Lobos feroces, bosques peligrosos, una secta ‘new age’ y la desaparición de un niño: el ‘rural noir’ de Pilar Fraile
La escritora publica ‘Las leyes de la caza’. “Hemos perdido en tres o cuatro décadas un conocimiento de milenios sobre el campo”, explica

El entorno rural que retrata Pilar Fraile (Salamanca, 50 años) en su última novela, Las leyes de la caza (Candaya), no es un lugar amable ni tranquilizador. Los dos primeros párrafos marcan el tono de libro: “Oliver ha desaparecido, mi hijo ha desaparecido’. La lluvia arrecia y los chubasqueros empiezan a calar mientras ella se repite: ‘Oliver está ahí fuera, solo’, pero sigue sin poder creer lo que está sucediendo”. La búsqueda de ese niño en un espacio agreste articula la trama de una novela que refleja muchos temores ancestrales del campo —la presencia de lobos, la oscuridad de los bosques—; pero que también relata el choque entre aquellos que viven en esos espacios y los que buscan en ellos un refugio impostado, como los integrantes de una secta new age de la que forma parte la madre del menor perdido.
Las leyes de la caza está a medio camino del thriller —más bien del subgénero llamado rural noir— y la novela psicológica, porque el relato está contado desde el punto de vista de los diferentes personajes que construyen la trama: la madre del niño desaparecido, la comisaria de policía que lo investiga, un pescador del pueblo… “Utilizo la estructura de un thriller, de un rural noir, de manera muy consciente para llegar a más lectores, pero tampoco es un thriller al uso”, explica Fraile, autora de las novelas Días de Euforia (2020) y Las ventajas de la vida en el campo (2018). “La estructura más profunda es de tragedia. La novela en verdad es un libro sobre el desencanto contemporáneo, sobre las crisis que no nos podemos quitar de encima”, agrega sobre un relato policiaco del que resulta muy difícil despegarse según avanza la trama.

Las leyes de la caza transcurre en un entorno rural no identificado, aunque está inspirado por los espacios y los paisajes de la infancia de la autora, un pueblo llamado Puente del Congosto, en Gredos, una zona montañosa que forma parte del sistema central —y que este verano sufrió varios incendios virulentos—. La novela está recorrida por esa extrañeza entre los dos mundos, el campo y la ciudad, por el choque entre la España rural, cada vez más remota para mucha gente, y las ciudades hiperconectadas con todo el planeta y más desconectadas que nunca de lo que tienen a apenas unos kilómetros.
“Existe un enorme hueco entre los que vamos al campo desde la ciudad y los que viven en el campo, porque ellos absorben lo que hay alrededor sin tener que estudiarlo”, señala la escritora, cuya existencia ha transcurrido, precisamente, entre grandes ciudades y pequeños pueblos. De hecho, ahora vive en uno de la Comunidad de Madrid. “Me crie en un pueblo atravesado por el río Tormes, en la Sierra de Gredos, en el que todo el mundo pescaba porque se trataba de una economía de subsistencia. Ellos entendían el río de una forma de la que ahora estamos un poco lejos, sobre todo en las ciudades”.
El conflicto en torno a la presencia del lobo encarna también esa enorme distancia entre el campo y la ciudad. Saber que esos magníficos y bellos depredadores han ganado el espacio perdido durante décadas de caza salvaje es, sin duda, una excelente noticia. Mirar una montaña, y saber que el lobo está ahí en alguna parte, agazapado y sigiloso, resulta emocionante para cualquier visitante. Pero, para los ganaderos, los ataques de los lobos se han convertido en un problema creciente que pone en peligro la ganadería extensiva, que no solo es más ecológica que la intensiva, sino que además es muy útil para combatir los incendios —la yerba comida por las vacas hace más difícil que prenda y avance el fuego—.

“El lobo es un elemento fundamentalmente simbólico”, explica Fraile, que es también ensayista, poeta —es autora de cinco poemarios— y colaboradora de EL PAÍS. “Existe una historia enorme de simbolismo en torno al lobo, está en nuestro ADN, hay mucha presencia en la literatura, y es un animal esencial de las culturas nativas americanas”. Y relata una historia que le ocurrió con unos amigos en su pueblo: “Cuando vinimos a vivir aquí, había una lobera, una zona donde los lobos estaban en un espacio enorme, en semilibertad, por lo que no siempre los veías. Un día fuimos varias personas y los pudimos ver muy cerca. Al día siguiente todos habíamos soñado con los lobos. En mi caso, me estaban hablando, decían que les sacásemos de ahí. He querido trasladar esa presencia a la novela”.
“Creo que hay diferencias en la percepción del lobo en entornos urbanos, donde es más un animal mítico, un tanto antropomorfizado como tendemos a hacer con todos los animales últimamente, y rurales, donde constituye una amenaza para los rebaños, un depredador, incluso una alimaña en el pasado. Pero no creo que sea totalmente generalizable porque el peso simbólico es importante independientemente del territorio, y mucha de la gente de campo que tiene contacto con ellos siente verdadera admiración por la astucia, la elegancia y esa cosa como de otro mundo que tiene ese animal. En todo caso, y esa es la potencia del uso del lobo como elemento metafórico en la novela, nos cuesta mucho con este animal desligar leyenda y realidad. Algo literariamente muy interesante”.

“El bosque impone, eso es un elemento central en la novela”, prosigue Fraile, que bucea en sus propios recuerdos de una naturaleza que, como vemos cada vez con mayor frecuencia en España a causa del cambio climático, es un espacio que puede resultar muy peligroso, como dejan claro los incendios e inundaciones. Aquellos que viven en zonas rurales sienten un respeto por el bosque y el monte —y también un conocimiento— del que carecen muchas veces los que solo ven la naturaleza como un lugar de ocio y paseo. El experto en montañismo de EL PAÍS Oscar Gogorza explicaba en una crónica en agosto que, entre el 21 de junio y el 23 de julio, 83 personas habían fallecido en los Alpes italianos, un 20% más de lo habitual. La inmensa mayoría eran senderistas, que habían minusvalorado el peligro que puede representar la montaña.
“Desde el principio, en la novela se baraja que el niño perdido está en el río y eso lo he vivido. El Tormes no es un río especialmente caudaloso, pero es muy salvaje porque la Sierra de Gredos tiene montañas muy abruptas y crecidas muy fuertes y repentinas. La gente del pueblo las conocía muy bien, pero los foráneos no, y recuerdo que desaparecieron un padre y un hijo. Se perdieron y aparecieron muertos en una presa unos kilómetros más abajo. A nadie que sea de campo se le ocurre ir de noche al monte, ni meterse por sitios que no conozcan. La naturaleza no es juguete, el río no es un juguete. La naturaleza es así y con el cambio climático las cosas se complican mucho: si hace mucho sol, no hay que subir. Cómo hemos podido perder tan rápido esos saberes: hemos perdido en tres o cuatro décadas un conocimiento de milenios”.
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