Hoy se celebra el homenaje a Juana Mordó
Le ha sido concedida la medalla de oro de Bellas Artes
Cuando Juana Mordó llegó a España, en los primeros años cuarenta, la cultura madrileña se aglutinaba en torno a Don Eugenio D'Ors. Ella, viuda ya, traía algunas cosas de su casa de Berlín, por ejemplo, ese piano que ahora pertenece a la Casa Americana. Traía una infatigable y lúcida cultura francesa, ese cosmopolitismo que sólo determinados sertores de la burguesía pueden permitirse, y una curiosidad y un don de gentes que rápidamente le hizo granjearse los cariños de la gente que entonces era la cultura en Madrid. Por entonces, sus aficiones se las llevaba la literatura: Juana Mordó se encargaba del programa cultural de radio emitido en francés, con esa severidad y esa disciplina que la caracteriza.Cuando llegó, se instaló en la residencia Víctor Hugo. Allí empezaría a recibir en su salón literario y cultural, paralelo al de Eugenio D'Ors, los sábados de Juana, el primer sábado de cada mes. Se las agenciaba para que todo el que hiciera algo interesante pasara por su casa, y más, después, cuando ya tenía su piso lleno de gatos siameses, que encerraba convenientemente en la cocina a la hora de recibir.
Su casa es pequeña, pensada más como un pied á terre para estar con los amigos: por ejemplo, no hay camas. Juana Mordó duerme en un sofá corto, segundo imperio. Carlos García dice siempre que Juana tiene que tener mucho sueño porque no duerme por las noches y, además, es muy madrugadora. Pero ella que, según sus amigos desde siempre desenchufa a ratitos de la conversación, y sonríe, y duerme unos segundos como dicen los japoneses que hay que hacer para descansar; ella dice: «Yo no duermo, cierro los ojos.»
Juana Mordó descubrió, por ejemplo, a José Luis Aranguren. Al parecer, el filósofo -y estamos hablando de los muy primeros años cincuenta, tal vez de los últimos cuarenta- se estrenaba con una biografía o un ensayo sobre Eugenio D'Ors. Juana Mordo lo traducía al francés y todo el mundo decía que Aranguren era un pseudónimo del propio D'Ors. Cuando Juana se encontró con algunos problemas de traducción, el profesor le presentó al entonces joven autor. Y Juana le introdujo, inmediatamente en sus sábados.
Los sábados de Juana eran más bien literarios. A sus amistades primeras las había conocido Juana Mordó en la Universidad de Verano de Santander, y eran Laín Entralgo, Ridruejo, Castiella, Vivanco, Luis Rosales. Luego empezaron a venir los pintores, como Benjamín Palencia o Ferrán. Entonces, además de ese programa de radio en francés, Juana Mordó llevaba La Rosa de los Vientos, una colección de grabados y poemas que publicaba en su retiro catalán José Pla.
Seguramente, el hecho cultural más importante en la vida de Juana Mordó -y que sin ella es posible que no lo hubiera sido tanto- fue el grupo El Paso: la eclosión de aquel grupo de entonces jóvenes pintores, tan coherente, tan revolucionario en sus formas, tan nuevo. En 1952 Juana Mordó conoció a los hermanos Saura y a José Ayllón, en un viaje a Cuenca. En uno de aquellos viajes, años más tarde, tendría que separar a dos de El Paso que discutían acaloradamente por una cerámica. «Que no se diga que dos españoles se van a matar por un toro», dicen que dijo Juana, con los brazos en cruz, y acento dramático, para terminar la discusión. Y, al parecer, se acababan todas, y a la hora de los piques ahí estaba Juana Mordó para resolverlos, para unir a la gente, no importa su ideología o su manera de ser. Los jóvenes pintores de El Paso empezaron a ir por sus sábados, comiendo como leones aquellos maravillosos sandwiches con mantequilla, arrasando con el vino, eso sí, bebido en el propio vaso: Juana tiene una vajilla numerada, y cada uno debe conservar el suyo. «Y es que», dice Virtudes Giménez Cacho, «Juana tuvo siempre la manía de la educación. Ella es muy educada, y nos educaba a todos.» Regañaba al que se mordía las uñas, no admitía el palillo en la encía, quitaba a las mujeres la mano de la cara, porque salen arrugas. Y es que Juana Mordó, impecable siempre, es extraordinariamente coqueta.
El grupo El Paso saltó en el 59, cuando Juana ya estaba en la galería Biosca. Pocos años más tarde -y la propia Juana Mordó lo cuenta en esta página- abriría su propia galería, porque «los artistas preferían trabajar con ella». Para entonces, su sala era un poco el centro del arte abstracto español. De la vanguardia española. Y Juana Mordó, que nunca se lo tomó sólo como un negocio, sacrificó un poco esas aficiones literarias largamente cultivadas, y se arriesgó por todo lo que ella creía. Si se ha podido decir que vivir es colaborar, Juana tiene hermosas historias que contar: sus amigos cuentan, por ejemplo, y para recuerdo de muchos, aquella vez en que, en los primeros años cincuenta, colaboraron para la realización de una exposición de escultura, internacional, al aire libre, del Retiro. Cuando llegaron el entonces ministro de Educación, Joaquín Ruiz Jiménez, y los embajadores de los países invitados, se encontraron con las esculturas que Gallego Burín había querido figurativas, cubiertas por sábanas blancas, no fueran a escandalizar a jóvenes congregantes que clausuraban entonces un congreso. Alguna fue desnudada y se armó Troya.
Pero las cosas fueron saliendo para adelante. Ya metida en el mundo del mercado del arte, Juana Mordó tendría que convencer a los mismos que hoy están tan orgullosos de sus cuadros de Millares o de Saura, o de Feito o de Guerrero, de que aquello no sólo era hermoso, sino, además, de que merecía la pena invertir. Y un poco en sus manos se fueron creando los coleccionistas de nuevo cuño, los que correspondían a aquella generación que entró a saco con sus sandwiches los primeros sábados de mes. Ahora Juana tiene por delante otra tarea: traer a los extranjeros, que, salvo los más grandes nombres, son desconocidos en España.
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