Una batalla de prestigio entre las dos superpotencias
El 14de octubre de 1954 se captaron por primera vez en el mundo las señales acústicas de un objeto artificial enviado al espacio por el hombre: el hombre era ruso, y la necesaria alegría que debía producir un hecho. científico de esa envergadura quedó empañada en el mundo occidental por un sentimiento de fracaso, de consternación , de miedo. La muerte de Stalin -mas de un año antes- no había producido todavía ningún alivio en la tensión internacional. Francia acababa de perder la batalla de Dien Bien Phu, en Indochina. Se había decidido el rearme de Alemania Federal y su ingreso en la OTAN (el tratado se firmó unos días después del Sputnik, en París). En Estados Unidos declinaba el poder de McCarthy.La agencia soviética Tass atribuía -el día 5- el paso científico a las excelencias. del socialismo. Después de una esplendorosa profecía -que se cumpliría- en la que anunciaba que los satélites artificiales abrirían el camino al viaje espacial, anunciaba que «la generación presente es testigo de cómo la libre y consciente labor del pueblo soviético convierte en realidad hasta el más osado de los sueños del hombre». El Sputnik (literalmente, «compañero de viaje»; un viajero que viajaba acompañando el viaje de otro, la Tierra) emitía incesantemente su bip-bip, que todas las emisoras de radio del mundo transmitían.
Las reacciones fueron generalmente despechadas. Un almirante americano -Rawson Bennet, jefe de la Oficina de Investigación Naval- se asombraba del asombro. Todo por «un pedazo de hierro que. casi cualquiera podría lanzar». El presidente Eisenhower, por su secretario de prensa, era correcto y despectivo: el Sputnik tenía «un interés científico», pero la verdad es que Estados Unidos nunca había pensado que su programa espacial hubiera de entablar una carrera con el soviético: no merecía la pena. Pocas posiciones tan singulares como la de un influyente periodista español, al que se atribuía la expresión oficiosa del Ministerio de Asuntos Exteriores (en realidad, pesaba más su opinión en el Ministerio que la del Ministerio en él) para el cual todo era una ficción: los rusos, decía, emiten la señal de radio desde un punto secreto de Siberia y hacen creer al mundo que han llegado al espacio; a quien le discutía, le llamaba incauto. En realidad, seguía una escuela de pensamiento a la española. Cuando tiempo atrás se había producido la primera explosión atómica soviética, el propio general Franco -y no sería extraño que estuviese influido por ese mismo periodista- declaraba que podría ser una inmensa cantidad de trilita en un punto remoto de la URSS para engañar al mundo y disuadir a Occidente de un ataque.
Todo esto obedecía a una mentalidad: la larga creación de la idea de que la URSS era un país bárbaro, un inmenso trozo de la Tierra cubierto de barro y nieve -los divisionarios azules siempre regresaban contando que no habían visto más que barro, nieve y miseria-, poblado por rústicos asiáticos. Todo lo más se les podía atribuir cierta astucia de campesinos. como para preparar esas trampas. Y una alianza demoniaca, una sencilla cuestión de antieristo. El ministro Arias Salgado había explicado que Stalin acudía a un pozo de mina desafectado, que por él asomaba Satanás y que le daba consignas e instrucciones. La defensa estaría, por tanto, en fortalecer los valores cristianos de la Humanidad.
En Estados Unidos se habían mantenido creencias no tan primarias, pero sí bastante parecidas. La primera bomba atómica soviética se habla atribuido al robo de planos y documentos: sólo la técnica americana podría construir el terrible ingenio, y la URSS la había robado. Se produjo la paranoia del espionaje, que llevó a la cámara de gas a los esposos Rosenberg, y la enorme contracción política del sistema de McCarthy, que en algunos casos llegó a ser prácticamente un fascismo. El nuevo golpe era terrible. El «pedazo de hierro» del almirante Rawson Benet era prácticamente eso, con algún ingenio cintífico dentro: una esfera de poco más de medio metro de diám etro y de ochIenta kilos de peso. Pero veintinueve días después el Sputnik 2 pesaba ya más de quinientos kilos, llevaba un complejo sistema de transmisiones científicas y un perro -la perrilla Laika-, en un espacio que fácilmente podía ser ocupado por un hombre.
