El pueblo de Atienza no vende su patrimonio
El pueblo de Atienza, en la sierra de Guadalajara, está viviendo estos días un episodio que, brevemente contado, puede servir de toque de atención sobre el catastrófico estado en que se encuentra el patrimonio artístico del país, especialmente el de las zonas rurales, así como la acuciante necesidad de buscar soluciones de urgencia si no se quiere asistir a su total ruina dentro de pocos años.
Después de la homilía del domingo, el cura del pueblo dio lectura a una carta que el obispo de la diócesis de Sigüenza, a la que Atienza pertenece, dirigía a los atiencinos, para darles cuenta de su decisión de impulsar definitivamente una vieja iniciativa de los habitantes del pueblo: crear un museo local en que puedan conservarse las obras de arte, valiosos objetos de culto y piezas de interés antropológico que pertenecieron a iglesias (hoy en estado de ruina) y se hallan amontonados en buhardillas y trasteros. En su carta, el obispo comunicaba a los feligreses la necesidad de proceder a la venta de algunos objetos y obras de arte «sin especial valor», a fin de obtener los fondos que permitan la reconstrucción de una de las iglesias de la villa, la de San Gil, y su ulterior conversión en museo.
Después de leer la carta, el cura, don Constantino, hombre joven y buen catador en materia artística, invitó a los vecinos que lo desearan a pasar a la sacristía para conocer con más detalle y discutir la propuesta del obispo. Sin duda, don Constantino tuvo en cuenta al hacer esta invitación la certeza de que una larga historia de saqueo de los bienes artísticos de los pueblos ha hecho a los habitantes del medio rural enormemente recelosos respecto de cualquier iniciativa que implique nuevas pérdidas de su tesoro artístico.
Situada en una región de escasos recursos, con una agricultura pobre y una ganadería que no ha renovado sus seculares métodos, Atienza ha quedado reducida a unos seiscientos habitantes. El visitante, sin embargo, se da cuenta, nada más llegar, de la importancia que la ciudad debió tener en el pasado. La mal conocida Ticya de los celtíberos, que tomó parte en las guerras de Numancia y de cuyo nombre, a través de filtros hispanorromanos y árabes, deriva el actual de la villa, llegó a ser en la Edad Media la capital de toda la zona serrana, de forma que se hablaba habitualmente de Atienza y su tierra. Su castillo, cuyas ruinas se alzan aún sobre la peña mui fuert a que alude el Cantar del Cid, al describir el paso del héroe por el vecino pueblo de Miedes de Atienza, camino del destierro, formaba parte de la línea de fortificaciones de la Castilla medieval.
«Peor que los franceses»
De su pasado conserva Atienza edificios religiosos y civiles en número que puede parecer desproporcionado para con la precariedad de su presente. La ciudad, rodeada de un cinturón de ruinosas e imponentes murallas, tiene nobles casonas con escudo, y deliciosas muestras de arquitectura popular. Tiene sobre todo siete iglesias con estilos que van del románico al barroco, además de ermitas populares y restos de otras edificaciones religiosas, como el convento de San Francisco, del que queda en pie solamente el ábside, una de las pocas muestras de gótico inglés que se conservan en España.
En la discusión que tuvo lugar en la sacristía entre don Constantino y los vecinos corteses con su invitación se vio pronto hasta qué punto los habitantes de los pueblos consideran su tesoro artístico, lo que podríamos denominar sus señas de identidad. En el acaloramiento de la discusión, uno de los vecinos llegó a afirmar que la Iglesia había actuado peor que los franceses en lo tocante a dilapidación de los bienes de los pueblos. Se mencionaron las ventas realizadas por varios párrocos de Atienza. Un órgano, un retablo, unas campanas, un reloj de gran valor habían sido vendidos en años recientes. Pero se reconoció que el actual cura, a cargo de la parroquia hace apenas unos meses, había sido el primero en consultar, o al menos comunicar, al pueblo la decisión tomada por el obispado.
