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Tribuna:
Tribuna
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Los exiliados de fuera y de dentro

En su editorial del jueves 17 de junio, EL PAIS se hacía cuestión de un grave problema nacional -la deuda con el exilio- que afecta por supuesto, a todos los españoles, pero de forma muy particular, en este caso, a los intelectuales. Comentando, en efecto, el regreso a España de Sánchez Albornoz y de Madariaga, se preguntaba el editorialista si los españoles tenemos alguna deuda contraída con quienes estuvieron tan largos años apartados de su patria, y si basta para saldar las cuentas con dejarles entrar en su casa y colgarles en la puerta un discreto letrero de ¡No molestar!Entiendo, por supuesto, que el visado de entrada y la tolerancia, no están mal. Están, desde luego, muchísimo mejor que la silla en que, una noche de hace muchos años tuvieron sentado a don Claudio en Barajas, cuando pretendía ver unos minutos a una hija, enferma a la que por fin no pudo abrazar. Aquello fue cruel, y lo de ahora es lo correcto. Pero, coincido con el editorialista en que no basta. Quizá después de todo y de tantos años, todo llegue ya, un poco tarde. Sin embargo, nobleza obliga, y noble es la llamada que se nos hace desde EL PAIS.

Hay, no obstante, un par de aspectos del problema del exilio de los intelectuales, que suelen pasarse por alto y que quisiera comentar. Pienso, por lo pronto, en las deudas no contabilizadas, esto es, en la deuda que hemos contraido con aquellas personas que no se citan en las listas de exiliados o emigrados ilustres, por la sencilla razón de que aguantaron el exilio dentro de España, se insiliaron, si vale el neologismo. Por poner un ejemplo claro, yo vería, como tantos otros, con la máxima complacencia, que se repusiera en sus cátedras a mis admirados compañeros Aranguren, García Calvo y Tierno Galván, y que también volvieran a las suyas Valderve y Tovar. Esto es obvio. Pero, a la vez, en honor a la verdad, tengo que decir que mi satisfacción no sería completa, si en esta operación nos olvidáramos de hombres como, Julián Marías, o Faustino Cordón, por citar sólo dos casos de los muchos que habría que recordar, a quienes es imposible reponer por el evidente motivo de que jamás tuvieron un puesto dentro de nuestra Universidad. Y no ciertamente por falta de méritos, ni porque su colaboración no fuera necessria.

Exiliados e lnsiliados

Personalmente, estoy de. acuerdo en que se continúe insistiendo, y con toda energía, en que vuelvan los que tuvieron que irse, sin olvidarnos, eso sí de que, hay otros que nunca pudieron ser expulsados porque nunca llegaron a entrar. Me consta que a Marías se Ie ha requerido desde importantes Universidades extranjeras, una y otra vez, para ocupar puestos permanentes en ellas. Y lo mismo ha ocurrido con otros, con toda seguridad, o que han preferido aguantar a pie firme, las incomodidades, y algo más de ese exilio interior, al que tanto debemos y tan poco recordamos. En pocas palabras, es preciso ampliar el capítulo de las reparaciones, incluyendo en él a los exiliados y a los insiliados.

Siempre he recordado lo que una vez me dijo de sí mismo Julio Caro, hablando de estas cosas; tengo la impresión, me dijo, de que vivo dentro de un paréntesis, excluido de la vida del país. Tratemos, pues, de incluirlos a todos. Unos y otros querrán, o no querrán, -porque dentro también hay penitencia-, entrar o volver a entrar en la Universidad; eso, naturalmente, es cosa suya. Pero en nosotros está la obligación de luchar por que se les ofrezca la reparación que les es debida. A unos, la de volver a la que nunca debió dejar de ser su casa. A los otros, la del ingreso honorable que en su día se les negó.

Ambas cosas, por lo demás deben hacerse sin que la alabanza y reparación de unos, implique, el menos precio de quienes, durante esos largos años optaron por trabajar dentro de la Universidad española, pudiendo haberse quedado en otras más cómodas y mejor dotadas. A finales de los años cuarenta, vaya por caso, dos compañeros míos, Juan Linz y Mariano Yela, fueron becados por el Gobierno español para estudiar en los Estados Unidos. Ambos tuvieron la posibilidad de quedarse allí. Como en el cuento de marras, Linz se quedó y Yela volvió. Uno pudo investigar y el otro investigó lo que pudo, pero a la vez enseñó a miles de psicólogos españoles, que a él le deben, le debemos, mucho de lo que somos. ¿No vale también esto último? Esta clase de hombres, ¿no merece asimismo alguna gratitud? Conozco muchos, muchísimos intelectuales españoles a quienes, por sus propios méritos prófesionales, Universidades de Europa y América les abrieron sus puertas cuando las cosas andaban incómodas por aquí y a pesar de todos los pesares, o quizá por ellos, prefirieron quedarse aguantando los palos de sus velas. ¿Es que Alarcos, Dámaso Alonso, Lapesa, Emilio Lorenzo, Rof, Zamora Vicente y tantos otros no hubieran podido emigrar cuando las cosas les iban medio regular por estos lares?

España debe, sí, recuperar a todos sus hombres y pagar generosamente las deudas contraídas con aqueIlos para los que fue madrastra. Pero, ojo, ha de pagárselas a ellos, que suelen ser justamente los que no pretenden cobrarse nada, y a la vez no echar en olvido que todo hubiera ido peor si muchos de los que se quedaron se hubiesen marchado también.

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