La Barbour, una prenda eterna que emerge cada vez que el mundo se tambalea
Intentamos responder a la gran pregunta que toda persona mínimamente interesada en la moda se ha hecho en algún momento de su vida: ¿ha llegado el momendo de comprarse una barbour?
Es una de las preguntas que demuestran que la moda no es tan sencilla ni tan de perogrullo como parece. ¿Ha llegado el momento de hacerme con una barbour? En otra época, la respuesta hubiera pasado por argumentos pragmáticos: sí, si va a cazar patos, a pasear por el monte con público o a conducir un todoterreno por caminos recónditos y embarrados. Hoy, sin embargo, la cosa no está tan clara. No porque la utilidad haya dejado de ser un criterio definitivo, sino porque en los últimos años el armario masculino se ha ido transformando para albergar una serie de prendas de orígenes diversos capaces de generar ese raro milagro llamado consenso.
Y la chaqueta Barbour, inspirada en las chaquetas de campo inglesas –de ahí sus tonos otoñales, su cuello de pana, su tejido de algodón encerado, su corte sin estrecheces y sus bolsillos exteriores y voluminosos para guardar cosas–, emergió en los años setenta como el producto estrella de una empresa familiar a la que el duque de Edimburgo convirtió en proveedora de la Casa Real inglesa en 1974. Si ha visto la cuarta temporada de The crown, sabrá de lo que le hablamos: Diana y su futuro suegro, la campiña de Sandringham, el ciervo herido, los Land Rover destartalados. Los expertos en marketing lo definirían como “aspiracional” (es decir, deseable), pero también sirve para demostrar que la chaqueta campera tiene tanta solera como el esmoquin o el traje cruzado.
En las últimas dos décadas, ha resurgido varias veces. La han llevado los indies y las modelos, los músicos en un Glastonbury embarrado, influencers, estrellas de Hollywood y, sobre todo, hombres como usted y como yo, con ganas de comprarse una prenda que cumpla su función y, sobre todo, que tenga más de una lectura. Una Barbour es una gabardina campestre, un cortavientos gozosamente viejuno, una parka con pátina, un pedacito de historia que, como la chupa de cuero, ha significado tantas cosas que hoy ya puede ser lo que cada uno quiera que sea. En la industria se les llama staples, básicos o hitos.
Por eso está aquí. En cualquier otro año, en febrero ya estaríamos animándole a renovar su ropa para el buen tiempo, pero los últimos meses han demostrado que todo es relativo. Y la Barbour, que hoy vive un momento de esplendor y está disponible en varios modelos y acabados, rezuma solidez. Se lleva con vaqueros, con traje, con ropa técnica, con todo. Sirve para viajar y para ir a tomar algo. No tiene género. No se pliega sobre sí misma hasta ocupar menos que un paquete de pañuelos, pero bien cuidada es casi eterna. Y, por fin, ya no es un símbolo de estatus, ni de clasicismo ni de ideología, sino de esa cultura indumentaria que, poco a poco, está enseñándonos a vestirnos de una forma más sabia y consistente.
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