Esta vez Eisenhower fue menos despectivo: inmediatamente nombró un asesor especial de la Casa Blanca para asuntos espaciales y dio orden al Ejército de poner en órbita un satélite. El Departamento de Defensa anunció que lo pondría en órbita el 4 de diciembre, y fue una desgracia. Una serie de averías frustraron el lanzamiento durante dos días. Al fin se consiguió el 6 de diciembre: apenas voló unos segundos cuando estalló en mil pedazos. Desde Moscú, Jruschov pronunció unas palabras benévolas. Los satélites soviéticos se encontraban «solos» en el espacio: «están esperando que lleguen los satélites americanos para unirse con ellos». Habría que esperar al 1 de febrero de 1958: el Explorer 1 -la altura de un hombre, catorce kilos de peso pudo- llegar al espacio; mes y medio después, el Vanguard era un minúsculo sateletillo de kilo y medio; y el 26 de marzo volaba el Explorer 3, de las mismas características que el primero. Pequeños intentos, disminuidos aún por el nuevo lanzamiento soviético: el 15 de mayo, el Sputnik 3 era ya un cono gigante de 1.327 kilos.
A pesar de lo que había dicho Eisenhower, la carrera estaba en marcha. Y el mecanismo que el presidente, los hombres del Ejército, la Aviación y la Marina, y luego la NASA, iba a funcionar. Iba a Regar, once años d espués , el primer hombre a la Luna, después de haber pasado por otras amarguras, como la de que los astronautas soviéticos fueran los primeros en salir al espacio exterior y volver cómodamente a la Tierra.
De la guerra
para la guerra
Cuando Eisenhower había d icho, con ocasión del Sputnik, que era un experimento de gran interés científico, era sólo una media verdad. El problema'no era solamente el científico y el del enorme efecto de propaganda: era el militar. Todo el tema espacl al es un tema militar. Se había iniciado como un esfuerzo militar, el de Von Braun, para suministrar a la Alemania de Hitler un arma invencible -las V-1, las V-2-; fue el propio Von Braun el que, trasplantado a Estados Unidos con sus técnicos y su laboratorio, como riquísimo botín de guerra, produjo los primeros misiles.
La idea de llegar a la Luna estaba en la mente de Von Braun desde la infancia: todo su esfuerzo estaba en ese objetivo y probablemente en otros más lejanos. La Luna no era solamente un satélite lejano, misterioso y soñado por el hombre -desde que imaginó que el profeta Ellas podía llegar a ella en un carro de fuego-, sino también la posibilidad de una base militar desde la que dominar la Tierra. Podría ser también un refugio - se ha visto que no- para la huida de los buenos en el caso de una destrucción de la Tierra (una repetición del mito del arca de Noé).
Toda la cuestión de los satélites era de balística. Más importante aún -desde esa óptica- que los propios objetos espaciales era el proyectil capaz de colocarlos con esa exactitud. Con la bomba atómica miniaturizada, con la bomba de hidrógeno -que los soviéticos habían anunciado un año antes del viaje del Sputnik I- y con esos cohetes, ningún punto del Globo era ya invulnerable. No lo era Estados Unidos. La guerra no había llegado jamás a su territorio: la habían exportado, pero no la habían importado. Ya podía llegar, y ese era el drama. Se estudiaban febrilmente los medios para parar esos proyectiles; pero sobre todo se estudiaba, y se iba consiguiendo, la capacidad de la respuesta disuasoria. Pero los sobresaltos eran continuamente graves. Jruschov visitó Estados Unidos a partir del 3 de agosto de 1959: diecinueve horas después de su llegada, se anunciaba el impacto de su primer satélite lunar, el Lunik 2. Se había posado en el punto exacto del Mar de la Tranquilidad, y los soviéticos anunciaban que había sufrido un retraso de 84 segundos. Cuando Eisenhower recibió a Jruschov en la Casa Blanca, éste llevaba en las manos un regalo: una reproducción exacta del Lunik. Fue una escena amarga. (En aquella misma recepción, Jruschov conoció a Allen Dulles, jefe de la CIA, y le dijo estas palabras: «Supongo que usted y yo recibimos los mismos informes secretos. Y, probablemente, de los mismos agentes.»)
