Un ramo de órganos sexuales
Con ‘Tocar tierra. Reflexiones de una jardinera’ (Espasa), Leticia Rodríguez de la Fuente explica la siembra de su huerto que es también la construcción de su lugar en el mundo
Cuando le regalas a alguien un ramo de flores, le regalas un ramo de órganos sexuales. Lo escribió Roberto Burle Marx. Y lo recuerda Leticia Rodríguez de la Fuente, que mezcla su infancia, su huerto y su crecimiento personal en Tocar tierra (Espasa), un libro sobre nuestra naturaleza. Esta memoria-ensayo está dedicada a su padre y, en realidad, podría ser un camino desde el vacío que él dejó en su vida hasta la construcción de una vida propia. La nueva vida de esta historiadora es en un huerto, florida medio año y paciente el otro medio.
Leticia es una jardinera que bebe gin-tonic contemplando el atardecer. Tiene callos en las manos y el cuerpo sembrado de moratones. Sabe que un oasis es también una isla de soledad. Sabe que el paisaje se construye tocando tierra y conociéndose. ¿Conociéndose? Conocerse es prioritario. ¿Cómo entender la resiliencia de las plantas y organizar los planteles sin haber aprendido a observar?
Como un escritor se enfrenta al folio en blanco, Leticia se enfrenta a la tierra surcada. A la inseguridad de la siembra y a la fiesta de la primavera. Ha decidido vivir entre los chopos, donde anidan las águilas y nogales. Tener una granja de flores. Con una biblioteca de floricultura y una casa de aperos convertida en vivienda.
La idea le florece tras 10 años dedicada al mundo del arte. Flowrs, una antigua pescadería reconvertida en floristería en el mercado de San Antón de Madrid. Las flores llegan con pesticidas. Los países se están especializando en un tipo. Las anémonas son italianas, Colombia, Ecuador y Etiopía compiten por el control de las rosas del mundo. Leticia decide cultivar las suyas. Eso, cultivar las flores que a una le dé la gana, es hoy una ilegalidad. También una pequeña revolución.
Rodríguez de la Fuente tiene el sustento de una infancia de jardinera burguesa podando los geranios de su abuela Marcelina, en la calle Cádiz de Santander. De esos años conocía La Alcarria, donde está hoy su huerto. Escribe: “Tuve la suerte de disfrutar con mi familia de una infancia asilvestrada, rodeada de naturaleza, muchos perros, gallinas y la huerta de mi madre en La Matilla, nuestra casa de campo familiar en La Alcarria. Era el refugio de mi padre, adonde se escapaba, cuando se lo permitía el trabajo, a descansar con su tribu. Solo atravesábamos la linde de nuestro oasis de encinas, para trotar por los caminos interminables de los campos de trigo y cebada, tras el vuelo majestuoso de sus halcones peregrinos, cuando practicaba el arte de la cetrería, que era muy a menudo. Esos mares amarillos de horizontes infinitos, silencio y quietud, troquelaron la mirada de una niña que no entendía de fronteras ni límites. Si podíamos seguir el vuelo del halcón sin perderlo, todo era posible en la vida”.
Pero ese paraíso se truncó. Esa niña de nueve años se fue con su padre para no enfrentarse al “vacío de la existencia sin él“, escribe. Hoy ha aprendido a conocerse y llama a un puñado de años por su nombre: desconexión de uno mismo.
Con una “fragilísima salud de hierro”, Leticia Rodríguez de la Fuente tocó la tierra para poder levantarse. Fue así, después de dedicarse a vender lo que más le gustaba comprar: flores, entendió que debía dar un paso más y cultivarlas. Ese sería el camino en su aportación a un mundo un pelín mejor.
“Contribuir al cuidado del planeta reduciendo las emisiones de CO² y el uso de pesticidas me animó a meterme de cabeza en el cultivo sostenible de flores orgánicas y de cercanía. Cultivaría para suministrarme a mí misma y a todos los profesionales del sector en Madrid que las apreciaran y que creyeran, como yo, que tenemos una responsabilidad con el planeta que habitamos y que está en nuestras manos cuidarlo. Ganar más dinero no justificaba destruir lo que nos pertenecía a todos”.
Este libro es la historia de ese empeño. También un tratado didáctico de horticultura aprendida a base de errores. Tocar tierra enseña a distinguir entre las vivaces, la más rotunda es la hermosa peonía, y las bulbosas, como los narcisos. La favorita de Leticia es la Dalia, que ama el calor y crece con generosidad.
Aprendemos trucos como que las ortigas son aliadas que repelen las plagas y facilitan la absorción del nitrógeno y, por lo tanto, el crecimiento. Si Leticia cuenta que prepara budín de ortigas, leemos en ese gesto una relación maternal con las plantas porque ya nos ha contado que en las cenas, ella pone el vino. Estamos advertidos de que el metal es malo y de la paradoja de que una horticultura sostenible necesite plásticos.
El esfuerzo y el placer y la primavera como metáfora de la madurez de la autora están presentes en un libro que recorre un camino en el que estaba todo por hacer. Fue entonces cuando entre las vivaces y gramíneas que rodean la casa, Leticia organizó caminos de gravilla que no llevan a ninguna parte, simplemente invitan a pasear entre las plantas y disfrutar de su belleza.
Asistimos a la conversión de un pedregal en tierra fértil. De un rincón del valle en un proyecto de vida. De un cuerpo enfermo a otro sano, tatuado de cicatrices de ese esfuerzo. Pero además Leticia comparte su método de estudio. Y las listas de lectura. En The Curious Gardener, aprende que las plantas, que utilizan sus raíces para acceder a los nutrientes, necesitan espacio, o pasadizos, para poder moverse y encontrar su alimento. Explica que fabricar compost es como hacer un bizcocho. El proceso es sencillo y, como en la buena cocina, se le coge el pulso con la práctica.
Aprende a amar la tierra en sus momentos de tranquilidad: “Ahora que escucho a la tierra, no veo el momento de que lleguen las heladas porque la abren, preparándola para la primavera”. Y con el grito de guerra de “lo que sucede, conviene”, ella, que “quería ser la Vita Sackville West de La Alcarria”, aprende que “no solo vale querer”. La práctica de la jardinería es un proceso lento. Enseña a esperar. También a confiar. “Esperar sin red”, lo llama ella. Lo que la sociedad nos ha arrebatado, añade. Arriesgar. El jardinero, como el agricultor, arriesga cada año. Pero sabe que en el otoño, el jardín florece debajo de la tierra. Por eso la toca. Y puede pasarse sin tocarla porque ha aprendido que hacerse adulta ha sido un proceso de vaciamiento. Como hace la tierra que acoge, cuida, florece y suelta.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.