¿En qué consistió “la gran renuncia masculina” y por qué es tan importante en ‘Los Bridgerton’?
Los hombres de la nueva serie producida por Shonda Rhimes no solo son objetos de deseo, sino protagonistas del momento en que la moda para hombre cambió para siempre
En ocasiones, el término “vestuario de época” resulta engañoso. Por ejemplo, si el argumento de Los Bridgerton (Netflix) tuviera lugar quince años antes, la imagen de los hombres de la serie sería muy diferente. Irían maquillados, llevarían pelucas y, posiblemente, sus trajes incorporarían más florituras, bordados y oropeles que los de los personajes femeninos de la serie. Sin embargo, la nueva producción de Shonda Rhimes no se desarrolla en 1800, sino en un 1813 que, en ocasiones, casi parece 2021.
La serie de Netflix es un caramelo visual en la que el Londres georgiano sirve como escenario social para una trama de enredos digna de The O.C. o de Gossip Girl, con bloguera (perdón, autora de pasquines) incluida. La moda femenina de la serie, tal y como ha analizado de manera exhaustiva este artículo en Smoda, navega entre el pasado y el presente. Y lo mismo sucede con la ropa que llevan los hombres. Con la diferencia de que, en este caso, Los Bridgerton recrea un momento clave en la evolución de la vestimenta masculina.
Del tacón al zapato plano
Los expertos lo han llamado “La gran renuncia masculina”. Dicho así, suena épico, y lo cierto es que lo fue. El sociólogo John Carl Flügel desarrolló esta teoría en su Psicología del vestido, un ensayo publicado en 1934. Según contaba este influyente autor, en el Antiguo Régimen, los hombres eran los depositarios del poder y lo demostraban ostensiblemente a través del lujo. Por eso, en las cortes barrocas europeas los varones lucían tantas joyas, bordados, colores excéntricos y aderezos como las féminas. Piense en la corte del Rey Sol, en Casanova, en Versalles. Tacones, perfumes sofisticados, flores, encajes, lunares postizos, terciopelos y erotismo rococó.
Sin embargo, con la revolución francesa el ideal social dejó de ser el aristocrático y pasó a ser el burgués. El estatus ya no era solo un don divino, sino el resultado del trabajo. Y, por ello, el nuevo siglo dividió estrictamente los roles de hombres y mujeres ante el lujo. El hombre, dedicado a cosas “serias” –la banca, el comercio, la ciencia, la política, la industria, la ley–, adoptó un uniforme severo, clásico y práctico, que desembocó en el infalible traje de oficina en tonos grises que se ha utilizado de forma unánime e ininterrumpida durante más de siglo y medio. A su vez, la mujer se convierte en el escaparate del poderío económico de la familia: ella es la que luce los vestidos, los zapatos, las joyas, los tocados y el maquillaje, que se van haciendo cada vez más lujosos, extravagantes e incómodos. Que una mujer pudiera permitirse vestir siempre de manera sofisticada pero incómoda significaba que no tenía que hacer ninguna tarea física por sí misma. El ideal femenino era la muñeca encorsetada, como estudió Pilar Pedraza en Máquinas de amar y como muestra Bridgerton, donde las jóvenes casaderas luchan contra un entorno que las fuerza a ser criaturas pasivas y sin voluntad.
Brummell, el chándal de siglo XIX y el imperio del dandi
Lo interesante de Los Bridgerton es que su acción se desarrolla exactamente en el sitio y en el lugar en que se produce ese cambio. Y, aunque apenas se lo mencione, los hombres de la serie –especialmente los menos carismáticos– son calcos exactos de George Beau Brummell, el hombre que catalizó esa transformación social y e inventó de facto una nueva forma de vestir.
Un buen ejemplo es el aspecto de Anthony Bridgerton, el personaje que interpreta Jonathan Bailey: levita oscura, camisa blanca con chaleco a juego, pantalones de montar blancos, botas hípicas altas y, al cuello, una cravatte, que no es más que un pañuelo estratégicamente anudado. Rostro rasurado, cabellos cortos de color natural con tupé alborotado y grandes patillas en forma de hacha. Resulta impecable, seductor, correctísimo; sin embargo, solo dos décadas antes nadie le hubiera admitido así en ningún acontecimiento social.
