Gerald Durrell y otros animales en el centenario del querido naturalista
Un libro con textos autobiográficos inéditos y un programa de actos en Corfú celebran el aniversario del añorado escritor, y su legado


Si hay alguien a quien se puede llamar animal sin que parezca un insulto ni signifique ningún desdoro es a Gerald Durrell (1925-1995), el escritor naturalista británico que nos regaló algunos de los libros más maravillosos sobre la vida de las criaturas de este planeta y nuestra relación con ellas (particularmente la suya). El autor del tan iniciático para muchos (en el interés y el amor por la naturaleza y en la lectura) Mi familia y otros animales, y las dos entregas siguientes que componen la denominada Trilogía de Corfú, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses, sin olvidar títulos igualmente inolvidables como El arca sobrecargada (que le lanzó a la fama), Un zoo en mi equipaje o Un novio para mamá y otros relatos, habría cumplido cien años este enero (falleció en 1995 a los 70 años). Ahora, un libro indispensable para todos los muchos fans de Gerry, como se le llamaba familiarmente, titulado inevitablemente Yo mismo y otros animales (publicado por la editorial en la que están la mayoría de sus libros, Alianza), viene a conmemorar el centenario de un personaje que ha quedado anclado en nuestra memoria unido indisociablemente a nuestro primer amor por los animales, el descubrimiento de la naturaleza y también a ese brillo inextinguible que ilumina el resto de nuestras vidas y que es la experiencia de una infancia jubilosa. “Si yo tuviera el arte de un Merlín, a cada niño le haría el regalo de mi infancia”, decía Gerry.
Gerald Durrell es mucho más, por supuesto, que el hombre que nos llevó a algunas de nuestras primeras aventuras por el ancho y salvaje mundo, el que nos hizo reír y enternecernos (y estremecernos) en esas expediciones (Camerún, Guyana, Patagonia, Mauricio, Belice) y con las vivencias de una familia tan extravagante como deliciosa, de la cual era parte su hermano mayor (en 12 años), Lawrence Durrell, otro de nuestros ídolos en un registro y unos asuntos muy diferentes: el creador de El cuarteto de Alejandría y El quinteto de Aviñón. Era asimismo Gerry, recalca en una conversación con este diario su segunda mujer y continuadora de su labor, Lee Durrell (née Lee McGeorge), un pionero del conservacionismo y el ecologismo —no siempre bien visto por los militantes más radicales—, que ayudó a recuperar y salvar especies como la paloma rosada de Mauricio, el tamarino león dorado de Brasil o el estornino de Bali desde su zoo en su otra isla amada, la de Jersey. Y fue también, ser humano al fin, una persona con un lado oscuro (su confesa gran afición al alcohol, que compartía con otros miembros de la familia, como su madre y Lawrence). Lee Durrell matiza que en todo caso ese aspecto sombrío era en Gerry mucho menor que en Larry y que aunque le hacían enfadar y le deprimían algunas cosas como el maltrato a los animales, prevalecían el buen humor, el optimismo y la vitalidad del “hombre de acción”. Del consumo de alcohol dice que no le incapacitaba.
En este centenario, que se conmemora asimismo con un amplio programa de actividades en su querida Corfú —ese paraíso de chispeante mar azul y olivares crepitantes de cigarras donde vivió con su familia cinco indelebles años, de 1935 a 1939, de los ocho a los doce— habríamos de recordarlo como el niño curioso y lleno de contagioso entusiasmo que recorría la mágica isla, su Phraxos de verdad. El niño que observaba y recolectaba animales, incluyendo serpientes y escorpiones que hospedaba en casa para sobresalto de su familia, mientras se inflamaba de amor a la naturaleza y la vida. Y también habríamos de recordarlo como el hombre adulto que nunca perdió contacto con ese niño, relatando sus andanzas con un lirismo alicatado de inocencia (en su pluma el amanecer llega “cuando ya la última luciérnaga había cruzado las colinas de musgo para meter en cama su linterna esmeralda”), y que siguió considerando el mundo una extensión de su gran jardín interior en el que florecían siempre el entusiasmo y la felicidad. “La mía ha sido una vida de ensueño”, sostenía.

