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LOS CAMINOS DE LA PICARESCA | 2 (Madrid)
Columna
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La corte de los milagros

El personaje de Quevedo llega a la recién nombrada capital dispuesto a dejar de ser el pobre diablo que había sido hasta entonces

Julio Llamazares
Una mujer se sube a una furgoneta cerca del Congreso, donde en época de 'El Buscón' ponían sus puestos los mercaderes.
Una mujer se sube a una furgoneta cerca del Congreso, donde en época de 'El Buscón' ponían sus puestos los mercaderes.ANDREA COMAS
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Andanzas de un buscavidas

De camino a la capital del reino (que lo era solo desde hacía unos años, cuando el rey Felipe III determinó trasladarla de nuevo a Madrid desde Valladolid, adonde la había llevado brevemente, dicen que por influencia del duque de Lerma, que se lucró de ambas mudanzas anticipándose a lo que hoy es pan común: la especulación urbanística), al Buscón le abrió los ojos sobre lo que encontraría en la Corte un “hidalgo de portante, con su capa puesta, espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello abierto, el sombrero de lado” con el que se emparejó a pocas leguas de Segovia y que también se dirigía a la Corte, “adonde caben todos, y adonde hay mesas francas para estómagos aventureros”. Y es que, continuó el hidalgo mientras caminaban, “la industria allí es piedra filosofal, que vuelve oro cuanto toca”.

Prevenido, pues, el Buscón, de lo que se encontraría en Madrid (“Lo primero que ha de saber es que en la Corte hay el más necio y el más sabio, más rico y más pobre, y los extremos de todas las cosas” fue la primera enseñanza de su compañero de camino, y la segunda que para sobrevivir en la Corte “un caballero de nosotros ha de tener más faltas que una preñada de nueve meses”), llegó a la ciudad dispuesto a dejar de ser el pobre diablo que hasta entonces le había tocado por su nacimiento. Lo consiguió solo a medias y por poco tiempo —el que le duró el dinero de la herencia—, pues en seguida la suerte, que siempre es cruel con la gente pobre, le llevó a conocer y a tratar con lo peor de Madrid, incluso a dar con sus huesos en el calabozo: “A las doce y media entró por la puerta (de la casa de los amigos de don Toribio, el hidalgo sin blanca al que conoció en el camino de Segovia, en la que se alojaron la primera noche) una estantigua vestida de bayeta hasta los pies, más raída que su vergüenza” comienza el Buscón el relato de sus andanzas de buscavidas en unión de una cofradía del hampa capitalina que se repartía la ciudad por cuarteles y con cuyos miembros dormiría esa noche en dos camas —después de pasar la cena “de claro en claro” como en la pensión de Cabra— “tan juntos que parecíamos herramientas en estuche”.

Caballeros de rapiña

Las andanzas madrileñas del Buscón abarcan varios capítulos de la novela y terminan con él en la cárcel junto con toda la cofradía de hampones —“caballeros de rapiña” los definirá Quevedo por su boca— y de donde saldrá sobornando al carcelero y al alguacil con el poco dinero que le quedaba de la herencia (“Ahorre de pesadumbre", le dijo el escribano, que también cobró su mordida, “que, con ocho reales que dé al alcaide, le aliviará; que esta es gente que no hace virtud si no es por interés”). La iglesia del Salvador, ya desaparecida, la calle de San Luis, que es la que la cofradía le adjudicó para su rapiña, la sopa boba de San Jerónimo (“Donde hay aquellos frailes de leche como capones”), la Puerta de Guadalajara, ante la que ponían sus puestos los mercaderes de la época a la altura del actual Congreso de los Diputados, las calles Mayor y de las Carretas, las gradas de San Felipe —en el arranque de la primera— donde estaba el mayor mentidero de Madrid, pues las noticias (falsas y verdaderas) tenían en él su origen... Aunque algunos lugares ya no existen es fácil imaginarlos y otros están como entonces, reconvertidos, eso sí, en otro tipo de mentideros y de lugares de chirlería, con lenguas de germanía diferentes a las que conoció el Buscón, pero cuyo objetivo sigue siendo idéntico: engañar al que se deje, ya sea vecino o de fuera. Comenzando por los lugares que se presentan como herederos de la picaresca áurea, como una autodenominada Venta del Buscón, en la calle de la Victoria, que del Buscón solo tiene los frescos de las paredes y el nombre. Y es que ya lo dijo Quevedo por boca de su personaje: “Somos gente que comemos un puerro y representamos un capón”.

Una pareja come en la Venta El Buscón, en el barrio de Las Letras (Madrid).
Una pareja come en la Venta El Buscón, en el barrio de Las Letras (Madrid).ANDREA COMAS

Un paseo a cualquier hora por ese Madrid quevedesco (y cervantino y de Lope de Vega y de todos los escritores del Siglo de Oro que dotaron al poblachón recién convertido en corte de alma) verá que poco ha cambiado, si bien hoy sean los turistas los principales paganos de los abusos y los engaños de los timadores y pedigüeños, que los hay por cientos. En el último paseo que yo me di por la zona, el único local que estaba libre de ellos era la librería de Antonio Méndez, cuyo empleado espantaba las moscas a falta de clientes mientras miraba la calle y los negocios de alrededor atestados de candidatos a engordar a sus salteadores.

Tras escapar de la cárcel (a la que volverá otra vez), el Buscón cambiará de amigos, pero no de actividad, pues “el dinero ha dado en mandarlo todo, y no hay quien le pierda el respeto”. El paseo de coches del Prado, donde conoció a dos mujeres, madre e hija, que como él buscaban ascender de posición social, y la Casa de Campo, entonces lugar apartado y silvestre a donde las invitó a una merienda que pagó con sus últimos ahorros buscando lo mismo que ellas (las convenció de ser un caballero importante, don Felipe Tristán de nombre, con el fin de agradar a su pretendida), serán los escenarios de sus nuevas aventuras, así como el entorno de la actual Puerta del Sol, donde sufrirá dos percances dolorosísimos, el primero en la calle del Arenal, donde vivía aquella con su madre, al tirarle el caballo que alquiló por cuatro reales a un criado cuyo dueño oía misa en San Felipe a fin de demostrar su condición de caballero, y el segundo en la de la Paz, donde recibió una paliza por culpa de su antiguo amigo segoviano don Diego Coronel, con el que se encontró por casualidad y que le cambió su capa nueva por la suya vieja sabedor de que lo perseguían acreedores. Convencido de que la corte de los milagros de Madrid tampoco era un buen lugar para él, el Buscón determinó marcharse a Toledo, “donde ni conocía ni me conocía nadie”.

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