La promesa de Kennedy
Estados Unidos iba a fallar sucesivamente todos sus lanzamientos en dirección a la Luna. Los Pioneer, los Rangers... Sin embargo, Kennedy, ya presidente, iba a hacer una proeza fir me: durante la década 1960-1970 pondría un hombre en la Luna. Y Estados Unidos lo haría antes que nadie. Hubo que esperar a 1966 para un buen vuelo y un aterrizaje blando en la superficie lunar -el del Surveyor-; tiempo menos amargo, porque los soviéticos, a su vez, anunciaban otros fracasos. Se llegó a tener la convicción en Estados Unidos de que la promesa de Kennedy no podría ser cumplida, sobre todo cuando se abrasaron en su cabina, en tierra, los tres tripulantes del Apolo, en 1967, y todos los programas hubieron de ser retrasados para mayores verificaciones.
Sin embargo, estaba terminando ya la década cuando llegó a ser pisada la Luna por dos astronautas americanos: la carrera, al menos en su aspecto enormemente popular y, sin duda, en el científico, estaba ganada. Con un sentido enormemente práctico -y también porque el tema propagandístico estaba agotado- los soviéticos dejaron de manifestar su interés por la Luna y dirigieron la carrera hacia otra meta.
La noche de la Luna
La noche de la Luna fue justamente memorable, y la conmemoramos ahora. Los saltos torpes y distantes del astronauta Armstrong y de su compañero Aldrin, que podrían recordamos la imagen del antropoide, del que descendemos, tenían una belleza emotiva más que plástica; colmaban un viejo sueño y, sin duda, destruían viejos mitos lunares. Quizá podríamos maravillarnos más aún de que lo estuviéramos viendo simultáneamente: es decir, del sentido de participación de la Humanidad espectadora. Era, sin duda, una fascinación; la forma de comprendernos todos en el vuelo era puramente imaginaria. Arinstrong cuenta ahora -profesor de Universidad y anunciante de coches en la televisión- que no tuvo un sentido patriótico cuando pisaba la Luna, sino un sentido de Humanidad. Es indudable que fue así, pero, al mismo tiempo, no percibla tampoco la realidad. El vuelo tenía una pertenencia, como sus alcances científicos y militares; y el primer Sputnik, los primeros vuelos soviéticos tripulados, también tenían una propiedad, incluso más allá del círculo socialista a la que los adscribía la agencia Tass.
Hay un contraste entre lo conseguido y el impulso conseguidor, y es que éste no ha salido nunca de la mezquindad original. El hecho mismo de que Arinstrong sea un triunfador y su compañero Aldrin haya torcido su biografía hasta extremos que se describen como dramáticos por la frustración de no haber sido el primer hombre en la Luna, sino el segundo, con unos minutos de diferencia, nos están hablando de esa mezquindad permanente. No es a Aldrin a quien la marca de automóviles enriquece para anunciar sus vehículos, ni a quien una Universidad nombra catedrático, porque él fue el segundo y no el primero. Unos minutos fatales para una biografía humana.
Abstracción de la Humanidad
El sentido de la universalidad de la gran aventura tiene también otra óptica posible: la de que la Humanídad es un puro concepto abstracto, y su mayúscula una convención vacía. La Humanidad no avanza como un bloque sólido, con una entidad única. Es como un elástico: una punta parece irremisiblemente adherida a zonas casi prehistóricas, mientras la otra es la que adelanta. Están conviviendo simultáneamente todas las civilizaciones, desde ciertas poblaciones que consideramos primitivas, como algunas zonas de los aborígenes de Australia, algunas tribus apenas conocidas del Amazonas, hasta el centro de cabo Cañaveral, si es que podernos considerarle como el punto más avanzado de la civilización. En el intermedio de este elásticidad se pueden encon,r,rar modelos de vida que corresponden, desde nuestra peculiar visión histórica, a las más distin.tas épocas: hay edades medias y renacimientos, hay edades del hierro y hay feudalismos.