“Había mucho en él del jovencito que fue en Corfú”, recuerda la naturalista Lee Durrell, que conserva a los 75 años mucho del juvenil atractivo que atrajo a Gerry (aparte de lo interesante que le parecía que ella hubiera estado dos años estudiando los lémures de Madagascar y que de niña en su Tennessee natal criara murciélagos en las cajas de las muñecas). “Decía que aquellos años en la isla griega habían sido la mayor experiencia de su vida. Fue como descubrir el tecnicolor en El mago de Oz. Corfú nunca estaba muy lejos de su pensamiento”. Lee Durrell, que escribió con Gerald la Guía del naturalista aficionado (Blume, 1982), con la que nos hemos criado generaciones de amantes de las ciencias naturales, cree que la obra y el mensaje de entusiasmo por la vida y la biodiversidad de Gerald Durrell es más importante hoy que nunca, y recuerda que algunas actividades que se le pueden criticar, como capturar animales para sus colecciones o para zoos, eran propias de la época y no estaban restringidas como en la actualidad.
¿Tenía animales favoritos? Parece que le gustaban especialmente las jirafas y las tortugas. “Y los gorilas. Todos los animales le gustaban, ‘mi mujer la que más’, decía de manera muy poco políticamente correcta”. En el libro se recuerda, precisamente, la metedura de pata de Gerald durante la visita al zoo de Jersey de la princesa Ana, luego buena amiga y patrocinadora del centro, cuando a la vista de las posaderas iridiscentes de Frisky, un mandril macho en celo, le preguntó si no le gustaría a ella tener un trasero parecido. “Los del séquito casi se desmayan, Gerry era así, directo y divertido. Muy como aparece en los libros. No era un intelectual en el sentido en que lo era Larry, pero articulaba muy bien. Sus principales virtudes eran su gran imaginación, su sentido de la maravilla y su sentido del humor”. Lee recuerda con afecto y diversión los regalos que le hizo por su décimo aniversario de bodas, en 1989, una valiosa arca de Noé victoriana de juguete, dos grandes esculturas de babuinos y, “lo mejor”, cuatro tarántulas vivas. Cuando lo conoció, Gerald ya era famoso y era uno de los ídolos de la joven Lee. “A veces conoces a tus héroes, pero no te sueles casar con ellos”, dice con una sonrisa nostálgica.
Ambos Gerry, el niño y el adulto, están representados en Yo mismo y otros animales, un emocionante reencuentro con el Durrell más amable y querido. El otro, Larry, fue probablemente más influyente al llevarnos por los tortuosos caminos del alma humana: de alguna forma somos el resultado de unir la abubilla Hiawatha, el palomo Quasimodo o la tortuga Aquiles con Justine, a Teodoro Stefanides con Cafavis, a Corfú con Alejandría. De la relación entre los dos hermanos, Lee señala que pese a las bromas en la Trilogía de Corfú, “se querían mucho y se admiraban mutuamente”. Recuerda que fue Larry el que animó a Gerry a escribir sus aventuras. Al parecer, Gerald no estuvo nunca en Alejandría, pero ambos hermanos convivieron en la Provenza. Por cierto, Lawrence se refirió a Lee en una carta de 1978 a Henry Miller como “una preciosa chica americana con la que piensa casarse mi hermano, ahora rico y famoso como zoólogo” (Cartas Durrell-Miller 1935-1980, Edhasa, 1991). Gerry también escribía poesía, aunque no de la trascendencia y calidad de la de Larry. Publicó algunos poemas sobre animales, acerca de los que también escribió algunas deliciosas obras de ficción, como El paquete parlante. Era un enamorado de la historia y del arte, aunque nunca tuvo una educación formal. De la serie Los Durrell dice Lee diplomáticamente que le gustó, y que capta en parte el espíritu de la trilogía, aunque reconoce que hay lectores que le han dicho que prefieren con mucho los libros. Gerald, que también fue estrella televisiva, era amigo del otro gran divulgador británico de la naturaleza, David Attenborough, pero Lee cree que no conoció a Félix Rodríguez de la Fuente.
