‘Justine’, en Alejandría
Regreso a la ciudad del ‘Cuarteto’, de Cavafis, de E. M. Forster y de Terenci Moix, más decadente que nunca
He regresado el pasado martes a Alejandría con el alma ligera y he aprovechado, entre otras cosas, para renovarme el carnet de la Biblioteca (la nueva). Lo he hecho, renovarlo, previo pago de 120 libras egipcias (unos 6 euros), en el mostrador de entrada, cerca de donde la estatua del primer bibliotecario (de la vieja), Demetrio de Falero, parece sonreír cuando oye entrar dinero en caja. Pero enseguida la ciudad se ha apoderado de mí como una de esas luces ambarinas y polvorientas de las que cuelgan tiras pegajosas que atrapan a las moscas. Pronto me he prendido en el viejo espesor de la antigua capital de los Ptolomeos y me he emborrachado de sus melancólicos sueños, de los que no te despiertas con facilidad. "En las mismas calles te enredarás interminablemente/ los mismos suburbios del espíritu", escribió aquí el viejo poeta, Cavafis. "La ciudad es una jaula".
Hace 19 años de mi primera visita, diez de la última (en la que navegué con Frank Goddio sobre el palacio sumergido de Cleopatra mientras el cazador de tesoros echaba sus redes) y casi 13 de cuando arrojamos en el puerto las cenizas de Terenci, fundido con la ciudad como el dios soldado que la fundó y que yace en el Soma, dondequiera que esté, metido en su sarcófago de vidrio. En el ínterin ha muerto la hermana de Terenci, Anna Maria, y Papitu Benet i Jornet, que también vino, vive en un mundo despojado de recuerdos al que ya no llega la luz del Faro y en el que nunca me hice pasar por su hijo para salvarles a él y a Ines de unos camelleros aviesos.
"¿Vas a Alejandría?, ¡oh!, saluda a la ciudad de mi parte", me dijo muy durrelliana Núria Espert, otra de la compañía de amigos que en 2005 aventamos a Terenci en la ancha bahía durante el crepúsculo entre versos de Cavafis y el canto de los muecines. Núria, tan fiel al amigo recalcitrante, Lluís Pasqual, despellejado alexandrine style, precisamente, por la versión local de los monjes negros del patriarca Atanasio que desollaron con tejas a Hipatia. Lo hicieron aquí mismo, torturar y matar a la mujer sabia, bajo la ventana de mi habitación (306) en el Cecil, el hotel emblemático de Alejandría, en lo que hoy es la bulliciosa plaza de Saad Zaghloul (uno de los padres de la independencia egipcia cuya estatua preside el lugar) y donde se alzaba entonces el Cesáreo con sus dos obeliscos, luego exiliados a Londres y Nueva York respectivamente.
Llegué a Alejandría por carretera desde El Cairo. Pasamos grandes carteles de promociones inmobiliarias en New El Alamein (!) y versiones egipcias de Marina d'or, ciudad de faraones, uy, de vacaciones. En el lago Mariut, el antiguo Mareotis, donde cazaban patos Nessim y sus amigos y que duerme destellante entre reflejos acurrucado entre sus juncos a espaldas de la ciudad, volví a observar cernirse y zambullirse a los fieles martines pescadores píos (ceryte rudis). Ya los tengo por blanquinegros espíritus guardianes del lugar, a la altura de las extrañas divinidades protectoras de las catacumbas de Kom el Shogafa; son mi humilde aportación personal, junto con los subrayados de Justine, al poso de mitos de Alejandría.
Y es que en realidad, como Hipatia, todos nos dejamos jirones de la piel aquí. No pasas por Alejandría indemne. Menos aún si vienes con el Cuarteto incorporado y te dejas impregnar por la atmósfera y la luz malva limón de la tarde declinante que describió Durrell. Me lo confirma Daniel Ortiz, canciller del consulado español, tras la presentación en el Instituto Cervantes —en la calle El Horreya, la famosa Vía Canópica de la antigüedad— de la nueva novela de Julia Navarro, Tú no matarás (Plaza & Janés), que en buena parte transcurre en la ciudad. "Hay que ver cómo te absorbe y te consume Alejandría, llevo cuatro años y me siento como ella, que se va deteriorando inexorablemente", señala el diplomático, al que si Larry Durrell llega a conocer lo pone con Pombal, Scobie, Clea, Balthazar y los demás. La ciudad parece haberle despojado de todo lo superfluo dejándolo en lo esencial, y en mangas de camisa. Le hablo de los viejos edificios desconchados aún más decrépitos que años anteriores, de la capa de suciedad y polvo omnipresente, de la basura en las calles, de los gatos famélicos en las ruinas de Kom el Dikka. "Todo lo que se hace resulta insuficiente, es la ciudad entera la que parece desmoronarse".
Sigo la tradición (mi tradición) de ir al caer la tarde al restaurante Fish Market en la Corniche para evocar la dispersión de cenizas de Terenci y conjurar a los amigos. Pero me encuentro con la sorpresa de que no se puede acceder al pantalán donde hicimos la ceremonia. Unos fornidos seguratas me lo impiden. Se ve que ahora es un espacio exclusivo para los miembros de un club marítimo privado. Lo intento con el carnet de la Biblioteca de Alejandría y usando el nombre de Demetrio de Falero (que por cierto, no lo he dicho antes, murió por una mordedura de serpiente), pero me echan con cajas destempladas, que en el caso de los seguratas egipcios son muy pero que muy destempladas. Me marcho amenazándoles con volver la próxima vez acompañado por Maruja Torres, y veo ponerse el sol y escucho la llamada a oración detrás de una verja, junto a unos decrépitos carteles de un espectáculo sobre Cleopatra. Mientras, vuelvo a leer los poemas de Cavafis del librito de bolsillo de Mondadori que usamos en su día y que conservo dedicado por todos los presentes, incluidos Anna Maria y Papitu. "Corta fue la hermosa vida/ pero qué poderosos los perfumes/ en qué lechos espléndidos caímos, a qué placeres dimos nuestros cuerpos".
Vuelvo al Cecil —tan destartalado y moribundo como el resto de la ciudad— triste como una mona y pensando en May, el desaparecido Monsieur de Graziella y mío. Pero al cabo de un rato, no sé cómo, estoy bailando un twist en el célebre Bar Monty de la primera planta mientras cantan una pareja de esforzados artistas egipcios. La mujer es corpulenta, con un grano en la barbilla que no disimula el mucho maquillaje. Él me explica en una pausa que es cinturón negro de taekwondo y que de joven compitió en Barcelona. Subo a la habitación, solo —a pesar de los cinco sexos de Alejandría—, tras pasar frente al famoso espejo que refleja la primera aparición de la protagonista de Justine, y me instalo en el balcón con el primer tomo del Cuarteto. Abro al azar el volumen baqueteado y leo y leo ante la desierta Corniche —"la exquisita parábola" (E. M. Forster)— y el mar en calma, esperando el amanecer. "Dime cómo se comporta ella y la imitaré. En la oscuridad todas somos igualmente carne y traición, por diferente que sea nuestro pelo o el olor de nuestra piel. Dímelo y yo te sonreiré con la sonrisa de la boda y caeré en tus brazos como una montaña de seda". Justine, Alejandría...
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