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El futuro del castellano en Estados Unidos

Se calcula en ocho millones el número de personas que en Estados Unidos tienen el castellano como lengua materna. Algunos extienden la cifra hasta diez y once millones; otros, con buena dosis de razón, rebajan la cifra considerablemente. Las estadísticas, en este como en otros casos, no reflejan la situación real en todos sus matices y gradaciones.

Porque, evidentemente, una cosa es llamarse hispanohablante y otra el emplear espontánea y permanentemente la lengua materna. Y no es, menos evidente que media una gran distancia entre el puertorriqueño de Nueva York, que es impensadamente bilingüe y el chicano de San Antonio o de Corpus Christi. Texas, que habla un castellano anglificado, salpicado de pochismos y que encuentra difícil su promoción social fuera del medio angloparlante. Ni tampoco cabe incluir en el mismo grupo al bracero mexicano que lleva una precaria existencia en los suburbios industriales de Chicago o de Pittsburgo y que vive en una comunidad de «carnales» aislados por la, barrera, nunca franqueada, de su habla. Y subrayo habla porque aun su propia lengua, por la ausencia de una infancia escolarizada, no sabe escribirla correctamente.Desde los últimos años de la década de los sesenta las minorías discriminadas consiguieron hacerse oír y entrar con pie firme en los puestos administrativos superiores de las escuelas y universidades. Primero fueron los negros los que, desde la marcha de Selma y la consagración de Martin Luther King como hombre de manifest destiny, por su número y calidad en el mundo del deporte y del espectáculo, recibieron una publicidad insospechada y hoy día están ya incidiendo en la configuración de las grandes ciudades del Este y de los Grandes Lagos, y ganando las batallas legales que años atrás se reñían tan sólo en el Sur, desde Río Grande hasta Tennessee. A renglón seguido emprendieron la lucha los chicanos seguidos inmediatamente por los indios. Y esta secuencia -negro-chicano-indio- podría tomarse como una serie de escalones sociales dentro de una sociedad teóricamente sin clases.

Es cierto que a los chicanos y a su tesón racista deben los hispanoparlantes su consideración como grupo minoritario autónomo, su inclusión como grupo aparte dentro de los departamentos de español en colegios y universidades, la proliferación de programas bilingües y biculturales, la convocatoria de actos chicanos en las convenciones de profesores de español, el auge de un periodismo y una literatura chicanos y, en una palabra, la liquidación de unos tiempos vergonzosos en los que los chicos que hablaban español eran colocados a retaguardia de los anglos en las escuelas, y donde el instructor trataba a aquella minoría hispanófona como una menoría de edad intelectual, material y moral. En otros términos, los chicanos, con Chaves o, contra Chaves, han conseguido en California y en Texas y en menor medida en Arizona, Colorado y ya en los Estados del Pacífico septentrional, escalar cotas que parecían inaccesibles cuatro o cinco años atrás. No es raro encontrar a un director de estudios chicanos que iguala en sus emolumentos a cualquier profesor destacado o veterano o al entrenador insustituible del equipo de fútbol de su universidad.

El fenómeno chicanista

En la superficie, este fenómeno chicanista se ve como un éxito de los estudios de español o, en el peor de los casos, cómo un asidero firme en el terreno movedizo de la enseñanza de las lenguas foráneas. Pero este supuesto éxito no se asienta sobre unas bases sólidas que permitan augurar un futuro prometedor. Si se profundiza un poco en la cuestión y se observa con pupila bien atenta la incidencia de este fenómeno en la vida y en la sociedad, la realidad es bien diferente. Que unos cuantos chicanos, miles quizá, hayan traspuesto los, umbrales universitarios y al dejarlos con un. diploma en la mano hayan escalado puestos bien remunerados no quiere decir que el resto de la comunidad se abra paso fácilmente en un medio un tanto hostil. El apóstrofe de Spanish-speaking people con que todavía se alude despectivamente a los hispanos que viven en el ghetto es un sambenito que pesa en la conciencia de cada miembro de estos grupos marginados y del que procuran zafarse o disimularlo en muchas ocasiones, porque de otro modo se le hará más arduo el acceso a los bienes de la comunidad.

El chicano es, después de todo, ciudadano norteamericano desde su nacimiento. En la búsqueda de su identidad, de su identifícación como primer ocupante de los territorios allende Río Bravo, ha tenido que desbrozar su senda incluso a través de grupos hispanohablantes no chicanos: enfrentándose con el mexicano que ha pasado a nado la frontera y ahora le hace competencia en las plantaciones californianas; con el hispanoamericano que aspira también a encontrar trabajo como instructor de la lengua y, finalmente, con el propio nativo norteamericano que, habiendo adquirido por estudio y experiencia una lengua, reclama sus derechos y clama contra una discriminación a la inversa, especialmente si se trata de mujeres que se sienten igualmente discriminadas. por su sexo.

Pero el inmigrante mexicano acaba por aglutinarse con la ya existente comunidad preterida. Y esta comunidad chicano-mexicana que no recibe educación, sigue viviendo en sus barrios, separada, recluida, con urgencias que proliferan como hongos: desempleo, delincuencia juvenil, inasistencia escolar, tráfico de drogas, escasez de viviendas. Comunidades que el educador anglo considera ineducables. Minorías que hablan una jerga, el spanglish, que los más destacados no usan cuando comienzan la carrera a la caza de un diploma. Mientras tanto, con los carnales seguirá hablando de la revolución que nunca llega, seguirá dando vivas a la revolución y a Zapata y cantando La cucaracha, seguirá luchando al lado de Chaves contra el poderoso sindicato de los Teamsters y seguirá alentando de mejor o peor gana al pariente que pasó clandestinamente la raya fronteriza y cruzó el país de Sur a Norte, escondido en el camión por tres o cuatro interminables jornadas hasta perderse entre sus hermanos de raza y lengua en los arrabales de Detroit o de Chicago. El mismo que busca con desaliento a un médico que le cure en castellano o al abogado que le exige mil dólares por legalizar una existencia inconfortable.

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