Ítaca desembarca en el barrio de Las Letras
El ilustrador Gonzalo Muiño ha creado un efímero proyecto artístico en el espacio Monbull Corner, donde recrea el célebre poema de Constantino Kavafis interviniendo todo el espacio
“Cuando emprendas tu viaje a Ítaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias”, arranca Ítaca, el poema de Constantinos Kavafis, ese que el ilustrador Gonzalo Muiño (Madrid, 32 años) leyó cuando solo tenía 19 y su madre —la también dibujante Brenda L. Harwood— se lo metió en la maleta antes de irse a vivir a Nueva York. Unas letras que son un vínculo especial entre madre e hijo, con gran significado personal para el artista. Tanto han dado de sí en su vida y en su recorrido artístico y personal que le han llevado a ilustrar media docena de salas de un céntrico espacio de Madrid inspirándose en esos poseidones, cíclopes y lestrigones de los que hablan los versos del griego. Unas imágenes efímeras, que desaparecerán para siempre en pocas semanas.
Monbull Corner, el espacio de marras en la calle de Almadén, 19, fue quien le propuso al ilustrador esa intervención porque ya conocían su trabajo y para ellos era “caballo ganador”, cuenta Mercedes Amorós, la gestora del espacio, responsable de marca y comunicación de marca de Monbull. Fueron ellos quienes decidieron confiar a Muiño su inauguración de este espacio. Monbull tiene varios más repartidos por la ciudad (Hermosilla, Salesas, Jorge Juan...) para hacer “eventos, presentaciones, rodajes...”, relata Amorós, pero este busca una visión artística del lugar unida a marcas, como era el caso.
Aquellas conversaciones fueron de diciembre de 2019, y la fecha que divisaban era marzo de 2020. El 11. Nunca pudo ser. Pero así el autor pudo pensar. “Barajé historias como La Flauta Mágica, pero no lograba sintetizarla en 7, 8 salas. Una amiga se fue a vivir a Londres, su abuela murió y me contó que se sentía muy sola, no veía el sentido a estar allí... Le dije que me ayudaba mucho este poema, que es un viaje espiritual”, recuerda. Y entonces lo vio claro. Para él, es “como un legado”. “Cuando mi madre vino a la presentación se echó a llorar, menos mal que con la mascarilla estaba parapetada”, ríe ahora.
La pandemia le dio a Muiño la posibilidad de sumergirse aún más en el mundo del autor. “Todo el confinamiento me obsesioné con Kavafis”, confiesa. “Leí que casi no había salido de Alejandría, ¡tenía un puesto gris de funcionario! Y pensé que si este tipo fue capaz de escribir todos estos poemas tan evocadores, aquí había chicha que rascar. Y que el verdadero viaje es hacia adentro”. Entonces cambió su primera idea, de ciudades y rascacielos, a “cosas más abstractas: cíclopes, rostros con perspectiva, traer los recuerdos”.
Tras meses postergándolo, empezó a llenar el espacio en febrero. Había un par de premisas: no solo podía, sino que debía llenar el local. Esto no era colgar cuadros. Era tocarlo todo, a su gusto. “En el Poseidón hubo un goterón de pintura, lo aproveché. Era intervención total, me podía salir del folio lo que me diera la gana. El límite era que no había límite”. Con una sola excepción: el suelo. Muiño pintó las frases del poema en las paredes, creó inmensos tótems de madera y llenó las salas de distintas sorpresas que suponen un viaje, también interior. En octubre se unió al proyecto un patrocinador: la firma textil británica Barbour. “Queríamos conectar la marca con la historia y Monbull fue mediador para que apoyara la iniciativa. Sí, hace falta dinero, pero puede ser interesante”, defiende Muiño al patrocinador privado, que sin intervenir en absoluto en lo artístico le ha proporcionado fondos y materiales distribuidos por las salas que, además, son parte de una subasta benéfica cuya recaudación irá a la asociación (R)Forest. Y el artista está feliz. “Porque una de mis obsesiones fue generar los menos desechos posibles. El coloso está hecho de papel, por ejemplo, y las figuras de madera no las voy a destruir pero son fáciles de reciclar. Acabarán en mi jardín”, se carcajea.
Al contrario del mural suyo que adorna la pared central de la tienda de Uniqlo en Madrid desde hace un año, en semanas este proyecto desaparecerá bajo una marea de pintura blanca. Pronto tapará los versos de la pared (realizada con pintura de radiadores), el Poseidón de la escalera o ese gran móvil daliniano que solo se ve con la perspectiva correcta y que tanto placer y quebraderos de cabeza —”todo fue prueba y error; casi me cuesta el divorcio”— le han dado a Muiño. No le da pena. De hecho, que todo acabe ayuda a que sea cercano, “que se puedan tocar los ojos, que las prendas se puedan mover. Es efímero. La belleza se la lleva quien lo haya visto”.
En la conceptualización tardó “casi un año”. “Pero desde que me dieron las llaves, que te las dan, tres semanas”, calcula. Como explica Mercedes Amorós, “la respuesta está siendo de locos, a todo el mundo le parece maravilloso”. El propio Muiño es el guía los fines de semana (con cita previa) y han ampliado hasta Semana Santa. “Son unos 50 minutos con la adrenalina a tope, es muy estimulante, pero acabo rendido. Lo hemos acotado a las mañanas. ¡Llevo un mes sin ver a mis sobrinos!”, exclama.
Y eso que al principio se veía con síndrome del impostor, algo que supera visita a visita. “El otro día vino un coach y me decía que medimos el éxito en manos de terceros, en lo que otra gente piensa o dice, pero le dije que para mí esto era un éxito porque yo había sido capaz de hacerlo, por haberlo conseguido, porque todo encaje”. El pide que la gente lo recuerde. “Espero, espero. Para mí ese es el verdadero éxito. Cuando crees que has llegado al final del viaje, es el principio”, dice poético. “¡Que no llevo un año obsesionado con Kavafis para ahora quedarme en blanco!”, ríe. Como decía su autor favorito, él pide que el camino sea largo, “que muchas sean las mañanas de verano en que llegues —¡con qué placer y alegría!—a puertos nunca vistos antes”.
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