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Reportaje:

Corea, Hancock e Iceberg, entre la piedra y el polvo

Ciertamente la valla que separaba el escenario del alto estrado fue en la Monumental de Las Ventas algo más que un obstáculo físico. En realidad, ese anémico muro diferenciaba dos mundos: uno del cual emanaban sonidos varios, y otro, en el que el público (5.000 Personas) sufría los duros bancos de granito o el polvo del ruedo. Todo ello frente a un altar de música dominado por la grúa fálica que sostenía de manera algo improbable un baldaquino plastificado y horrendo.El concierto había de comenzar con Iceberg, que realizaban aquí su despedida práctica de Madrid, aunque no lo manifestaran en ningún momento.

La gente aún estaba acostumbrándose al coso cuando comienzan los catalanes a un volumen tan ridículo que aquello exudaba un cierto aire clandestino. La pura verdad es que para ser una despedida, y en este marco, Iceberg sonó peor que mal. Al comienzo de su actuación no se escuchaba ni el bajo ni la batería, hecho éste que, sumado a una música algo deslabazada, dejaba los solos de Max (guitarra) y Kitflus (teclados) pinzados en una especie de éter sin conexión posible con las expectativas del sufrido público. Según iban pasando los minutos se iba arreglando algo el dichoso sonido (siguió sin escucharse el bajo todo el tiempo) hasta que, casi al final, y en un solo tema, Iceberg demostró que ha sido uno de los pocos grupos españoles capaces de entrar en la música y trabajarla, darle vueltas y soltarla luego de manera tal vez algo fría (más bien distante) pero convincente. Pero eso duró casi un instante, porque poco después Iceberg, entre división de opiniones, se retiró, dejando la impresión de que han llegado a un callejón sin salida aparente y que es mejor abandonar una estructura que durante cinco años, a base de seriedad y profesión, ha conseguido aumentar la credibilidad de nuestra música. Así, pues, adios, Iceberg, y hasta luego a su gente.

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A las cinco de la tarde, aparecían por la plaza Chick Corea y Herbie Hancock. Allí también dos pianos de cola: un Yamaha y un glorioso Steinway, hacia el cual un Chick Corea gordito y que enseñaba los michelines a quien quisiera verlos, se lanzó inmediatamente con manos golositas. Muy simpático el hombre, muy desmitificador de la genialidad a través del aspecto. Hancock concedió, sonriente, algo parecido a una rueda de prensa, justo al lado de la puerta de caballos. No dijo nada, o al menos nada demasiado interesante, aparte de intentar justificar sus actividades discotequeras. Hace un par de años, cuando comenzaba a tener éxito de masas justificaba más aún (un músico de jazz haciendo tachunda, ¡horror!), pero tal parece que ahora gana tanto dinero que ya no intenta convencer a nadie de la corrección de sus posturas.

El concierto, de dos pianos cayó en la paramera polvorienta y berroqueña de una plaza tan bonita como incómoda. Cuando tocaban los dos pianistas, llevando una marcha que sólo ocasionalmente era jazz por derecho, aquello pasaba de lo sublime a las chorraducas efectistas sin solución de continuidad y repletas de cortes gratuitos. Claro que saben tocar, faltaría más, pero eso no se mostraba hasta que cada uno de ellos se sentó al piano por separado; Hancock, para entonar uno de sus blues clásicos, y Corea, para corretear por la melodía con aires tanto flamencos como romántico-franceses. Ocurría que la plaza, una vez más, se clavaba en el coxis del personal y que así no había manera de apreciar las sutilezas cuando éstas llegaban. Al Final la cosa desbarró y Hancock y Corea, en plan osezno, cantaban y bailaban, y aquello merecía la frase de «¡ No es esto, no es esto! » (que debiera ser una verde pradera de cuyos árboles caen deliciosos frutos sin pepitas). Pero la gente, la buena gente, no imitaba a Ortega, que no estaba el horno para bollos, y como dice bien Ullán que decían por allí, el grito era «iMarcha!, ¡marcha! » y algunos más: « i Que suelten al toro!» Pero, no, el toro, por desgracia, no apareció por aquella plaza bella, pero sin alma.

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