quedar, sin que nadie se diera cuenta, a la intemperie.

Honrar a un cadáver con pompas fúnebres, como lo describió Hegel en los pasajes sobre Antígona de la Fenomenología de espíritu, es hacer de mediador entre la obra consciente del muerto, su dimensión de trascendencia y la naturaleza a la que vuelve, servir de puente entre el en-sí y el para-sí significa prolongar la tensión del sentido de una vida -que es, a la vez, una interpretación-, integrándola en su propio reposo. «El puro ser, la muerte», en palabras de Hegel, «es el ser devenido natural inmediato, no el obrar de una conciencia. Es, por tanto, deber del miembro de familia (deber ético) añadir este lado, para que también su ser último, este ser universal, no pertenezca solamente a la naturaleza y permanezca algo no racional, sino que sea algo obrado y se afirme en el derecho de la conciencia». El derecho de la conciencia del muerto define así nuestro deber como imperativo categórico. El único lugar de encuentro entre el en-sí y para-sí en la muerte en el estado de cultura son mis propias obras convertidas en exigencias para los otros.

No podremos enterrar a Sartre en el panteón de la Razón Dialéctica como Razón de la Historia. En el panteón de la Razón que él quiso fundar y de cuyo fracaso -al menos como Crítica de la Razón Pura: la Crítica de la Razón Dialéctica quizá pueda ser leída como Crítica de la Razón Práctica- fue plena y lúcidamente consciente.

Paradójicamente, una necrológica debería ser algo así como llevarle el logos a la muerte, Pero, ¿cómo llevar. a la muerte logos alguno que no sea el del sentido que tratamos de dar a nuestra propia vida? Porque, a pesar de la frase evangélica «Dejad que los muertos entierren a sus muertos», sólo si sabemos estar vivos podremos enterrar a nuestros muertos, «desposarlos con el seno de la tierra», recibir de ellos nuestra herencia, para poder entregarles su dote; labrar en lo inerte la marca de la acción que fue una investigación y una construcción permanente de su propio sentido, mantener la tensión de la memoria -en medio de tanta amnesia- de lo que es una obra humana.

Quizá la razón de la Historia sea la razón de Antígona, razón modesta, pero contumaz, razón selectiva e integradora de los sentidos y sus objetivaciones, razón conservadora y subversiva, portadora del único logos posible del absurdo de la muerte: la única necrológica posible.

Celia Amorós es profesora de Filosofía de la Universidad Nacional a Distancia.

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