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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El libro: de la feria a la crisis

A LO largo de la primera quincena de junio, las dos ciudades más pobladas de nuestro país van a servir de escenario para la Feria del Libro. Mientras en Barcelona será el céntrico paseo de Gracia el lugar de encuentro entre los editores y libreros y el público, en Madrid la cita de la letra impresa con los lectores será en el extrarradio. El desplazamiento desde el Retiro hasta la Casa de Campo habrá tenido sus razones, pero el cambio nos sigue pareciendo insatisfactorio. Esperemos que las actividades culturales destinadas a realzar el acontecimiento tengan la calidad suficiente para endulzar ese exilio. En cualquier caso, sólo después de que el experimento llegue a su fin podrá hacerse el balance de los resultados.Por lo demás, las ferias de Madrid y Barcelona comienzan en un clima de atonía y desesperanza que afecta a todos los profesionales del libro. Se ha señalado muchas veces que esta industria cultural se singulariza por el hecho de que sus productos son, a la vez, mercancías y bienes culturales. Es el primer aspecto, y no el segundo, el factor que disturba la actual situación. Aunque el panorama de la creación literaria y de la investigación científica no sea todo lo brillante que sería de desear, la crisis editorial nace de los problemas que amenazan sus estructuras financieras y comerciales.

No se trata de alarmismos infundados. En el curso de los últimos meses, cuatro de las diez editoriales más importantes de nuestro país han pasado a depender del control de empresas extranjeras. Y no por el deseo de sus propietarios de especular ventajosamente con sus activos, sino porque la asfixia financiera no les dejaba otra salida.

Si esas operaciones no han sido todo lo públicas y transparentes que una economía libre de mercado exige, la razón es que la ley Fraga de 1966, excelente muestra de la inutilidad y obsolescencia de la vieja legislación intervencionista, obliga a disfrazar, mediante simulaciones o testaferros, la inversión de capital extranjero en la rama editorial, sólo autorizada a personas físicas latinoamericanas. No defendemos, por supuesto, el mantenimiento de ese ridículo nacionalismo económico. Sin embargo, sería deseable que los editores europeos o estadounidenses se instalaran en nuestro país con su propio nombre y no contribuyeran involuntariamente, al verse obligados a orillar la ley, a la confusión que se desprende de que viejas y respetables marcas editoriales españolas sean, en realidad, la fachada de negocios alemanes, italianos, franceses o norteamericanos.

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La legislación intervencionista heredada del pasado traba al mundo editorial también en otros aspectos. La supervivencia de organismos como el INLE, nacido en un ámbito institucional corporativo, sólo puede justificarse como una dependencia más del Ministerio de Cultura, pero nunca como esa extraña cámara de compensación de los intereses de los diversos sectores, que funciona, a la vez, como representante de todos ellos ante el Estado. Es simplemente absurdo que se obligue a editores y libreros a que sus negociaciones con la Administración pública, sea el Ministerio de Hacienda o el de Comercio, estén mediadas por otro órgano estatal, al que la ley convierte en su tutor forzoso. El restablecimiento de las Cámaras del Libro, ligadas a las Cámaras de Comercio, y la puesta en funcionamiento del Consejo General del Libro, creado ya en la letra por el Boletín Oficial, son pasos necesarios y urgentes para la normalización en este terreno.

Ese artificial corsé administrativo dificulta al gremio editorial para hacer llegar a la Administración pública, en esos altos niveles donde se adoptan las decisiones y cuya única justificación presupuestaria es que sirvan de verdad para resolver los problemas de los ciudadanos, sus voces de alarma y sus preocupaciones. Durante la larga época en que Latinoamérica volvía la espalda a la burda propaganda apologética de un régimen que abusivamente se identificaba con la historia y la sociedad españolas, fueron nuestros editores quienes aseguraron, con graves riesgos económicos y serias dificultades políticas, la presencia de aquella parte de la vida cultural que, a trancas y barrancas, sobrevivía y crecía en la Península. Los cuatro sellos editoriales españoles de prestigio que, desde ahora, obedecerán a estrategias y designios muy respetables, pero foráneos, pueden ser pronto acompañados, en su poco halagüeño destino, por aquellas otras empresas nacionales que, incapaces de superar la crisis y dejadas alegre e irresponsablemente a la intemperie por la Administración, se vean forzadas a vender su nombre comercial y sus activos a firmas europeas y norteamericanas. Porque mientras Estados como el francés o el alemán protegen y amparan sus industrias culturales, como parte de su política exterior y de sus obligaciones para con sus idiomas y tradiciones, la Administración española presta a nuestros editores bastante menos atención que a los exportadores de zapatos.

La apreciación de la peseta ha elevado ya considerablemente los precios de nuestros libros en Latinoamérica y puede castigar a los exportadores del sector, en virtud de las diferencias cambiarias y de la demora en los pagos, con pérdidas por encima de los 2.000 millones de pesetas. La industria editorial, que exportó en 1978 más de 15.000 millones de pesetas, se ve sometida, además, con mayor virulencia que otros sectores, a los efectos de la crisis económica interior, que une al estancamiento de la demanda la elevación de los gastos financieros, el corte de los créditos y el incremento de los costes. Mientras los responsables de la cultura elogian encendidamente el estatuto de Televisión y se reúnen a puerta cerrada para elaborar misteriosas estrategias, probables comadronas de míseros ratones, nuestro país sigue disponiendo de 1.700 bibliotecas públicas para 8.600 municipios, frente a las 19.000 bibliotecas abiertas en Italia, y albergando unos diez millones de volúmenes, frente a los 157 millones de ejemplares italianos.

Pero, al fin y al cabo, en ninguna parte está escrito que al Poder le interese el fomento de la lectura y la difusión de la cultura, sospechosos desencadenadores del pensamiento libre y de las actitudes críticas. Un lector siempre es potencial desertor de la hipnosis colectiva manipulada por los brujos que detentan el monopolio de la televisión. Y en cuanto a la presencia de nuestra cultura en Latinoamérica, se diría que el hondo y sincero interés mostrado por el Rey para multiplicar y vigorizar la influencia española en el continente no termina de ser tomado en serio por el Gobierno, preocupado por el mundo exterior sólo en lo que afecta a los intercambios comerciales. Al final, ocurrirá como siempre: será la iniciativa privada, y no la Administración pública, la responsable de cubrir ese campo, aunque sea a costa de que algunas o muchas empresas queden en el camino.

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