Historia de un unificador que dividió a su país
Anthony Eden, primer ministro británico, de 1955 a 1957, ennoblecido con el título de lord Avon en 1961, fue un lider nacional antes de cumplir los cuarenta años. En 1935, a los 38 años, fue designado ministro de Asuntos Exteriores, impuesto, por decirlo así, a los veteranos por la voz del pueblo. Cuando al cabo de poco más de dos años dimitió, a causa de la actitud del Gobierno Chamberlain hacia Hitler y Mussolini, consolidó su gloria.
Francis Aungier Pacenham, séptimo conde de Longforg es un importante político y escritor británico. Su vida política se inició como candidato laborista por la ciudad de Oxford en 1938, y le llevó a desempeñar los puestos de Lord del AImirantazgo (1951), lider de la Cámara de los Lores (1964, 65, 66, 68) y ministro de Estado para las Colonias. Entre sus publicaciones cuentan: «Paz a través de penalidades», «Vida de Valera» y «Vida de Lincoln». Sólo tenía 45 años, cuando Churchill, al iniciar un viaje peligroso durante la guerra, le nombró su sucesor y, según el diario de Alan Brooke, en 1942, estaba dispuesto a dejarle el camino libre para que pasase a ser primer ministro. Hace 35 años se convirtió en una institución nacional y continuó como tal, a los ojos del público, hasta su muerte, a pesar de la desafortunada aventura de Suez. No puede sobreestimarse el efecto de todo esto en el desarrollo de su mentalidad y de su carácter.Puede haber sido, o no, como se ha dicho, un hombre de pocos amigos íntimos. Su vida privada fue bastante agitada, aunque en su segundo matrimonio encontró una noble devoción. El mundo vio en él, a lo largo de los años, la encarnación del encanto personal, el éxito y la popularidad, pero esta fabulosa popularidad no procedía de un atractivo puramente superficial. Su hermoso rostro y su figura flexible eran datos muy favorables; tenía un olfato especial para detectar los cambios en la opinión política y crear una plataforma que raramente desilusionaba al gran público, pero la clave de su éxito no reside en estos factores, ni siquiera en la frase que he oído más de una vez: «¡Es tan limpio el juego político de Eden! ».
Durante veinticinco años se creyó que Eden representaba el común denominador más alto de las convicciones políticas británicas en los principales problemas internacionales. Se le consideraba, con razón, como un hombre capaz de tener en cuenta los argumentos positivos de sus oponentes y de poner los intereses del país por encima de los del partido. Cuando por primera vez emergió en la vida política, lo hizo como un luchador de primera línea y como un patriota cuya pasión por la paz y por el papel directivo de la Sociedad de Naciones era tan fanática como la de cualquier utopista. Su dimisión en 1938 terminó de fijar esta imagen en la imaginación pública. Lo que hubiera sido una responsabilidad imposible sin su competencia profesional de primera clase, y su personalidad pública que no tenía nada que ocultar, hubiera sido aterrador para alguien que no estuviera equipado de un poder extepcional de reflexión una amplia imaginación o, incluso, sus subtítulos verbales. Pero Eden, a pesar de sus limitaciones, siempre tuvo gran valor, incluso, si esto es posible, demasiado. Hace algunos años se desmayó dos veces, más o menos, en mis brazos en un mitin público, cada vez, en cuanto se recuperó, reanudó su discurso, la segunda ocasión con las palabras: «siento estar dando todas estas molestias, creo que quieren oírme, no les puedo dejar plantados» y, jamás lo hizo, hasta el momento en que su país estaba dividido en dos y él, en una conocida frase, «no podía ni mantenerse en pie ni ver». Sólo dos veces, desde finales de la primera guerra mundial, se ha dividido Gran Bretaña de arriba abajo en un tema de política exterior. Una en 1936-39 sobré la política de apaciguamiento de Hitler y otra sobre Suez. En la primera, Eden dimitió, con todos los honores, pero una ruptura brusca era algo que no iba con su carácter. Continuó como ministro de Asuntos Exteriores mientras se abandonaban las sanciones contra Italia y, cuando abandonó el Gobierno, lo hizo sin escándalo, hasta que se restauró la unidad nacional.
En 1956, aparecía de forma clara en Gran Bretaña una división entre las concepciones políticas imperiales y las de las Naciones Unidas. Eden parecía retrasar su decisión, dentro de lo posible para mantener al país unido. Su propio partido comenzó a murmurar y a encontarle defectos en los que no habían reparado antes. «Puede que digan que es débil, pero nunca hará nada para dividir a nuestro pueblo. Se acuerda demasiado bien del desastre de la preguerra». Palabras irónicas, cuando uno o dos meses más tarde los hechos serían muy diferentes. ¿Fue accidental que este hombre, cuya vida había sido un claro exponente de acuerdos negociados, este unificador por excelencia, terminase como el hombre de la mano dura, el gran divisor, y no sólo de su país? La influencia del factor salud no puede ahora, o tal vez nunca, estimarse debidamente. Si hubiera poseído la fortaleza de sus mejores días ¿hubiera evitado la intervención anglofrancesa, o, hubiera conseguido algún apoyo externo, o, al menos, la hubiera presentado de forma más táctica?
Cualquiera que sea la respuesta, creo que nunca hubiera podido unir al país, es decir, llevar a la izquierda con él, en una política que desafiaba a las Naciones Unidas. También es verdad que inicialmente su intervención, al principio, aumentó su popularidad dentro de sus filas. Creo, por tanto, que dado la situación y el estado de la opinión pública en el verano de 1956, un hombre cuya única fuerza era su habilidad reconciliadora no tenía otra salida y su final sería el colapso. Su tiempo había terminado.
Se ha dicho que un orador debe ser lo que su época quiere que sea, o no ser nada.
Eden, aunque no fuese orador, decidió heroicamente ser leal a la opinión pública, pero, tal vez nunca fue un hombre capaz de dirigir esa opinión pública, excepto en un plano técnico y, durante tanto la política como la opinión pública tenían una necesidad desesperada de encontrar una dirección. Su temperamento fuerte, su situación personal en relación a sus colegas, su poco dominio de muchos problemas internos, todo podía haber sido superado en otras circunstancias, pero, a pesar de su talento y de su experiencia, no estaba en situación de promover la formulación de nuevas ideas para una nueva época ni de unir a la opinión pública a su alrededor.
«Qué poco propio de él», era el comentario general de muchos que le conocían bien cuando actuó de forma tan, drástica y tan inesperada en Suez. Pero de hecho, había surgido una situación para la que ni estaba preparado ni tenía una fuente fresca de inspiración. La técnica y la fidelidad no eran suficientes. El sueño de su vida de una armonía nacional tras un liderazgo moral británico en asuntos exteriores del tipo de la pre-guerra no tenía ya razón de ser. «El capitán» -como dijo sir Winston Churchill del presidente Wilson- «se hundió con el barco».
Los últimos años los ha dedicado, sobre todo, a escribir sus memorias, cuyo volumen segundo, que trata del período anterior a la guerra, es mucho más penetrante que el primero, centrado en Suez. Han sido años de dignidad y apartamiento. Recuerdo cuando hablaba en la Cámara de los Lores sobre el Mercado Común, un tema que no le atraía. Muchos de los que apenas le habían visto los últimos años se maravillaban de su aspecto, más resaltado que deteriorado por los años de sufrimiento, y de su encanto personal, todavía difícil de superar. Jugando con los sentimientos de la Cámara, la llevaba suavemente, pero sin vacilaciones, a posturas diferentes de las de su partido, el conservador. «La verdad», se decía uno, no llegó.
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