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Tribuna:TRIBUNA LIBREDe la escuela heredada del franquismo, a la escuela pública / y 2
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La subvención, como base de un negocio

De la junta del Colegio de Doctores y Licenciados de MadridSon los colegios poderosos, detentados predominantemente por órdenes religiosas, los que están en condiciones de convertir la subvención en base de un negocio, aunque no en el negocio mismo. Los modos de ponerlo en práctica son muy numerosos y conocidos por los trabajadores de la enseñanza: comedores, transporte, viajes y material son algunos de los más simples. Hay otros más complejos que pasan por el apoyo de una fundación o institución -a la que los padres abonan el equivalente de la cuota mensual-, o a través de las mismas asociaciones de padres. La participación nominal en la propiedad mediante la compra de una o varias acciones -siempre de valor elevado- es también un recurso conocido y con el que muchos padres se encuentran cuando intentan matricular a sus hijos a principios de curso.

Todo ello no hace sino poner de relieve los contradictorios intereses de nuestro aparato escolar: mientras que unos centros tienen asegurado el alumnado por razones ideológicas (suministran una enseñanza confesional) y económicas (la capacidad económica de las familias permite el cobro «colateral» de las mensualidades y la obtención de beneficios de actividades que no constituyen en sentido estricto la «enseñanza»), otros centros, principalmente los que se encuentran en las barriadas, carecen de estas posibilidades, no imparten una enseñanza con especial atractivo ideológico y no pueden manipular los cobros más allá de restringidos límites.

El fenómeno se acentúa aún más en niveles de enseñanza que, como preescolar, están cubiertos en su mayor parte por la iniciativa privada y tienen costos más elevados que los niveles superiores.

El cierre o la crisis endémica son las notas que caracterizan a estos centros. Ahora bien, ese cierre a corto o medio plazo, anticipado muchas veces por la falta de perspectivas y el hallazgo de negocios más fructíferos -venta de instalaciones, especulación de solares, etcétera- supone una merma de puestos escolares y de puestos de trabajo.

La transición a la escuela pública

La ineludible situación de estos centros -y de la enseñanza privada en general- sólo puede solucionarse de dos formas: o bien aumentando considerablemente los fondos públicos destinados a las subvenciones, o bien iniciando un proceso de transformación hacia un sistema diferente, que garantice la escolaridad total y gratuita con un nivel más elevado de calidad.

La primera opción es la apoyada por el padre Martínez Fuertes, senador de UCD, que ya en el curso anterior solicitó más de 50.000 millones de pesetas para subvenciones. La segunda es la defendida por el movimiento de trabajadores de la enseñanza y la alternativa que propone la escuela pública.

Respecto a la primera opción hay que recordar lo que decía José Torreblanca en las Segundas Jornadas de Estudio sobre la Enseñanza celebradas el pasado mes de julio: los centros subvencionados son ya casi públicos, puesto que pública es su financiación, su transición a centros públicos no tiene por qué ser conflictiva.

Curándose de este, quizá, exagerado optimismo, el mismo José Torreblanca indicaba una serie de procedimientos para establecer la transición de todos aquellos centros que no aceptaron las condiciones de la escuela pública, especialmente la gestión y planificación democrática además de la libertad ideológica:

- Seguir la enseñanza en régimen de precios, con retirada de las subvenciones.

-Nacionalización del centro.

No voy a entrar ahora en los problemas técnicos que esto plantearía. Solamente señalar que en las citadas jornadas no fue esta la única propuesta de transición. También se afirmó la posibilidad de crear una entidad de carácter autónomo que agrupase a todos estos centros, cuya gestión estaría democráticamente garantizada y en la que intervendrían las diversas instancias y fuerzas sociales y políticas. Esta entidad se constituiría en el embrión de la escuela pública.

En un caso u otro, aceptando una u otra propuesta, lo que parece claro es la necesidad de que el MEC ahonde en una problemática que conduce a una mayor satisfacción de la demanda social en enseñanza, en la línea de aumentar el consumo social cuando, con motivo de la crisis económica, se restringe el consumo individual mediante la congelación explícita o encubierta de los salarios.