El tirón del elástico va aumentanto la tensión. Es, por tanto, inexacto decir que el desembarco lunar -o el alunizaje, como la palabra que se inventó entonces y que no ha tenido ocasión de ser utilizada después- fue un beneficio para la Humanidad. No es ni siquiera honesto emplearlo cuando se trata de un solo país, como la Unión Soviética o los mismos Estados Unidos. Entre el gran centro espacial soviético y la vida de los uzbekos, pongamos por ejerriplo, hay también una considerable el,asticidad que no corresponde al concepto del socialismo. Como la hay en Estados Unidos entre cabo Cañaveral y determinados ghettos o Formas de vida miserable en cualquier punto del Bronx de Nueva York.
Todo ello, y cierta ansiedad propia de la sociedad de consumo empaña considerablemente la conmemoración del vuelo lunar. El fenómeno del hastío es importante y considerable. Entre eISputník de 1954 y el paseo lunar de 1969 median catorce años, en los que la progresión de las dos astronáuticas paralelas, los sucesivos y mutuos fracasos, los éxitos graduales, producen un sentido de ilusión. Se mezclan en el espectador -y con más fuerza en los connacionales de la aventura, en los soviéticos y en los americanos- unos determinados componentes de política, patriotismo, mitología del sentido de la Humanidad -sin mayor detenimiento a considerar qué es la Humanidad, o cuántas y cuán diferentes son las hurrianidades- y ese triste sustituto de las verdaderas emociones significantes que es el sentido deportivo, la ansiedad de la conipetición y el espíritu de juego. En el mundo de Occidente todo se inscribe dentro de la sociedad de consumo. No cabe duda de que la presentación y la expectación ante el televisor doméstico [orman parte del ansia de lo nuevo y de la esperanza de que algo nos va a producir la mejora decisiva en nuestras vidas. El consumista no puede corriprender fácilmente que acontecimientos como la aparición del DDT -dicloro difenil tricloroetano aportó muchos más beneficios inmediatos a la Humanidad en abstracto que el viaje a la Luna y todo el sistema espacial. Por ejemplo, un renacer de Africa, una modificación en las tablas de mortalidad infantil, una utilización de las junglas, una prolongación de la vida humana en ciertas zonas del mundo se debieron al DDT, y produjeron una serie de alteraciones geopolíticas que no han cesado.
Para el consumista occidental, o para el viejo complejo de inferioridad soviético, el viaje espacial tenía -y los medios de comunicación se lo decían así- algo de propio, algo que podía colmar su vida. Pero a partir de esos quince años inaugurales y augurales sobreviene cierto parón, siempre en el sentido del consumismo. Probablemente la exploración celeste del Skylab, que acaba de caer sobre Australia, tiene mayor incidencia científica que los vuelos lunares; pero ya el espectador no percibe de él más que el azar y el riesgo, la supuesta inutilidad de los viajes espaciales, la enorme carestía de los proyectos. Ha dado tiempo, en estos diez anos transcurridos, a que se produzca el desencanto. Con el consumismo pasa como con las drogas -es probablemente una droga, llega a ser una adicción-: que el goce es cada vez más efímero y el espacio entre las tomas se va acortando cada vez más, hasta que llegan a ser inútiles. La emoción de los quince años miciales es irrepetible-, la noche de la Luna, de hace diez años, es irrepetible también. No se ha producido una emoción que la supere. A partir de ahí comienza el desencanto, el hastío; una forma de desinterés. Alguien dijo hace poco por Televisión Española que el tema del riess,o del Skylab podría ser una creación de la NASA para levantar de nuevo el Interés por la cuestión espacial y recuperar créditos del Gobierno. La cuestión fue desmentida, como es natural: no tenía sentido. Pero sin duda representaba una opinión considerable. En primer lugar, reflejaba ese estado de ánimo de desinterés creciente. En segundo lugar, una atmósfera suspicaz. Notemos que era mucho más positiva la ira inicial de Occidente porque los primeros satélites y los primeros éxitos fueran soviéticos que esta indiferencia en que se va desenvolviendo el tema espacial.
