Los buenos sentimientos del paro
Lo de ayer fue una lectura parlamentaria del Primero de Mayo, una versión académica de esa marea obrera que arrancó del paseo de las Delicias y desembocó en la playa tranquila, de postigos cerrados, del barrio de Salamanca, llena de veraneantes burgueses que escrutaban el acontecimiento laboral detrás de los visillos. Felipe González saltó del seto de la Puerta de Alcalá directamente a la tribuna del Congreso para hablar del paro. El debate quedó establecido entre el líder socialista y el ministro de Trabajo, y los dos abordaron el problema de una manera escolástica con algunas notas de sentimiento. No hubo literatura. Nadie dijo que el paro es el quinto jinete del Apocalipsis que cabalga sobre un penco famélico contra el flanco de la democracia. Nada de esto. La sangre del tema fue reducida a raíz cuadrada, a un batiburrillo de encuestas, cifras, curvas de desempleo, gráficos, jestadísticas y material de oficina del ramo.Todos estaban de acuerdo, porque los parlamentarios tienen el corazón sensible conectado con el instinto de conservación. La disputa era sobre el método. Siempre sucede igual. La izquierda es un Sísifo que sabe todos los días la misma piedra hasta la cumbre de la mesa y entonces llega alguien del Gobierno para secarle el sudor con una pasada de jaboncillo y advertirle con cierta bondad que eso está muy bien, que se agradece tamaño esfuerzo, pero resulta que el sillar adolece de algunos defectos técnicos y que además eso precisamente ya está previsto por el alto mando. A UCD esta táctica le ha salido bien hasta ahora. Pero la cosa comienza a fallar. Como ayer.
Felipe González hizo un análisis del problema del paro, subrayando el sentido de la historia con la angustia de un millón de españoles por acceder a la tienda de la esquina. Lo que se dice un informe político y moral para apoyar una proposición de ley. El ministro de Trabajo, Calvo Ortega, vino en seguida a desentrañar el discurso socialista en una sucesión de apartados, objeciones, observaciones, tildes y puntos sobre las íes, en una respuesta técnica de buen ejecutivo. Pero debajo del cruce de palabras late el drama capitalista: luchar a un tiempo contra la inflación y el paro es un empeño contradictorio. Aunque ese no era el tema. El objetivo de la sesión era demostrar la buena voluntad, sacar la coronaria cara al público, los socialistas con sensibilidad popular, los de UCD con un sabor de expediente ádministrativo, atrincherados detrás de la gran madre del pacto de la Moncloa. Entre el sentimiento obrero y el latiguillo de ministerio, entre la lanzada romántica y la triquiñuela técnica, el punto de interés estaba en el resultado de la votación.
Los diputados, bien macerados ya de sentencias y estadísticas, le dieron a la llave. Y el panel electrónico iluminó la cifra adversa que ya ha azotado por tres veces al grupo del Gobierno. La apuesta perdida por UCD fue orquestada por una ovación de la sala, con el público incluido. El desconcierto y esa palidez de propaganda de visnú eran exactamente el reflejo de la crisis interna por la que atraviesa el Centro Democrático, que estaba allí bajo el aguacero de los aplausos contrarios como un escolar sabihondillo y castigado. El problema del paro va a tener una ley propia, como una esperanza para el pueblo, como una advertencia a UCD. Ya es la tercera.
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