La primera pregunta formulada a lo largo de la conversación fue la de que si los bienes que iban a ser vendidos no tenían, como decía el obispo, un especial valor, cómo era posible que, con su producto, podía sufragarse la reconstrucción de San Gil. El cura aclaró que entre los objetos que él había juzgado venales estaba el retablo de la iglesia románica de la Virgen del Val, un retablo barroco de aran tamaño que, por el estado en que se encuentra la iglesia, con la techumbre destrozada, amenaza quedar destruido en poco tiempo, así como dos altares más pequeños, sitos en la iglesia de Santa María del Rey.
Se decidió crear una comisión que ayudara a don Constantino a hacer el inventario de los objetos artísticos guardados en los trasteros de las iglesias y determinar las piezas que era posible vender sin detrimento del tesoro del pueblo. La actitud de don Constantino durante la discusión fue alabada por los vecinos, tanto más cuanto que, jurídicamente, esos bienes pertenecen a la Iglesia, la cual puede venderlos y disponer de ellos sin mencionaron las ventas realizadas dar explicaciones a nadie.
Santos en los trasteros
La visita a los trasteros y buhardillas de San Juan, la parroquia principal, y de la Trinidad, magnífica iglesia románica que contiene en sus altares obras de arte tales como el Cristo románico y una talla del Ecce Homo, atribuida a Gregorio Fernández, impresionó a los comisionados. Aparecieron tallas románicas, góticas y barrocas de mayor o menor valor, mezcladas con santos de cartón piedra fabricados en Olot, a principios de siglo, trozos de retablos dorados del siglo XVIII, Cristos de gran tamaño, candelabros policromados y hasta un túmulo decorado con pinturas populares, representando la danza de la muerte,- así como numerosos libros religiosos antiguos y documentos del archivo parroquial.
No todo es de auténtico valor en Atienza. Hay cosas, como los altares de la iglesia del cementerio, Santa María del Rey, que debido al estado en que se encuentra la iglesia, casi sin techumbre y poblada de grajos y palomas, quedarán destruidos en poco tiempo. Algunos de los cuadros carecen de valor y lo mismo puede decirse de muchas de las imágenes. La pieza que suscita mayores recelos en el pueblo es el retablo del Val, y los vecinos se han mostrado ya contrarios a que se venda. Esperan, en lugar de vender algo de auténtico valor, la ayuda del Estado y de las instituciones para salvar, mediante el establecimiento de un museo, obras de arte entre las que se incluyen, aparte de las citadas, un prodigioso Cristo de Salvador Carmona, una rica colección de casullas y ropas talares que hoy están en las cajoneras de la iglesia de San Juan en condiciones de humedad, así como numerosas piezas de orfebrería y esculturas en piedra que decoraron las iglesias destruidas, hornacinas y estelas con inscripciones como la que hoy se oculta en la parte trasera de Santa Marla del Rey, con una leyenda en árabe y en latín y otros cuantos testimonios de interés artístico, arqueológico o cultural.
El episodio de la carta del obispo a los atiencinos y la acertada decisión del cura de comunicar a sus feligreses la decisión tomada ha venido a plantear el gran tema del inminente peligro de destrucción que corre nuestro tesoro artístico. El interés despertado en el pueblo, cuyos habitantes, en número mayor del que pudiera esperarse, están colaborando en la limpieza y rescate de los objetos artísticos, demuestra hasta qué punto es necesaria una política cultural que devuelva a las comunidades locales las decisiones referentes al patrimonio. Privados durante cuarenta años de la facultad de opinar, los españoles deberán ahora recuperar el habla. La Iglesia, a la que pertenecen muchos de estos bienes, el Estado, a quien cumple en definitiva la responsabilidad de mantener en su integridad el Patrimonio, tienen la obligación de buscar sistemas que eviten su paulatina destrucción. El Ministerio de Cultura, de flamante creación, deberá dictar normas que combatan una desafortunada política sólo atenta a inauguraciones y realizaciones, y preserven un patrimonio que diferencia todavía a España de un país sin raíces.
Babelia
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