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Las horas paganas
Columna
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Ultimo adiós al Café Gijón

Nunca fui más feliz y me sentí mejor que en aquellos tiempos en que navegaba en esa gabarra llena de tripulantes soñadores que esperaban en vano que, de pronto, subiera la gloria a bordo y los coronara

Manuel Vicent

Finalmente, el Gran Café de Gijón se vende. Esta vez va de veras. Lo ha comprado el Grupo Cappuccino, que según manifiesta su publicidad se trata de un líder de restaurantes y cafeterías de lujo situados en lugares privilegiados, Mallorca, Ibiza, Marbella, Gstaad, y que “se caracteriza por una arquitectura y diseño increíblemente únicos, y por la impecable calidad y presentación de su cocina”. Esto significa que todos los fantasmas del Café Gijón al oír esto habrán huido y aunque el local se quede como estaba, habrá perdido el alma, que es la forma de desaparecer para siempre.

Nunca fui más feliz y me sentí mejor que en aquellos tiempos en que navegaba en esa gabarra llena de tripulantes soñadores que esperaban en vano que, de pronto, subiera la gloria a bordo y los coronara. Eran aquellos días lejanos y azules de la juventud, cuando nos sentíamos pilotos del mañana; el franquismo iba ya de caída mientras uno quemaba las horas en ese espacio y con el codo en la mesa y el puño en la mandíbula contemplaba el futuro que pasaba por el ventanal y recordaba aquel mar con el grito de las gaviotas que había dejado atrás.

Aquella tertulia de la primera mesa, según se entraba a la derecha, se componía de cómicos, de periodistas y de magistrados de Justicia Democrática. Alrededor del velador de mármol gris oscuro se cruzaban de viva voz las noticias que cada uno traía de la farándula, de las redacciones de los periódicos y de las audiencias y juzgados o de su propia vida, recién sacadas del horno y adornadas con chismes de primera mano para demostrar que, si bien Franco moriría en la cama, la dictadura ya estaba siendo derrotada en la calle.

Al lado de la tertulia, pegando la oreja, dormitaba el timonel de esa vieja gabarra sentado en un taburete, de espaldas a su taquillón de tabaco y lotería. Alfonso, el cerillero, con chaqueta azul de maquinista de la General, era el que cortaba el ticket en la puerta a los jóvenes que entraban azorados por primera vez en el café en busca de algo inaprensible, con toda la ansiedad en el diafragma.

Un día decidí ir a Ítaca. Llegado a la isla de Ulises saqué mi cuaderno de notas y, sentado sobre las raíces de un olivo milenario que me servía de trono, me dispuse a escribir. Creía que ese lugar frente a una bahía azul que se metía en mis ojos, rodeado de cabras y cagarrutas de liebre, me inspiraría un texto excelente, pero después de mordisquear un buen rato el caparazón del bolígrafo, no se me ocurría nada. En aquel momento recordé que desde la mesa del primer ventanal del café Gijón hasta el lavabo había 11 pasos, un trayecto que había recorrido innumerables veces. Entonces me di cuenta de que no había sido necesario viajar tan lejos. Bastaba con imaginarse que uno era el propio Ulises y que volver del lavabo a la mesa era como regresar a Ítaca, puesto que en ese corto camino de 11 pasos cualquier noche de sábado podía encontrarme con todos los personajes de la Odisea. De pie, agolpados junto a la barra o apoyados en el túmulo de la bajada al restaurante, allí estaban la ninfa Calipso, Nausica, la maga Circe, Polifemo, Telémaco y finalmente la propia Penélope, que esperaba sentada a la mesa de la tertulia y había sucedido que mientras tú te habías demorado en el lavabo los pretendientes Antínoo y Eurímaco trataban de enamorarla a tus espaldas.

Cuando un sábado de octubre de 1960 entré por primera vez en el café Gijón, un pintor famoso a cuatro patas ladraba a los recién llegados y un poeta famélico recitaba a Garcilaso subido en la cumbre de su hambre. Una vez aceptado por los fantasmas del café, tuve que admitir que allí podía pasar de todo, que un grupo de falangistas te obligara a cantar el Cara al Sol a punta de pistola, que un demente tratara de incendiar el café con un bidón de gasolina, que te sorprendiera un atraco a mano armada o que un escritor frustrado dudara entre pegarse un tiro o tomarse un pepito de ternera.

Sucedieron días de una plenitud orgiástica y lentas tardes de tedio frente a una taza de café con un recuelo donde se ahogan las colillas; largas sesiones de silencio esperando la gloria literaria; soterradas depresiones pasadas con los codos en el velador, el color macilento que iba calando en cada rostro, la niebla de los cigarrillos que te ahumaba el alma. Llegó un momento en que supe que el café Gijón también era una mala forma de envejecer y por eso, hace años, opté por bajarme en la primera parada y dejar que la nave se alejara en la niebla por la Castellana, río abajo. El tiempo ha desdibujado los rostros que un día nos fueron familiares; las risas de felicidad con los amigos han adquirido en la lejanía un sonido neumático; los veladores poblados de figuras que se multiplicaban en los espejos del café Gijón se han convertido en humo amarillo. Tampoco estuvo tan mal todo aquello. Adiós.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.
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