A las orillas del Tormes
El desconocido autor de la 'El Lazarillo de Tormes' dejó en su título completo su declaración de intenciones: narrar las fortunas y adversidades del protagonista
“Yo por mi bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite. Y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga cosa buena…
”El comienzo del prólogo al Lazarillo de Tormes —mejor dicho: La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades—, libro fechado en 1554, supone toda una declaración de intenciones de su desconocido autor. Quizá por ello añade al final del mismo: “Pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, parescióme no tomalle por el medio, sino del principio, para que tenga noticia entera de mi persona; y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues la Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndole contraria, con fuerza y maña salieron a buen puerto”. Más o menos lo que declaró hace unas semanas un alumno madrileño en la entrega de premios a la excelencia por las autoridades educativas de la región, que tanto impacto causó. Se ve que los españoles ya no leen a sus clásicos.
Nació el Lazarillo, como todos sabemos, en una aceña del Tormes, a las afueras de Salamanca, donde su padre ejercía de molinero y donde a su madre le sobrevino el parto una noche, por lo que “con verdad me puedo decir nascido en el río”. Ya mayor y asentado en Toledo, Lázaro evoca su historia, que comienza nombrando a sus padres —Tomé González y Antona Pérez, “naturales de Tejares, aldea de Salamanca”, hoy ya un barrio crecido de la ciudad, de la que lo separa el río— y su sobrenombre, que tomó de este. A la ciudad se trasladará Lázaro con su madre cuando, tras morir su padre en tierra de moros, a donde fue voluntariamente por escapar de la cárcel en la que estaba “por ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que a moler venían”, la madre “determinó arrimarse a los buenos, por ser uno de ellos”. Desde guisar a los estudiantes a lavar la ropa a los mozos de caballos del Comendador de la Magdalena la mujer hizo de todo por sacar a su hijo adelante, incluyendo en ese todo frecuentar las caballerizas de los muleros, con lo que Lázaro viene a insinuar que ejercía la prostitución más baja (la de las conocidas como estableras por ejercer su oficio en las cuadras con los encargados de su mantenimiento).
La historia de Lázaro continúa con el relato de la aparición del moreno Zaide, con el que la madre vino “en conoscimiento” y que le dio a Lázaro un hermanito negro al tiempo que mejoraba el comer de todos hasta que, descubierto el origen de esas aportaciones a la despensa familiar (“La mitad por medio de la cebada que para las bestias le daban hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos hacía perdidas, y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo ello acudía a mi madre para criar a mi hermanico…”), al pobre Zaide “azotaron y pringaron” y a la madre pusieron en justicia, por lo que, “por no echar la soga tras el caldero”, entró a servir en el mesón de la Solana, en el que Lázaro se haría “mozuelo” y conocería al ciego que le llevaría a andar por el mundo adelante.
La broma del verraco
El mesón de la Solana, como el palacio del Comendador de la Magdalena, próximo a la antigua puerta de Zamora, no existe ya (el mesón estaba en el terreno que hoy ocupa el Ayuntamiento de Salamanca, en uno de los lados de su archifamosa plaza Mayor), por lo que los vestigios del Lazarillo en su ciudad de origen hay que bajar a buscarlos al río Tormes, en concreto al entorno del puente romano, donde se alzan una escultura del ciego y él, obra del salmantino Agustín Casillas, que la moldeó en el año 1974, y el verraco o toro de piedra que protagonizó una de las escenas más populares del libro, aquella en la que el pobre Lázaro fue sacado de golpe de la “simpleza en que, como niño, dormido estaba” por quien debía protegerle de peligros: “Salimos de Salamanca, y, llegando a la puente, está a la entrada della un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y, allí puesto, me dijo: —Lázaro, llega el oído a ese toro y oirás gran ruido dentro dél. Yo, simplemente, llegué, creyendo ser ansí. Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome: —Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto de saber más que le diablo. Y río mucho la broma”.
El toro o verraco, decapitado por un gobernador local que ordenó arrojarlo al río creyendo que lo había mandado poner allí Carlos I tras los sucesos de las Comuneros cuando en realidad se trata de un tótem vetón del estilo de los de Guisando o Murça, sigue a la entrada del puente tras haber sido rescatado del Tormes algunos años después para admiración de turistas y paseantes, que lo saludan, sepan o no la historia del Lazarillo.
Al otro lado del río, que ahora cruzan varios puentes y cuya agua ha sido apresada para que la ciudad se refleje en ella (esa ciudad que desde allí tan poco ha cambiado; hasta parece oírse a Fray Luis de León rezando en su huerto), las ruinas de una aceña entre cuya maleza asoman varias piedras de moler son, según la camarera del merendero que se alza enfrente, las de la auténtica aceña del Lazarillo. “Es del siglo XVI”, afirma. La picaresca sigue hoy como ayer en la ciudad que lo vio nacer y que tantos pícaros vio pasar por su Universidad, ésa que, según el refrán popular, no presta lo que la naturaleza no ha dado al que viene a estudiar en ella.
Babelia
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