El atuendo de Bridgerton es, punto por punto, el mismo que Brummell inventó remezclando prendas que pertenecían no al mundo elegante, sino al del deporte, la hípica y las actividades al aire libre. Es decir, algo similar al efecto que tendría un hombre vestido con chándal en un evento de gala. Sin embargo, en una Europa recién salida de una revolución social y política, la claridad de ideas y la transparencia estética de Brummell fue acogida como un acontecimiento casi teológico: desde ese momento, los hombres no debían competir entre sí para ver quién llevaba más brocados encima, sino para sacar partido y afinar al máximo unos pocos elementos que, a primera vista, resultaban austeros, sobrios, casi minimalistas. Y los dandis, los seguidores de la nueva secta –así la nombró en 1834 el escritor Thomas Carlyle– buscaban el modo de imprimir su personalidad propia a aquellas prendas aparentemente neutras.
De la hípica a la oficina
En la década de 1810, los hombres occidentales de clase alta vestían como émulos de Brummell, que a pesar de carecer de oficio definido logró hacerse imprescindible en los salones de la Regencia gracias a su estilo personal y a su ácido sentido del humor. Su ejemplo cundió como la pólvora en una Europa –y, de ahí, a Estados Unidos– que buscaba nuevos referentes. El nuevo atuendo no solo era fácil de llevar, sino también cómodo. Vestido con él, un hombre podía pasar el día entero sin cambiarse de ropa, acudir a trabajar, a montar a caballo o a un baile cambiando algunos detalles.
Fue así como Londres se convirtió en la capital de la moda masculina gracias a varias generaciones de sastres que inventaron un oficio consistente en pulir y evolucionar cada detalle, por ínfimo que pareciera, de aquella fórmula. Y, con el tiempo, el atuendo georgiano fue transformándose. El pantalón adoptó tonos más oscuros –el blanco marcaba demasiado la anatomía– y acabó siendo cortado en el mismo tejido que la chaqueta. Esta, a su vez, se acortó y se volvió más geométrica y menos ajustada. Las botas se transformaron en zapatos –al fin y al cabo, parte de la vida cortesana sucedía en suelo pavimentado– y la camisa siguió siendo blanca, pero la cravatte buscó fórmulas más fáciles que evitaran a los caballeros el esfuerzo diario de dar con el nudo perfecto (Brummell desechaba varios pañuelos cada día antes de lograrlo). De ahí salieron el traje, la camisa, la corbata o el zapato de vestir.
Sastrería ‘hip hop’
En el vestuario masculino de Los Bridgerton, la diseñadora de vestuario Ellen Mirojnick se ha ceñido considerablemente al rigo histórico en esos personajes –los chicos elegantes y pelín conservadores de la alta sociedad georgiana– que visten de modo similar, inspirados en el legado de Brummell, que en 1813 estaba en pleno declive como celebridad local debido a su enemistad con su ex mejor amigo, el príncipe de Gales, regente y futuro Jorge IV (a partir de 1820).
Harina de otro costal son las dosis de fantasía que Mirojnick ha introducido en el vestuario de otros personajes, en línea con las licencias literarias (y románticas) de la serie producida por Shonda Rhimes. Si el vestuario femenino está lleno de anacronismos, también lo está el del Simon Bassett, el galán rebelde (y con título) interpretado por Regé-Jean Page. Las chaquetas de terciopelo oscuro, los tonos brillantes, el corte de pelo con fade y la barba recortada son más propias de la alfombra roja de los Grammy que de un salón del Londres georgiano. Pero, a fin de cuentas, esa es la mirada pop que Los Bridgerton arroja sobre aquella época, convirtiendo a los personajes masculinos en objeto de deseo y utilizando la Inglaterra de la Regencia como el telón de fondo de una trama que, como toda buena serie de adolescentes, es un cóctel de belleza, sexo, ambición y, por qué no, alguna que otra golosina fashion.
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