La tercera vida de Ridruejo
Hace un año, Dionisio, entraste en tu tercera vida, que así llamó tu cofrade y maestro Jorge Manrique a ésta con que tu nombre perdura entre nosotros. Y acaso para demostrar a todos que tal vida es genuinamente tuya, que no se halla chapada o edulcorada por las convenciones con que la piedad de los vivos, a instancias casi siempre de su propia comodidad o de su egoísmo propio, suele revestir el recuerdo de los muertos más próximos, he aquí una orden, tan seca y contundente como insipiente y sorda, acaba de cortar violentamente un acto público celebrado en tu honor. Una vez más en nuestra historia, contra lo que la benéfica sentencia ciceroniana postulaba, las togas se han visto obligadas a ceder ante las armas; ante unas armas mudas, quietas y amenazadóramente apostadas a la vuelta de la esquina. «Plural», quisiste llamar a tu primera obra poética. La diversidad seductora del mundo y la inquietud estremecida de tu alma adolescente te forzaban, juntándose, a derramarte a ti mismo en un haz de concordes, pero distintos arroyuelos líricos. Fue ese título como una premonición de tu vida entera; porque desde su suave y fortísima unidad interior fuiste a la vez niño perdido en el bosque y varón que recia y lúcidamente sabe siempre decir, a la manera de Don Quijote, «Yo sé quién soy»-, ésta, tu vida, sólo afirmando, respetando y defendiendo la pluralidad real de cuanto te rodeaba quiso hacerse a sí misma y a sí misma expresarse. Así fuiste amigo de tus amigos. Así supiste ser vigía, servidor y maestro de España. «Que cada cual pueda realmente ser lo que desde dentro de sí mismo quiera ser; que cada cual sepa personalmente ser eso que quiere y puede ser desde dentro y desde fuera de sí mismo»; tal fue, pienso, la regla de oro de tu generosa manera de entender el liberalismo y la democracia. «Mientras haya hombres a quienes liberar de la miseria de la opresión, de la ignorancia, de la incapacidad para el recto empleo de la libertad-, deberá haber liberales en el mundo», te oímos decir un día en que un fanático, noblemente fanático de la justicia socialista, ponía al liberalismo en el desván de las bellas invenciones históricas ya caducas. Fieles a esa doble vocación tuya de pluralidad y de concordia, pluralidad no babélica, concordia no pontífica, un grupo de amigos tuyos quisimos que cinco españoles libres ofreciesen a nuestro menesteroso y sufrido pueblo otros tantos programas para el futuro de España. No pudo ser. Una autoridad más propicia a mandar que a escuchar, más aficionada a imponerque apersuadir, cortó, apenas iniciado, ese devoto empeño nuestro.Nos conocimos, Dionisio, cuando sobre esta áspera tierra imperaba la consigna «Como yo, o la muerte». A lo largo de siete lustros, tan largos para cuantos esperaban el reingreso de España en el nivel de la historia, tan cortos, medidos por el privilegio de tenerte entre nosotros, hemos vivido juntos cómo esa consigna se trocaba en esta otra, menos dura, sin duda, pero más degradante: «Como yo, o el silencio». Ese silencio que tú, todo palabra luminosa, has conocido bajo forma de destierro forzado, de censura excluyente, de prisión injusta. Y cuando parecía que tal imperativo iba quebrándose, mira, Dionisio, cómo sigue pesando sobre ti. Sigues, pues, viviendo, vivísimo esta en tu tercera vida. Y más vivo aún seguirás en ella cuando definitivamente luzca sobre nuestro cielo el sol que con su entrecortado, vigilado y poco armónico quiquiriquí todos los días van anunciando los gallos de la aurora.
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