Andanzas de un buscavidas
Un viaje literario y real por una España que no ha cambiado tanto a través de tres de los máximos exponentes del género literario más autóctono: ‘El Buscón’, ‘El Lazarillo de Tormes’ y ‘La pícara Justina’
Se extrañan muchas personas del alto grado de corrupción que salpica la vida española últimamente. Si releyéramos a nuestros clásicos no nos sorprenderíamos tanto. Mientras que los alemanes daban a luz el Romanticismo, los italianos el Renacimiento, los franceses la Ilustración y los ingleses la tragedia moderna, entre otras cosas, los españoles hemos aportado al mundo un género literario que nos define como sociedad: la picaresca. Revisitar tres clásicos de este género, El Buscón, de Quevedo, El Lazarillo de Tormes y La Pícara Justina—la primera novela protagonizada por una mujer en la literatura nacional— y compararlos con la España de hoy es la pretensión de esta serie que comienza hoy y propone un viaje literario y real por una España que no ha cambiado tanto como nos gustaría.
EN LA ESCUELA DE SEGOVIA
El buscón
“Yo, señor, soy de Segovia. Mi padre se llamó Clemente, natural del mismo pueblo; Dios lo tenga en el cielo. Fue, tal como todos dicen, de oficio barbero; aunque eran tan altos sus pensamientos, que se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Dicen que era de muy buena cepa, y, según él bebía, es cosa para creer…”.
En Segovia, apenas hay huellas del personaje de Quevedo
Así comienza El Buscón, por buen nombre Historia de la vida del Buscón, la novela que Quevedo dedicó a contar las aventuras del pobre Pablos, un desdichado personaje, hijo de bruja y barbero y sobrino de un verdugo que le daría su parte de herencia tras ejecutar a su padre en la horca (“Cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto; quedó con una gravedad que no había más que pedir. Hícele cuartos y dile por sepultura los caminos”) y cuyo paralelismo, como el de sus coetáneos Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache o la Pícara Justina, con tantos buscavidas e inmorales de la España actual es palmaria, tanto que parece escrita hace poco.
En Segovia, a pesar de ello, apenas hay huellas de las correrías del Buscón más allá de una placa de recuerdo al personaje colocada en el Arco del Socorro por un francés enamorado de la novela. La librería que había tomado su nombre lo trocó al cambiar de dueño por el de la iglesia junto a la que abre sus puertas y lo mismo le pasó al mesón que, en el mismo barrio del Salvador, llevó algún tiempo el del Dómine Cabra, el inolvidable clérigo a cuya terrible escuela de ayunos fue a parar el personaje de Quevedo y que forma ya parte de la literatura española: “Entramos en el primer domingo después de Cuaresma en poder del hambre viva, porque tal lacería no admite encarecimiento”.
Dómine Cabra
Así que en Segovia la memoria del Buscón hay que imaginarla, como bien sabe Ignacio Sanz, ceramista y escritor que trabaja a escasos metros del Arco del Socorro, en el antiguo barrio de la Judería, y de cuyo torno salen todos los años las piezas que los periodistas segovianos entregan a los personas de la ciudad que mejor y peor se han portado con ellos. La del mejor es un San Frutos, el patrón de la provincia, al que se le representa cubierto de pájaros rememorando la tradición que sostiene que se le posaban en la cabeza de tan pacífico como era, y la del peor un Dómine Cabra, cuyo célebre retrato quevedesco, que muchos aprendimos de memoria en el colegio, no deja lugar a dudas de la razón: “Era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, la cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe el refrán), los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y escuros que era buen sitio para cuevas de mercaderes; la nariz entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parece que amenazaba a comérselas; los dientes holgazanes y vagamundos parecía que se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos, las manos como un manojo de sarmientos cada uno. Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas…”.