Yo mismo y otros animales es un conjunto de textos, algunos conocidos ya y otros inéditos, articulados a partir de unas memorias póstumas que Gerald Durrell comenzó a escribir antes de padecer el cáncer de hígado del que murió. Incluye también partes de un libro de impresiones sobre un viaje a Australia no publicado y otros escritos.

Desde las primeras páginas de esta deliciosa miscelánea nos encontramos con el Gerry conocido, el que valora “la peluda intimidad de una tarántula pajarera” y “el palpitante crisol de color incandescente que es un colibrí”. Solo Gerald puede apuntar que esos pajarillos “parecen haber sido espolvoreados con joyas trituradas”. Durrell evoca su nacimiento en la India, donde su padre (que falleció cuando él tenía tres años) era ingeniero del Raj; recuerda la visita a un zoo indio en el que vio su primer tigre, que en su andar arriba y abajo era “como un mar rizado de oro”. Apunta cómo su madre, Louisa, viuda con cuatro hijos (Larry, Leslie, Margo y Gerald), se dio a la bebida (“el demonio Bebercio”) tras la muerte de su marido, aunque fue siempre, subraya, una mujer maravillosa, un “cariñoso Noé” capaz de no reprocharte que le llevaras a casa un pelícano; cuenta también lo mal que lo pasaron al volver a Inglaterra y la sensación de renacer que tuvieron al instalarse en Corfú. Por las páginas pasan los viejos conocidos, los hermanos, cada uno con sus manías y su particular relación con Gerry y sus animales; Spiro, el mentor Stefanides...; aparece el jardín encantado de la villa color fresa (Villa Agazini, luego el último año se trasladaron a una más grande, Villa Anemoyanni), la fauna que se va desplegando ante los ojos del niño (las quebradizas libélulas de alas refulgentes como vidrieras de iglesia) mientras la magia de la isla se va posando sobre la familia, “suave y adherente como un polen”.
El libro, que incluye cartas (a su madre, a Larry…) y algunos encantadores dibujos de animales del escritor, sigue con las aventuras zoológicas del Gerry adulto, buscando la rara rana peluda, el sapo del Congo o el del Surinam (“de enfebrecida vida sexual”), perezosos y zarigüeyas, jaguares, un caimán “de ojos grandes de un verde dorado con destellos de ámbar”, el mielero maorí, el “simpático” ornitorrinco, el asombroso ayeaye o la pava hedionda. “Este hombre está loco, ¡arrastrarse por junglas infestadas de serpientes!”, se exclamaba falsamente escandalizado su hermano Larry en 1952. Nos reencontramos con el interés de Gerald por la criptozoología y su obsesión por las “bestias misteriosas” como el Abominable hombre de las nieves (le parecía bonito que pudiera haber animales desconocidos para la ciencia).
Y también con su amor por las “cositas pardas”, las criaturas pequeñas y poco vistosas. En cambio, cuestiona la obsesión mundial con los animales “achuchables” como el koala (“uno de los animales más tontos de la tierra”) o el oso panda, objeto de políticas de Estado que critica. Hay textos sobre el bird watching, del que fue un adelantado, y otros amores de su vida como los perros —no los gatos: nadie es perfecto— o los insectos (influido por Jean-Henri Fabre, cuyas obras le regaló Larry). Es muy interesante, por cuanto cubre lagunas de su biografía, lo que explica de la época en que la familia regresó de Corfú y él entró a trabajar en una tienda de animales londinense y posteriormente en el zoo de Whipsnade. Una parte esencial del libro está dedicada a su sueño de crear un zoo propio consagrado a la conservación, y cómo se hizo realidad.
Lee Durrell recuerda que entre las actividades por el centenario en Corfú habrá la interpretación de The Durrell Suite, inspirada en los escritos del autor, por la orquesta filarmónica de la isla (mayo), la representación de una obra teatral sobre Mi familia y otros animales (septiembre), un evento literario y otro gastronómico, y, lo que probablemente más le gustaría a Gerald Durrell, el Festival de las mariposas (junio), que mostrará los lepidópteros de Corfú como símbolos de biodiversidad. Será imposible no evocar al joven Gerry con su cazamariposas y su fascinación por la naturaleza, corriendo feliz por allí, y nosotros, sus añorados lectores, con él.
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