Justicia. Injusticia
de la indiferencia
Como todas las indiferencias, tiene un aspecto justo, aunque tenga mucho de injusto. El aspecto justo es la auténtica sospecha de que todo el gran programa sea, como lo es, una máquina de guerra mutua, y el más importante de que los enormes gastos de la aventura, como todos los preparativos de guerra que quizá no haya -la industria militar es el máximo exponente del consumismo: los inventos y las creaciones se con sumen, anticuados y fuera de juego, en sus asilos, sin haber sido utilizados nunca, como un gigantesco despilfarro-, podrían sufragar precisamente el despegue de ciertas civilizaciones ancladas en el pasado o mitigar el hambre y la infelicidad del mundo.
Es uno de los grandes temas demagógicos más extendidos; y la palabra demagogia no siempre tiene sentido peyorativo. El aspecto injusto es que la aventura espacial no es baldía. Por ejemplo, ciertas posibilidades de obtención de energía futura, más limpia y barata que el efímero petróleo, se están consiguiendo en los experimentos especiales de Estados Unidos. La URSS cree que los ensayos de tecnologías nuevas que se hacen en sus estaciones espaciales van a rendir frutos importantes a partir del año 2000, y hablan de ensayos «de valor agrícola y ganadero». El Skylab, con su equipo EREP, ha estado observando y sopesando, por así decirlo, la Tierra desde un punto óptimo para introducir ciertas mejoras. El académico soviético Glushko ha explicado que hay que contar en el futuro con explotaciones mineras en la Luna y en otros planetas del sistema solar. No contemos con realizaciones que parecen menores hasta ahora, pero que son de importancia, como la información meteorológica, la transmisión de comunicaciones y de informaciones, los estudios sobre la mejor utilización de la tecnosfera -neologismo que indica el ámbito en que se desarrolla la actividad artificial humana-, etcétera, son logros ya interesantes.
Puede dudarse, naturalmente, de la buena utilización de estos recursos, y eso nos lleva ya al sentido de propiedad particular y no al de Humanidad. Es decir, si todo el hecho espacial puede ser utilizado para lo mezquino en lugar de para lo ideal. Una de las grandes sospechas planteadas hoy es la de si los satélites que circundan la Tierra pueden estar cargados de bombas atómicas que podrían dejar caer en un momento dado en un punto dado. No son sospechas infundadas en su origen. Estados Unidos tuvo un proyecto llamado MOL (manned orbiting laboratory), que comprendía ese carácter ofensivo, y describieron con otras siglas, FOBS, un programa similar de la URSS: first orbit bomb system. Las noticias es que los dos países han renunciado a esta posibilidad, demasiado peligrosa y demasiado expuesta a un accidente. La mayor parte de las opiniones científicascoinciden en señalar que hoy no hay armas en el espacio. Pero nada se opone a que las pudiera haber, sobre todo en un momento determinado. Sería una versión probablemente final de la espada de Damocles.
La idea final de los proyectos espaciales es la de la incorporación del Cosmos a la Tierra. El Cosmos es una palabra equívoca. Puede significar cierta distancia, como puede significar un infinito. Puede indicar el contacto y quizá la dominación de formas de vida lejanas, como la idea contraria, la de que las vidas lejanas pudieran dominarnos a nosotros. Son temas que pertenecen, por ahora, a la ficción científica. Lo imaginado hasta ahora es la asimilación de una amplia franja posible, incluso habitable, que fuera en beneficio de los habitantes de la Tierra.
La reforma de la mezquindad
Las ventajas o dificultades de esta idea de futuro reposan, sobre todo, en un aspecto de lo que llamamos conciencia. Es algo muy conocido que el progreso en lanza de la técnica y de la ciencia no se corresponde en absoluto con un progreso en la mentalidad humana, donde ciertas formas de lucha, de concurrencia, de ansiedad y de destrucción siguen dominando la construcción de las distintas sociedades. Es indudable que una aplicación intensiva para la modificación de esta forma de mezquindad debería ser previa a los pasos puramente técnicos, que de otra forma sólo estarán a su servicio. Pero cabe siempre la idea de que sin esa agresividad y sin esa mezquindad el estímulo espacial -como todo estímulo técnico- existiría. Y, por tanto, caben las dudas de si merece o no merece la pena que el progreso técnico-científico sea, en realidad, productor de cierto cáncer de la vida humana que es su higiene mental.
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