El drama del hombre, del intelectual y del político
Se ha escrito por esos mundos, y entre otros dislates, que por los gobernantes republicanos de 1931 suben al poder las ideas de la generación del 98. Jamás tópico alguno pudo ser más inexacto. Porque el hombre más representativo de esa República y de esa coyuntura histórica fue Manuel Azaña. Y no hubo critico más lúcido que él de la encrucijada intelectual de fin de siglo. Aquel estudiante alcalaino de clase media, con raíces hidalgas, que tras la áspera experiencia escurialense se zambulle en el Madrid de primeros de siglo (cuando como él recordaba, en la clase de Giner, «comenzaron a removerse y a cuartearse los posos que la rutina mental en que me criaron iba dejando dentro de mí»), estuvo pronto dotado de un sentido de modernidad y de una lucidez de análisis que le permitirían desmontar varios mitos esenciales del panorama intelectual y político de la época, el del 98, el del regeneracionismo y el que podríamos llamar «ganivetiano».Haciendo uso implacable de la razón, Azaña realiza la crítica a la crítica que a final de siglo hacen intelectuales de la pequeña burguesía a la sociedad hechura de Cánovas, la oligarquía y sus caciques. Pero no -y ahí está lo decisivo- para volver atrás, sino para superarla de acuerdo con las exigencias del siglo XX. La pulcritud de Azaña en el análisis, en el juicio y en el lenguaje le sirven para tomar y dar conciencia de que a la contemporaneidad española (me estoy refiriendo a los años veinte) no le valen ya las categorías decimonónicas, empezando por ese liberalismo al que, sin embargo, no quiere renunciar.
Azaña, que descubre el sentido anticrítico y de «legitimación» de valores en trance de naufragio que tiene El idearium español, aprovecha para sentar un principio de racionalidad de alto valor que no hay que confundir las emociones con losjuicios «y, al amparo de un goce estético, pasar de contrabando, como verdades probadas, las imaginaciones del autor». Y, sobre todo, en su trabajo ¡Todavía el 98!, publicado en dos números de la revista España, en 1923, cuando era subdirector, deshace la confusión sobre «ideas del 98», reduciendo la tal generación a su dimensión literaria. Calando más hondo, critica Azaña el regeneracionismo de Costa y Picavea: pan, escuelas, regadíos, repoblación forestal y otros remedios. «Muy bien», dice don Manuel, «mas ¿quién ha de costear el pan y las obras?, ¿quién regentará la escuela?, ¿de quién será la tierra, esté seca o regada?» En dos líneas ha disipado el espejismo y ha sentado el problema sobre su base socioeconómica; porque este liberal del siglo XX se apoyaba en la realidad de la historia.
En su discurso del teatro Pardiñas (febrero 1934), Azaña traza el esquema de la historia de España desde comienzos del siglo XIX, una sociedad en descomposición, falto el régimen de masa popular, con un sistema parlamentario sólo en vigor para unos cientos de familias.
Porque, ciertamente, Azaña coincide con Ortega en que habían faltado minorias directoras, pero insiste sobre todo en el protagonismo del pueblo. Ha comprendido que en el siglo XX el liberalismo del XIX no es nada si no es democrático, sustentado por las muchedumbres y en el ascenso de las nuevas clases sociales. Desde muy pronto marca Azaña las distancias: «Unos por anarquismo», dice, «otros por caciquismo agarbanzado, que siempre están soñando con el reinado de Isabel la Católica, casi ninguno confía en la organización de las fuerzas populares.»
Liberal y demócrata
El intelectual Manuel Azaña se encontrará en dos momentos históricos al frente de los destinos de España. Intentemos comprender su drama. El era un liberal y un demócrata, afanoso por comprender la realidad de su tiempo; su lucidez le permitió ver la inadecuación de los esquemas liberales del siglo XIX a la realidad sociopolítica del XX. «El mundo padece revolución», dice, «se transforma la sociedad y el asiento del equilibrio social se cambia». Y Manuel Azaña lo acepta y lo defiende con el propósito de «encauzar las masas encrespadas del pueblo español por la vía del sufragio».
Azaña representa la modernidad frente al regeneracionismo; en la línea moralizante de otros hombres públicos españoles (Pi, Gener, Iglesias) cree en el valor moral del pueblo y comulga con la concepción roussoniana de que la única manera de hacer política es el ejercicio de la voluntad popular. Pero Azaña no puede escapar a su circunstancia «ideológica»; Azaña cree en la neutralidad del Estado, y el hombre a quien sus adversarios trataron de pérfido y malvado (en forma tan soez y a veces conviene recordar) era tan cándido que, en nombre de esa neutralidad, toleraba en altos puestos del aparato de Estado a quienes se preparaban para agredir a lo que aquel Estado representaba.
Azaña, que anota en su cuadernillo, la noche del 25 de julio de 1931, «por qué la policía no nos sirve, por inepta o por desleal», así como otras tribulaciones sobre los mandos militares con que tiene que actuar, ¿aprovechó aquella experiencia de hombre de Estado? Me inclino a pensar que no, por cuanto en 1936 y desde los aparatos de seguridad y defensa se conspiró otra vez contra la democracia.
«Una vez más hay que segar el trigo en verde», se dice Azaña el 19 de febrero de 1936, cuando no le es posible renunciar al ejercicio del poder. El intelectual había soñado una vez más en el esquema que él había estudiado como moderno, el que había aprendido en la práctica constitucional francesa e inglesa, sin pensar quizá que esos mecanismos constitucionales habían sido ya triturados en Alemania. Pensaba que Portela seguiría en el Gobierno hasta que se abriesen las Cortes, etcétera; eso era olvi dar que en España había 30.000 presos políticos (razón es pecífica y principalísima de la formación y del triunfo electoral del frente popular español), que desde el Estado Mayor se conspiraba, que los yunteros a quienes les habían quitado la tierra que antes se les diera no iban a soportar los plazos del ordenancismo adminis trativo. Sí, había que segar el trigo en verde; ése era el drama de Manuel Azaña.
Nos queda la duda de si recordó entonces aquellas líneas suyas: «De quién será la tierra, esté seca o regada?» Porque eso, ni más ni menos, era lo que estaba en juego. ¿Segaban en verde las decenas de millares de campesinos extremeños que tomaron las tierras al amanecer del 25 de marzo? Probablemente así lo creyeron quienes desataron una guerra cuyos vencedores se apresuraron a abolir la reforma agraria y a decretar que todas las tierras, «secas o regadas», se devolviesen a sus antiguos propietarios. Más de una vez reflexionaría sobre ello Azaña en sus últimos y tristes tiempos de Montauban, cuando, como él había previsto, se le rompió el corazón de tanto sufrir por España.
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