La muerte de los españoles o las sinrazones de su malvivencia
La muerte es la hora de la verdad. Este dicho taurino no es más que la expresión de una tradición hispana que ha considerado el momento de la muerte corno el tribunal que dictaba sentencia definitiva sobre el cara o cruz de la vida. Pero no es el Padre Eterno de la creencia religiosa quien pronuncia el veredicto. Son los caciques de cada casta los encargados de velar para que cada guerrero ocupe su definitiva morada. Y así, en tomo a la tumba de cada español, se ha representado, con la hondura trágica que da la autoridad de la muerte, el drama de la malvivencia entre españoles.José Jiménez Lozano ha rehecho la historia de España recogiendo los gritos y clamores de las tumbas. Ha hecho un Ebro extraordinario (*) logrando una profunda interpretación de los aspectos más misteriosos de nuestro destino. No es un libro histórico, aunque cada juicio esté avalado por una científica investigación histórica. Ni es un libro político, si bien en pocos estudios aparecen señalados tan bien como aquí, los claroscuros de nuestra sociedad. Es una reflexión filosófica sobre la verdadera historia del pueblo español.
1. Los cementerios civiles han sido lugares privilegiados de la lucha mantenida por personas y corrientes laicas contra las pretensiones del clericalismo político y cultural.
Un sentimiento religioso anticlerical
Lo primero que nos enseñan los corralillos es que el proceso de laicización, la lucha por la secularización, no nace del resentimiento, sino de un sentimiento religioso anticlerical. La costumbre de don José Somoza, el hereje de Piedrahíta, de seguir desde el atrio los oficios religiosos expresa plásticamente el arranque de eso que hemos dado en llamar proceso moderno de secularización: un sentimiento religioso que no se quiere vivir dentro de la Iglesia, sino al aire libre. Su crítica a la Iglesia, a la religión revelada y al sistema político-cultural resultante se lleva a cabo no desde el ateísmo, sino desde un concepto de religión natural. Este fenómeno, que se da en todos los grandes filósofos ilustrados -desde Descartes hasta Hobbes, Rousseau, Voltaire, etcétera-, se observa igualmente en la flaca lista de españoles que apostaron por una liquidación de la cultura de cristiandad. José Somoza, Gumersindo de Azcárate, Sanz del Río, Fernando de Castro no fueron comecuras, sino una especie de santos laicos.
En este punto, los españoles no damos la nota; tan sólo llaman la atención esos dos siglos de distancia respecto al inicio del proceso en Europa.
2. Lo que empieza a sorprender es la evolución de los comienzos. Si en Europa la crítica que desencadena el Concepto de religiosidad natural pone en marcha un proceso irreversible de laicización, en España el proceso acaba en una tragedia social. En la Europa anglosajona y continental, los herederos de la etapa anterior son figuras ilustradas, emancipadas totalmente de la referencia religiosa y que han llegado a elaborar tanto una teoría política como distintos sistemas de racionalidad totalmente laicos. Helvetius, Holbach, Feuerbach, etcétera son, efectivamente, herederos y deudores de la crítica hecha a la religión revelada desde el concepto racional de religión, pero su pensamiento se sostiene sobre sus propios pies. Y si sobrevive en ellos todavía una crítica de la religión -como en el caso de Marx- pretenderá ser una crítica laica y no religiosa de la misma.
En Espana se produce, por el contrario, un bloqueo o, más exactamente, una exasperación de la lucha. Jiménez Lozano demuestra; con ejemplos patéticos, cómo el laico era (considerado cual) un descastado, un renegado; cómo el cristiano viejo, siempre el mejor patriota. El hombre laico es un desertor sin tierra. La imaginación católica toma, en este tema, proporciones esperpénticas: si, por un accidente, algún infame es enterrado en sagrado, se aísla su sepultura con cuatro tapias. Se crea una teología de la polución, según la cual el cadáver de un no-católico poluciona física y moralmente el recinto del camposanto. Se persigue, pues, en el cuerpo y en el alma la memoria del que ha osado morir fuera del cotarro. El caso de Fregenal de la Sierra es harto ilustrativo. Los clérigos interrumpen un sepelio y abandonan el féretro en medio de la plaza. Para que ese cuerpo pueda llegar a su última rriorada, como Dios manda, las autoridades civiles tendrán que acatar las condiciones del obispo, relativas a su poder en el pueblo. La Iglesia esgrime la autoridad que tiene la muerte en un pueblo de tradición católica para defender un poder que la vida le está negando.
En el haber de la identidad hispánica está la frustración histórica del proceso de secularización.
3. Decía Voltaire -por quien Jiménez Lozano siente una innegable debilidad- que la paz llegó a Europa cuando los políticos dejaron de hacer teología. Bueno, pues aquí no hemos acabado de bajar del púlpito. Las muertes civiles se adornaban de un ritual litúrgico que nada tenía que envidiar al tridentino católico. Fray Juan Antonio de Olabarrieta se convierte al liberalismo y, por la gracia del nuevo bautismo, se hará llamar José Joaquín Clara-Rosa, en honor de sus cuatro matrimonios con Josefa, con Joaquina, con Clara y con Rosa. La liturgia de la increencia con que se le enterró evocaba irresistiblemente el ceremonial de sus antiguos compañeros de claustro.
