El camino de las Indias
El protagonista de 'El Buscón' ahorró trabajando como actor en la capital manchega y decidió marcharse a la ciudad andaluza para intentar el enésimo cambio de rumbo
Al principio, el cambio no le fue mal. En el camino a Toledo, el Buscón se topó con una compañía de farsantes con cuyos miembros trabó relación en seguida gracias a que “quiso Dios que entre los compañeros iba uno que lo había sido mío de estudios en Alcalá, y había renegado y metídose al oficio”. Por si le faltara algo, trabó también relación con una mujer de la compañía (“Llevaban tres carros […]. Íbamos barajados hombres y mujeres”) que “hacía las reinas y los papeles graves en las comedias” y por la que se interesó, lo que provocó que al punto el marido le dejara el terreno libre, saltando del carro en el que iban a otro, pues “era de los que cumplen el preceto de San Pablo de tener mujeres como si no las tuviesen, torciendo la sentencia en malicia”.
Ya en Toledo e integrado como uno más en la compañía de cómicos (“Comencé a representar un pedazo de la comedia de San Alejo que recordaba de cuando era muchacho, y represéntelo tan bien que les di cudicia […]. Encareciéronme tanto la vida de la farándula; y yo, que tenía necesidad de arrimo, y me había parecido bien la moza, concerteme por dos años con el autor”), el Buscón empezó a medrar, pasando en solo un mes a alcanzar cierta fama de actor con el nombre de Alonso, que fue con el que se presentó a los cómicos, y de ahí a escribir sus propias creaciones (“Me desvirgué de poeta en un romancico, y luego hice un entremés, y no pareció mal. Atrevime a una comedia…”), con lo que vivió una época de prosperidad. “Tenía ya tres pares de vestidos, y autores que pretendían sacarme de la compañía. Hablaba ya de entender de la comedia, murmuraba de los famosos, reprehendía los gestos a Pinedo (…) No me daba manos a trabajar”, declarará por boca de Quevedo en palabras que siguen vigentes hoy en los ambientes de la farándula nacional.
Pero la felicidad no dura mucho en la casa del pobre, dice el refrán, y el Buscón lo experimentó en sus carnes cuando el autor de la compañía, que tenía deudas pendientes con la Justicia, fue encarcelado y aquella se disolvió. De la noche a la mañana, el pobre Pablos se vio solo de nuevo y sin nada qué hacer en Toledo, pues, “aunque los compañeros me querían guiar a otras compañías, como no aspiraba a semejantes oficios y el andar con ellos era por necesidad, ya que me veía con dineros y bien puesto, no traté más que de holgarme”. En esa holganza pasó algún tiempo, viviendo de los ahorros y ejerciendo incluso de galán —“o, por hablar más claro, en pretendiente de Antecristo”— de una monja que “se aficionó en un auto del Corpus de mí, viéndome representar a San Juan Evangelista, que lo era ella [se refiere a que era de la orden de San Juan Bautista]”— pero enseguida dilapidó sus dineros y, considerando “cuán caro me costaba el infierno, que a otros se da tan barato y en esta vida, por tan descansados caminos”, tomó el de Sevilla con intención de cambiar de vida otra vez, la enésima desde que empezó a vivir.
Involucrado en un asesinato
El camino lo hizo con comodidad, “pues, como yo tenía ya mis principios de fullero, y llevaba dados cargados con nueva pasta de mayor y de menor, y tenía la mano encubridora de un dado —pues preñada de cuatro, paría tres—, llevaba gran provisión de cartones de lo ancho y de lo alto; y así, no se me escapaba dinero”. Ya en Sevilla, se alojó en el Mesón del Moro, cuyas casas todavía existen (en una callejuela cercana a la catedral que perpetúa su nombre) y que hoy ocupa un restaurante italiano cuyo comedor conserva los restos de unos baños árabes, todo un ejemplo de sincretismo, aunque no permanecerá mucho tiempo en la ciudad del Guadalquivir. Reclutado para una banda de malhechores por un condiscípulo de Alcalá de apellido Mata —“que agora se hacía llamar, por parecerle nombre de poco ruido, Matorral”— al que se encontró en el propio Mesón del Moro, en seguida se verá involucrado en la muerte de dos corchetes de la Justicia que les echaron el alto en la famosa calle del Mar (hoy de García Vinuesa), que comunicaba la catedral con el río, de ahí su nombre (en el río estaba el puerto de embarque para las Indias), tuvo que refugiarse en la catedral, a recaudo de la jurisdicción eclesiástica que delimitaban las gradas en las que hoy se sientan los turistas como antes los pícaros sevillanos, como bien relata también Cervantes, a cuyos Rinconete y Cortadillo recuerda una placa junto a la puerta del Perdón, por lo que la estancia en Sevilla del Buscón no fue todo lo buena que imaginó: “La justicia no se descuidaba de buscarnos; rondábanos la puerta, pero, con todo, de media noche abajo, rondábamos disfrazados. Yo que vi que duraba mucho este negocio, y más la fortuna en perseguirme, no de escarmentado —que no soy tan cuerdo—, sino de cansado, como obstinado pecador, determiné, consultándolo primero con la Grajal (se refiere el Buscón a una de las mujeres que alegraban el retiro obligado a los refugiados en la catedral y que también se le aficionó como la monja bautista), de pasarme a Indias con ella, a ver si, mudando mundo y tierra, mejoraría mi suerte”. No fue así, porque, como el propio Buscón adelanta al final de su libro prometiendo contarlo con más detalle en una segunda parte que nunca llegó a aparecer, “fueme peor (…), pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”.
Y es que Quevedo, que tampoco mudó demasiado las suyas, quiso que su personaje quedara para la historia de la literatura como paradigma de un determinismo implacable no solo con las personas, sino con los países, condenados a repetir sus defectos ad infinitum como el suyo demuestra repetidamente.
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