La encarnación de la República
Ha pasado ya el tiempo necesario para que, con la debida perspectiva histórica, pueda emitirse un juicio de valor sobre la personalidad y el significado de Manuel Azaña en la política española. Confieso que ese juicio de valor no es, ni puede ser, en mi caso, objetivo. Desde que, a los diecisiete años, ingresé en las Juventudes de Acción Republicana sentí una gran admiración por el político, por el escritor, por el español, por el pensador, por el estadista y por el incalculable orador que fue Manuel Azaña. La lectura de sus memorias, y especialmente de las que se intitulan Los españoles en guerra no ha hecho después si no agigantar una figura señera.No son estos elogios indebidos que nazcan solamente de un entusiasmo, en cualquier caso legitimado por una militancia política. Hombre tan poco afín a las ideas de Manuel Azaña como Ricardo de la Cierva, en su obra Historia de la guerra civil española, páginas 647 y 648 dice, textualmente: «Tan prestigiada está en España la figura del intelectual que desde su trono intelectual, nunca abandonado, salta a la cumbre política -precisamente en 1936- el hombre que no solamente encarna ya la República de 1931, sino la misma "república" de Platón: Manuel Azaña, a quien todavía no se ha reconocido en España como una cumbre de la inteligencia española de todos los tiempos.» El libro de donde recojo el párrafo está editado en Madrid, por la Editorial San Martín, en 1969 (el subrayado es mío).
Si este juicio le merece Azaña a Ricardo de la Cierva, no parece hiperbólico que despertara, su actuación política, una admiración sin límites en un joven recién salido del Instituto-Escuela, que volcaba sus entusiasmos en la FUE del año 1934, cuando acababa de nacer, en la universidad española, esta gran pugna, que terminaría después por extenderse a toda la sociedad de la época y degenerar en la odiosa guerra civil.
En las Memorias puede leerse un párrafo sobrecogedor, en que Azaña se confiesa a sí mismo, después de una entrevista con Fernando de los Ríos, cuando ya sus ilusiones, sus esperanzas y su entusiasmo yacen enterrados bajo la capa de odio desatado y de la vesania colectiva que llena a España de cadáveres, la mayoría de ellos inocentes víctimas de una guerra inútil -dice Azaña que no fue nunca indulgente con los defectos de España; ni tampoco con los míos, añade-. ¡Qué patética esta identificación a nivel de España con uno mismo! Y qué pocas gentes de nuestro país han sabido calar en un patriotismo profundo, que se nutre de las esencias mismas de la raza, que ahonda en el ser propio de España, que se siente vivir y morir con la agonía heroica de todo un pueblo, dondequiera que esté, a la derecha o a la izquierda. Basta leer los discursos pronunciados en Valencia y Barcelona en el primero y en el segundo aniversario del comienzo de la guerra para comprender que Azafia se sintió español por encima de todo y que amó la República porque creía que era lo mejor para España: el punto de partida de una España renova,da, continuando de una gloriosa historia a la que de ninguna manera la había llegado su final.
Se ha hablado mucho del fracaso del Azaña político. Pero no se ha analizado, en serio, el mundo de su época, en su íntima relación con el devenir español, un mundo convulso, lleno de intransigencias y extremismos, en el que el sentido liberal y humano apenas encontraba refugio.
La terrible crisis económica de los años treinta, el fascismo italiano, el nazismo alemán, el comunismo ruso, las vacilantes democracias francesa e inglesa, el aislacionismo americano, replegado en sí mismo en la construcción del New Deal de Roosevelt... Las repercusiones de tan contrapuestos factores políticos y económicos sobre un país de ecionomía casi primitiva, sin gentes, con la fonnación y experiencia adecuadas para intentar saltar tan tremendos obstáculos, fueron decisivas para el futuro de la República. Parece como si los españoles estuviéramos condenados a salir de las dictaduras en las circunstancias más terribles y con entornos llenos de angustiosos problemas. Si añadimos a ello la proverbial insolidaridad que caracteriza nuestro vivir, se explica que un hombre sin otra aspiración que construir un «Estado inteligente y justo» tropezase con insalvables murallas de indiferencia, primero; de miedo, después, y de odio, finalmente.
Por eso es injusto hablar de¡ fracaso de un hombre, cuando el fracaso fue de una sociedad acostumbrada, como también este hombre dijo en el Parlamento, «a ser gobernada con la dádiva o con el palo». El fracaso -concepto aleatorio y convencional, si los hay- es preciso buscarlo en esa tremenda batalla de egoísmos desatados, de miedos insuperables, que terminó en el gran holocausto de 1936, empujado por el odio irracional de unos compatriotas contra otros. Pero nadie más lúcido que Manuel Azaña para adivinar la catástrofe; la de España y la suya personal. Nadie con más claridad de juicio, con más serenidad intelectual y con más agónico sentimiento para advertir a los españoles, todos, que con el miedo y con el odio se terminaría en guerra civil y nadie saldría ganando, porque en una guerra civil no puede haber victoria, «pues se triunfa sobre compatriotas».
Este hombre ilustre, cuya compleja personalidad está por desentrañar, bien merece hoy, a los cien años de su nacimiento, un cálido y emocionado recuerdo y el reconocimiento, se piense como se piense, de que él encarnó la República de 1931; que sufrió por España hasta su, muerte y que no aspiró, nunca, a destruir a su adversario. Su inmensa obra literaria y, sobre todo, sus Memorias de guerra deberían ser lectura obligada de todos los españoles de buena fe, para que el escarmiento les avise de lo que no se puede hacer y entierren, de una vez para siempre, la insolidaridad, la aspereza, la violencia, el miedo y el odio.
Esta sola consideración justificaría que hoy, en 1980, cuando en el mundo se escuchan otra vez los preludios de lo que puede convertirse en gran tragedia, nos paremos a meditar sobre la obra inmensa de este español singular que, deseando la paz, se vio obligado a presidir una guerra sin sentido y sin piedad. Y otra vez tenemos que repetirnos los españoles que hemos de convivir juntos; que un gran pueblo no puede caminar confundiendo eternamente los ecos con las voces; que si queremos la libertad de todos no la obtendremos sin gacrificar una parcela de la que consideramos furiosamente nuestra en beneficio de la ajena; que no es un bien -como decía Ortega- del derecho, en la Edad Media-que haya que conquistar a cada paso, sino un privilegio al que hay que saber renunciar para compartir con los demás; que sin responsabilidad para hacerlo así volveremos a hundirnos y a pedir a gritos otro salvador que piense por nosotros. Y seremos impotentes, como Sísifo, para escalar de una vez la ingente montaña llevando sobre nuestros doloridos hombros, para depositarla en la cumbre, la roca de nuestra libertad.
El mejor recuerdo para Manuel Azaña será, sin duda, tener como meta el bienestar de España y como medio para alcanzarlo el conseguir aprender a dar con generosidad y grandeza -que no nos faltan para otros menesteres- la trilogía que, según dijo en uno de sus más brillantes discursos, ahogado por el fragor del combate, la patria eterna debe a todos sus hijos: «paz, piedad y perdón».
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