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El "juego" de la Constitución

¿Por qué, como veíamos el último día, como nos lo ha confirmado la numerosa abstención en las elecciones de Asturias y Alicante, la gente no se interesa mucho por la actual vida política oficial? Hace pocas semanas un graduado, problablemente jurista, del Colegio Mayor Menéndez Pelayo, en el coloquio que siguió a una charla, creía ver en mí una cierta «frivolidad», al no tomar muy en serio la elaboración de la Constitución. Para mostrar que no hay tal frivolidad bastará con que diga aquí lo que todo el mundo sabe, pero no dice.Como ponía de manifiesto en otro coloquio el profesor González Casanova, para que sea posible, en serio, una Constitución, es menester un «proceso constituyente», la eclosión desde abajo, de la democracia y la convocatoria al país por el país a unas Cortes constituyentes. Es decir, justo lo que no ocurrió al extinguirse el régimen anterior por muerte natural de su fundador y al funcionar con todo rigor el previsto mecanismo de transmisión del poder supremo. Herrero de Miñón, con la ingenuidad, aunque sea de vuelta, que tienen los «niños», por muy Vicentes o Migueles que sean, lo dijo paladinamente: «El Estado cambia cuando cambia el poder constituyente» y la Constitución que se va a promulgar « no fundamenta» nada, sino que es ella a la que «se fundamenta»... ¿en qué? Es lo que vamos a responder a continuación.

Desde Jovellanos a Cánovas se ha mantenido la idea de una «Constitución interna» o «Constitución histórica», que sería menester reconocer y sobre la cual habría de fundamentarse la «Constitución externa» o «escrita». Esa «constitución histórica» de una nación -idea que no vamos a discutir aquí- se habría decantado a través de una longue durée, para decirlo en términos de Fernand Braudel. Pero cabe también, y es lo que me importa aquí, detectar estructuras histórico-políticas de fases breves, de tiempo corto. Nos hallamos ante una de ellas, que arranca precisamente de la guerra civil. Durante todo el franquismo los españoles hemos estado divididos en dos castas, la de los vencedores y la de los vencidos. Esa división ha quedado superada, pero ¿significa eso que de la guerra civil no quede ya huella? De ningún modo. Queda la huella negativa de una experiencia atroz que nadie (salvo, quizás, unos pocos jóvenes insensatos) quiere que se repita. Y por el otro lado queda el hecho de que, si alguien lo quisiese o, simplemente, diese lugar a su eventual repetición, inmediatamente sería impedido en su acción. ¿Por quién? Por la estructura, histórica ya, aunque reciente, de tiempo corto, consistente en la unidad Monarquía-Ejército que, diga lo que quiera la Constitución, y con el asentimiento de la mayor parte del país, es quien, de verdad, ostenta la soberanía.

En efecto, ¿qué es la soberanía? Frente a las concepciones formalistas a lo Kelsen, se alzaron, hace unos 35 años, las voces de los politólogos (que todavía no se llamaban así) decisionistas. Los había democráticos, como Hermann Heller, para quien la soberanía consistía en el poder normal, constitucional, democrático, de decisión, por encima del cual no cabía otro. Y los había autoritarios, como Carl Schmitt, para el cual la soberanía es el poder de decisión sobre el estado de excepción.

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¿Cuál de estas dos concepciones de la soberanía es la realmente vigente hey en España? Yo diría que una síntesis de ambas. La unidad de poder Rey-Ejército ha acotado un ámabito de gestión política imperativamente respetuoso del orden socioeconómico establecido y de la unidad de España, realidades con las cuales no se permiten «juegos», de tal modo que si -per impossibile, hoy por hoy- la voluntad democrática se expresase en favor, pongo por caso, de un régimen comunista, el poder de decisión sobre el estado de excepción -la «dictadura», en el sentido de Donoso Cortés- entraría inmediatamente en funcionamiento. Pero por lo que cae dentro del ámbito acotado previamente ti la Constitución, el poder constituyente en sentido profundo deja la gestión política al pueblo, a través de sus representantes en Cortes.

Repito que se trata de una soberanía estructural que no necesita ni ejercerse ni, menos, aparecer expresamente en el texto de la Constitución, que está ahí acatada, como antes he dicho, por la mayoría de los españoles y por todos los partidos políticos parlamentarios, que no vacilan en aceptar como infranqueables esos límites preconstitucionalmente establecidos. ¿Por qué los aceptan? En primer lugar, porque es un hecho inconmovible. En segundo lugar, a la vista del acatamiento de los españoles. Y, en fin, porque los marxistas hablan continuamente de la crisis capitalista, pero la verdad es que no existe hoy ningún modelo satisfactorio de sociedad no-capitalista: el estatalista de la URSS es, generalmente, repudiado, y el autogestionario es aún demasiado inconcreto. Por tanto, y lo reconozcan o no, lo mismo el PSOE que el PC funcionan, hoy por hoy, como partidos reformistas y socialdemócratas, que aspiran a compartir el poder no ya simplemente con la burguesía, sino con un partido mayoritariamente ex franquista como UCD.

Esta es la situación real. Que los parlamentarios, sobre su supuesto, «jueguen» a hacer una Constitución, nos parece bien, pero, naturalmente, no nos apasiona. Que hagan declaraciones favorables a un factum ineludible, también parece razonable. (Demasiado razonable, dirán los jóvenes.) Claro que «si te pasas, es peor», y Carrillo, se diría, se pasa en su fervor monárquico. Yo terminaba mi librito La cruz de la Monarquía española actual diciendo que veía venir la Monarquía «con moderada, reticente esperanza», pero agregando que «la actitud utópica, la crítica e inclusive la moral -la monarquía se funda en valores anacrónicos, en una concepción de la legitimidad que no puede ser ya la nuestra- me impiden declararme monárquico», aun cuando tampoco, hic et nunc, irrealistamente antimonárquico. Por eso mismo el voto particular y la abstención del PSOE me han parecido bien, ritualmente correctos, digámoslo así.

¿El peligro de todo este «juego», de todos estos «protocolos»? Ya lo señalé el otro día. Los mayores conocemos demasiado bien el ingrediente teatral, espectacular, de juego, que contienen los acontecimientos supuestamente más serios. Los jóvenes -de izquierda de veras, de extrema izquierda y extrema derecha violentas- se desentienden de ese juego, a su juicio aburrido, los últimos para jugar -sí, jugar, aunque sea cruentamente- a la revolución o a la contrarrevolución, y los primeros para jugar a la cotidiana y utópica subversión cultural. Que el régimen -y cuando digo régimen quiero decir Poder y Oposición- se enajene la juventud, es, un hecho muy grave. Hecho que está ocurriendo.

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