La idiosincrasia del catolicismo español
Pero no sólo eso. Los talantes laicos asumen con frecuencia la idiosincrasia del catolicismo español: su sectarismo. Jiménez Lozano transcribe estas desconcertantes palabras de Antonio Machado: «Cuando triunfe Moscú, no lo dudéis, habrá triunfado el Cristo.» Y los masones tenían su calendario de santos. La laicidad parece imposible en España, ya que no se sale del círculo religioso. Todo el mundo se siente mesías, profeta y salvador. Si durante la guerra civil bastaba ser ateo para la condena a muerte, proyectos de Constitución hubo, en el siglo XIX, con la siguiente proposición: «El que no sea liberal, será juzgado por un consejo de guerra.» Esta religiosización de las fuerzas progresistas puede aclarar uno de los capítulos más sombríos de la historia española: el anticlericalismo de las organizaciones españolas que se reclaman del socialismo. Sabido es que el socialismo, sobre todo en su interpretación marxista, representa un intento radical por laicizar la política. Cuando Marx transforma «la crítica del cielo en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho y la crítica de la teología en crítica de la política», quiere dejar bien claro que no le interesa discutir teológicamente de la religión, sino atajar los intereses terrenales subyacentes a la expresión religiosa. Pues bien, en España las derechas se diferenciaban de las izquierdas por las reivindicaciones sociales y políticas. Pero formalmente, todo es un sistema de creencias. Aquí no se trata, como en el resto de Europa, de que la racionalidad moderna asuma ciertos planteamientos clásicos de las religiones, bajo formas secularizadas. Lo que en España constatamos es la incapacidad de superar la formalidad, la estructura religiosa: se prefiere la autoridad de la tradición a la racionalidad crítica; no hay salvación fuera de la propia secta; el dirigismo de las conductas; el carácter mesiánico de cualquier proyecto terrenal... Con paciencia de relojero Jiménez Lozano nos lleva de la mano por las plazas y cementerios de la vida española para mostrarnos una desagradable verdad: la política, la filosofía y la cultura española es como un sístema de creencias, por la sencilla razón de que el pueblo siempre fue así y nunca quiso otra cosa. El gran inquisidor de Dostoiwski sería el prototipo del hombre público hispano. Tenemos miedo a la libertad y ahí está el gran intermediario para gestionar el derecho inalienable.
Si las cosas son así, no valen posturas cómodas que echan a las espaldas de la Iglesia y de las fuerzas típicamente religiosas las culpas de la intolerancia y el miedo a la libertad. Los grandes responsables han sido los políticos ilustrados, las minorías cultas, la vanguardia de la secularización, que no consigueron dar un fundamento secular a su laicidad. Por supuesto que la religión puso todas las zancadillas a su alcance. Pero, insisto, en esto la Iglesia española no ha sido original. Si los tímidos intentos del proceso de secularización caían sistemáticamente en el sistema de creencias, la respuesta hay que buscarla del lado de la parte laica de la sociedad, de los políticos liberales y socialistas y de los filósofos ilustrados...
4. El libro acaba con una terrible ironía. Hoy ya no hay problemas con los cementerios civiles; la legislación es comprensiva y, sobre todo, las costumbres ya no reparan en ese punto. Sobre la muerte pesa toda la apatía de una civilización que se ha resignado a eliminar cualquier pregunta incómoda y meta-física.
No está mal que los españoles hayamos dejado de pelearnos por la última morada de un cuerpo sin vida. Pero, apunta Jiménez Lozano, esta concordia no es el acto de una madurez histórica. El viejo problema queda sin resolver, aunque se hayan disuelto los conflictos que otrora acarreara. Y esto es grave para el futuro. Lo que entonces se ventilaba era la libertad del ciudadano y la posibilidad de una sociedad libre. El problema de la inhumación era sólo manifestación de lo realmente importante: la posibilidad o no de que el hombre sea dueño de su destino. Ni el hombre del corralillo ni el católico del cementerio católico pudieron librarse del intermediario que negoció con su libertad. Tampoco esa libertad está presente en la civilización apática nuestra que ha hecho verdad el slogan americano: «Muérase usted tranquilo, que de lo demás nos ocupamos nosotros.» La libertad está tan lejos del sectarismo como del pragmatismo.
Memoria peligrosa
Los corralillos son como una memoria peligrosa que nos recuerda un secreto frustrante: la laicidad está por venir. Esta cuestión pendiente exige, en primer lugar, que la reflexión contemporánea -sea en el plano político, filosófico o religioso- se pregunte siempre por las condiciones materiales imprescindibles si queremos acceder a un tipo de racionalidad y de sociedad montadas sobre la libertad, donde los hombres puedan hacer su propio destino. Para ello es necesario, en segundo lugar, apropiarnos de eso que López Aranguren llama heterodoxia: la participación sin pertenencia, la asistencia sin adhesión; es decir, el sentido crítico.
Un libro con la carga teórica de los tratados clásicos sobre el poder y con la riqueza histórica de quien, durante años, ha perseguido la idiosincrasia del pueblo español.
(*) José Jíménez Lozano: Los cementerios civiles y la heterodoxia española. Madrid, 1978. Editorial Taurus.
Babelia
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