Lo único que en Segovia aún puede identificarse de la obra de Quevedo —que hoy no reconocería la ciudad de tanto como ha crecido— es el mercado de la Plaza Mayor, recuperado después de años desterrado de ella y en el que se desarrolla una escena de las más significativas de la novela del Buscón. Es ésa en la que el infortunado Pablos, tras haber sido elegido rey de gallos en la escuela a la que fue antes de dar con sus pobres huesos en la de Cabra, protagonizó el primer altercado que sufrió en su vida y que le dejaría un marcado recuerdo. Sucedió cuando el desvencijado caballo en el que iba (“un caballo ético y mustio, el cual, más de manco que de bien criado, iba haciendo reverencias”), al pasar por las mesas de las verduras, cogió un repollo que “despachó a las tripas visto y no visto” provocando la ira de la bercera y una trifulca entre los compañeros del Buscón y las de ésta que se saldó a pedradas, berenjenazos y zanahoriazos y con varios descalabramientos, incluido el del famélico caballo, que, al ir a tirar dos coces, “se le desgajaron las ancas de puro flaco y se quedó en el lodo bien cerca de acabar”. Hoy, sin embargo, entre las verduleras del mercado de Segovia ninguna recuerda ya al Buscón, ni al caballo, ni a Cabra, ni a nadie de aquella época, al igual que en el resto de la ciudad.
La la artesanía procedente de China Alcalá de Henares es hoy un parque temático para los turistas
—Vivimos tiempos de ignominia, se lamenta Ignacio Sanz, quien durante treinta años dirigió junto a otros escritores segovianos una tertulia literaria que, como el caballo del Buscón, murió por inanición y falta de ayuda pública.
Por fortuna, Segovia se conserva todavía como era, sino toda, sí en su parte más antigua, ésa que vive a la sombra de su acueducto y su catedral, y todavía es posible evocar los tiempos en los que los personajes de Quevedo vivían y caminaban por estas calles cuya picaresca antigua ha mudado por otra más moderna, ésta que vive de los turistas, a los que ofrece, amén de sus maravillas arquitectónicas y gastronómicas, sus productos artesanos, muchos llegados de China por más que se vendan como del país. Los bares y restaurantes con que se alternan y el Museo de los Títeres que hoy ocupa la Pobrera, el antiguo refugio de los pobres, dan fe, por su parte, de que el hambre ha sido ya desterrada, por suerte, de la ciudad.
EN LA UNIVERSIDAD DE ALCALÁ
El buscón
Acompañando a don Diego Coronel, el hijo de un caballero de Segovia del que se hizo amigo en la escuela y a cuyo servicio entró por deseo del padre, el Buscón, tras escapar junto con su amigo del pupilaje de hambres de Cabra, viajó a Alcalá de Henares, en cuya Universidad don Diego continuó sus estudios. Del viaje, al contrario que del de vuelta a Segovia, que hará ya solo y del que relatará todas las ventas en las que se hospedó, así como los personajes con los que se topó, a cual más atrabiliario (un loco que tenía solución para todos los retos del rey de España, incluido el de conquistar la flamenca Ostende secando el mar que la defendía con esponjas; otro desatinado para el que todo se resolvía con ángulos y geometría: “No tomé bien el medio de proporción para hacer la circunferencia al subir”, dijo al caerse de la mula; un tercero, antiguo sacristán de Majalahonda que había escrito más de ochocientas mil coplas y que se lamentaba de que nadie quisiera editárselas), el Buscón sólo da noticia de una venta, la de Viveros, de mal recuerdo para quienes la conocieron (“El ventero era morisco y ladrón”, escribe), pero que debió de ser muy famosa, puesto que la citan muchos autores del siglo de Oro. Debía de estar entre Madrid y Torrejón de Ardoz, en lo que hoy son construcciones sin fin.
En Alcalá de Henares —junto con Salamanca la capital del saber de la España de entonces—, el Buscón conocerá los sinsabores de la vida de criado de estudiante ya desde el primer día: “Entré en el patio (de la Universidad), y no hube metido bien el pie, cuando se me encararon y empezaron a decir: —¡Nuevo!”. Lo demás es fácil de imaginar. La novatadas de hoy, tan denostadas, eran caricias comparadas con las de la Universidad del siglo XVII y más con los criados de estudiante como Pablos. “Nevado de pies a cabeza (de gargajos)” y lleno de pescozones y azotes acabó el Buscón ese día, que no sería muy diferente de otros hasta que espabiló y aguzó el ingenio acuciado por la necesidad: “Cuando comienzan desgracias en uno, parece que nunca se han de acabar, que andan encadenadas, y unas traen a otras”.