Me resalta difícil pensar que el señor Cavero -y otros miembros del Gobierno íntimamente ligados a la ACN de P- estén dispuestos a proponer un sistema de transición que concitaría contra ellos a las fuerzas ideológicas y políticas de las que son expresión. Pero mucho más difícil resulta pretender que el movimiento ciudadano y de enseñantes, así como los partidos de izquierda, pueden continuar tolerando una situación como la existente: los fondos públicos beneficiando a un sector restringido de la sociedad, consolidando la existencia de un patrono que, en legítimos términos económicos capitalistas, ha perdido su razón de ser, pues, al menos en teoría, se limita a actuar de intermediario entre el Estado y el trabajador de la enseñanza, si bien en realidad continúa dotado de todo el poder patronal, contrata y despide, y puede hacerlo por motivos laborales, pero también lo pretende por motivos ideológicos.

Por ello mismo, adquiere carácter de urgencia una disposición legal que regule la planificación y gestión democrática de la enseñanza en general y de los centros en particular, a fin de crear el marco en que la escuela pública, ya necesaria, sea posible.

Creo, además, que algunos sectores de la Iglesia no verían con malos ojos esta gestión democrática con participación de padres, profesores; alumnos y trabajadores del centro, si bien continúan asiendo reacios a la existencia de una verdadera libertad ideológica en los centros.

La libertad de enseñanza

Desde que la alternativa de la escuela pública hizo su aparición como expresión arraigada en el movimiento de enseñantes y, cada vez con mayor fuerza, en la opinión pública, la jerarquía eclesiástica, tanto a nivel de FERE como a nivel del Episcopado, argumentó que semejante proyecto iba en contra de la libertad de enseñanza, entendida ésta como la libertad de los padres a elegir entre diversos centros profesionales o aconfesionales, todos ellos subvencionados por el Estado.

Todavía en unas declaraciones del pasado julio, monseñor Jesús Iribarren, secretario de la Conferencia Episcopal, decía: «El Estado tiene alumnos católicos, agnósticos, musulmanes, judíos, episcopalianos... De los padres de todos ellos recibe impuestos. A todos les debe, pues, facilitar, en igualdad de condiciones, el acceso a la educación. Los padres eligen el colegio que les conviene. Que actúe en consecuencia el Estado español.»

Supongo que el periodista transcribió fielmente las ideas de monseñor Iribarren, puesto que no he sabido de rectificación alguna. Por ello cabe preguntarse si monseñor no apreciaba el carácter profundamente demagógico de semejante propuesta, la inviabilidad de que el Estado financie escuelas de las religiones citadas -y otras que podrían citarse- y el derroche económico que todo esto supone. Y no sólo la inviabilidad y el derroche, sino la injusticia de que los fondos públicos se destinen a mantener privilegios privados (aunque sean colectivos).

Pero aún me resulta más sorprendente el supuesto que late en las declaraciones y documentos emanados de la Conferencia Episcopal, la adscripción de un tipo de enseñanza a una cierta confesionalidad (o aconfesionalidad) y la consideración de la escuela como lugar apropiado para la catequesis.

Otros sectores y personalidades de la Iglesia se han pronunciado de manera muy diferente y no han reivindicado para la enseñanza semejante función. El peso ideológico que se quiere dar a la escuela al establecer su confesionalidad (lo que es muy diferente a impartir religión voluntariamente) como marca específica, es una constante que se acentuó de forma muy intensa en los años del franquismo, cuando las leyes educativas contemplaban fundamentalmente el contenido ideológico y no el científico, pero es una constante que, me parece, debemos ir eliminando y no potenciando.

La libertad de enseñanza consiste, justamente, en la libertad dentro de los centros, en su neutralidad, su imposibilidad de ser ideológicamente etiquetados en cuanto tales centros. Y no en dividir el aparato escolar en compartimentos estancos en la falaz pretensión de satisfacer así una «igualdad de oportunidades ideológicas». Para los enseñantes, la enseñanza es otra cosa, y esa «otra cosa», que hasta ahora sólo ha existido como aspiración frustrada, es algo que debemos empezar a construir entre todos.

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