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Achicoria sin pasodobles

Como decir pudiera Joaquín Vidal, convirtieron el histórico ruedo en una placita de tienta. El personal, atrabiliario y elegante a un tiempo, iba llenando de color parchís la zona más lagarta del graderío. Bajo un hermoso cielo avellanado que daba largas al atardecer, podían verse toquillas, serillos, monos, jugosas camisetas, botas de vino y algún que otro sombrero de jipijapa. Y rostros pálidos. Y un rebosar empavesado de bigotes o plumas. Los hombres de frigorífico apocado ofrecían cervezas y patatas fritas; para cicatrizar las mil cornadas de su reclamo ahíto, un bárbaro alarido pronunciaban sus bocas: «¡Alegría! ¡Alegría! » Desde una carrocil mirada -¿hay otra?-, aquello no guardaba diferencia excesiva con chochas asambleas universitarias; sólo el olor del humo iba cegando al trote la ociosa semejanza. Además, macarrillas de torso desnudo desdibujaban con herrumbre lucía la ácida remembranza. Para colmo, la presencia palpable de Angela Molina, voladora y radiante, hablaba por sí sola de otros tiempos si no de otro país. Luis Pastor iba y venía con su cara de muy buenos amigos. Sarrión comía pipas sin cesar. Y el pintor Zachrisson se hallaba muy feliz al tener la certeza de no toparse con ningún colega en aquel rojo ruedo musical. Había, por si acaso, mucha gente de Cuenca huída de la quema. Y todos nos decíamos, antes ya de empezar, que cómo acabaría aquella fiesta. Porque no siempre se ha de reír con Demócrito ni siempre se ha de llorar con Heráclito, pero hay esperas rítmicas que en poco o nada invitan a la esperanza.Cuando Iceberg asoma sus ringorrangos asardanados, el gentío ya sabe que ha venido a buscar abrojos en vez de trigo limpio, ortigas en lugar de golosinas. Los afligidos hijos de la noche quieren una serpiente por consejera y un perro como educador fiel de sus huecos veranos. Se han equivocado de acudidero. Entre apacibles luces, llueven palomas, ruiseñores y notas mansas como catedrales. Empiezan los bostezos. Susurros son chillidos: «¡Marcha! ¡Queremos marcha! » La prudencia sin techo es sorda a los clamores. Solamente un enano baila con frenesí, ajeno a los gemidos del dilatado espacio.

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El entreacto arroja la luz de otra verdad sobre Las Ventas. Mientras la muchedumbre libra sus posaderas espartanas del estrecho contacto con la piedra, estalla la algazara al escucharse una canción de Manzanita. ¿Entonces? Prohibidas las preguntas. Una mozuela de chaleco verde y generosas rajas laterales en su blanco vestido baila al son de los mares del sur. El enano se ciñe al oleaje.

Después del apagón central, los héroes del jazz rock. Efímero espejismo del reino de Miles Davis para los hijos de la noche. Sólo un quebrantaolas de mártires con causa rodea a los pianistas sofisticados. En las gradas, la bronca va aumentando. Casi nadie parece estar dispuesto a adentrarse por los meandros verdes del hisopazo eléctrico, En posición combada, miles de fumadores buscan su propia salvación. Crecen los bostezos. Chillidos son mordiscos: «¡Marcha! ¡Queremos marcha!» Alguien llega hasta el fondo: «¡Queremos pasodobles! » Solamente el enano sigue bailando como un tal, sensible, al parecer, a ese diluvio tibio de tiernas florituras parajazzísticas. El gentío se viste con luciérnagas falsas que adquieren forma de diademas, pulseras y collares. Una voz interroga al más allá: «Tierno, ¿dónde te metes?» Y, sí, nuestro alcalde tal vez nunca debió faltar a este concierto. Sin embargo, forofo de zarzuelas, nos privó de su grave autoridad moral para subir al escenario y decirle con tacto a los culpables: «Señorías, mis súbditos se amuerman».

El aburrimiento, en verdad, era solemne. Chick y Herbie escarbaban con obstinada mansedumbre en los teclados. Talento desplazado. Empalago y adioses. Cuando, con masoquismo vengativo, son invitados a reaparecer, van y hasta reaparecen. «¡ Marcha! », grita la chusma. «i Que se besen! », añade un solitario. Y uno se teme mucho esta prolongación de la marcha nupcial. Pero no. Se despendolan de malas a penúltimas, facilito, taconean, eructan, bailan. El público se olvida de las tediosas caricias preliminares y cae en el orgasmo de la estocada final. A mi lado, alguien comenta: -¡Dioses! ¿No será que nos gusta Lola Flores y no estamos dispuestos a confesarlo?

Apoyado en una de las torres amarillas que sirven de soporte a proyectores, llora el enano más marchoso. Justo ahora, cuando llegó por fin la ansiada rebelión de las masas, a él no le quedan fuerzas para nada.

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