De Alcalá la novela de Quevedo, que estudió en su Universidad como tantos otros autores de su tiempo, da muchas referencias, algunas de las cuales son reconocibles hoy. Así, el edificio de la Universidad, que mandó construir el cardenal Cisneros y que se conserva igual que era entonces, con sus tres patios interiores —uno de ellos en el que “nevaron” a escupitajos al pobre Buscón—, o la calle y la plaza mayores, en las que se desarrollan algunas de sus aventuras, tales como la del robo del cofín de pasas de la confitería —en la primera— o la requisa de tablas para la chimenea del hospedaje los días de mercado, en la segunda. También la iglesia mayor, hoy catedral de Alcalá (la única con título de Magistral junto con la de Lovaina en Europa, por ser todos sus canónigos magister de la Universidad), o las calles de Santiago o de la Victoria, por la que huye del confitero burlado, que lo perseguía junto con otros vecinos. De todo ello, no obstante, pocos se acuerdan en esta ciudad que hoy es un parque temático para turistas como tantas de nuestra geografía. Los pícaros principales ya no son los estudiantes ni sus criados, que ya no tienen, sino los dueños de todos esos bares y restaurantes que venden la historia de una ciudad que la mayoría de ellos desconoce. “Aquí nadie lee ya El Buscón ni a ninguno de los autores que situaron sus narraciones en Alcalá”, se queja amargamente Javier, dueño de la librería de la ciudad que lleva su nombre, en la calle de Ramón y Cajal, cerca de donde abre sus puertas el corral de comedias que es el orgullo de los alcalaínos por ser el más antiguo de España (de principios del siglo XVII, cuando el Buscón andaba por la ciudad) aunque sea difícil verlo, pues está cerrado casi siempre. “Es que el Ayuntamiento tampoco hace gran cosa para que se conozcan más sus tesoros”, añade entre libros de actualidad, que son, según él, los que se venden y cada vez menos, Javier.
La novela de más éxito
La sentencia del librero es fácilmente comprobable a poco que uno pregunte por Alcalá por Quevedo o Mateo Alemán (que también estudió en su Universidad y que situó un buen trozo de su Guzmán de Alfarache, la novela picaresca de más éxito en su tiempo, en la ciudad del Henares), como es comprobable el desconocimiento que entre los propios estudiantes de la Universidad alcalaína se da de aquéllos que fueron sus más famosos antecesores, excepción hecha de Cervantes, cuya casa natal (inventada) sí se enseña a los turistas en la calle Mayor, en medio de los comercios y restaurantes que los turistas llenan en su recorrido por la Alcalá antigua. En la nueva, que forman barrios de trabajadores, a los pícaros del siglo de Oro ni siquiera se los recuerda, ni como antecesores de los que ven cada día en la televisión.
“Estudiantes y pícaros son todo uno” afirma el Buscón al final de su estancia en Alcalá, convertido ya él mismo en uno más tras sobrevivir a las novatadas y argucias de los primeros y licenciado por la necesidad en las artes de la sisa y del engaño, tan comunes en la España de la época y cuyo cultivo prosigue hoy tanto en la Universidad como fuera de ella. “Haz como vieres, dice el refrán, y dice bien. De puro considerar en él, vine a resolverme de ser bellaco con los bellacos, y más, si pudiese, que todos. No sé si salí con ello, pero yo aseguro a vuesa merced que hice todas las diligencias posibles”, concluye el relato de su estancia en Alcalá antes de despedirse de la ciudad para regresar a Segovia a cobrar la herencia paterna, con la que sobrevivirá algún tiempo en Madrid.
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