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Terenci Moix se funde con su amada Alejandría

Las cenizas del escritor fueron dispersadas ayer en la ciudad egipcia al son de los versos de Kavafis

Jacinto Antón

Terenci Moix se ha fundido con su querida Alejandría, y ya forma parte para siempre del paisaje de Egipto. Las cenizas del escritor que tanto amaba el país del Nilo fueron dispersadas ayer por su hermana, Anna Maria, y un grupo de los más queridos amigos en el puerto este de Alejandría, frente al fuerte mameluco de Qait Bey, donde antaño se alzaba aquel legendario Faro que iluminó la antigüedad. A Terenci le hubiera encantado. No sólo porque en este solsticio alejandrino se ha unido como un Ícaro a la deslumbrante lámpara de los ptolomeos, sino porque comparte, en su ciudad, el evanescente pero inmortal destino de Alejandro, Cleopatra, Marco Antonio o Justine. Se le despidió ayer, como no podía ser de otra manera, con sus versos favoritos de Kavafis. Los de El dios abandona a Antonio ("saluda, saluda a Alejandría que se aleja / y sobre todo no te engañes, nunca digas / que es un sueño...") o los de la imperecedera La ciudad ("la ciudad irá siempre en ti").

Al atardecer, los amigos fueron tomando puñados de polvo gris y lanzándolos a las aguas
El viaje se tiñe de otros viajes, y cada piedra y cada puesta de sol evoca a Terenci

Desde el muelle de madera del restaurante Fish Markett, mientras la tarde caía rápidamente, se desarrolló la pequeña ceremonia. Inés, la amiga y secretaria de Terenci, extrajo de una bolsa el pequeño recipiente comprado en El Cairo para las cenizas: rojo y oro, con símbolos faraónicos. Anna Maria y los amigos fueron tomando puñados del polvo gris y lanzándolos a las aguas que se mecían melancólicamente. Algunos lloraban. La desgarrada llamada de un muecín añadió una intensidad inesperada al acto. Le siguieron otras llamadas, hasta que toda Alejandría pareció desprender dolor.

El aire salobre disimuló las lágrimas y llevó tierra adentro, más allá de la Corniche, partículas de Terenci que flotaron felizmente sobre los misterios del Soma, la escueta columna de Pompeyo y las mesas de Pastroudis.

En Alejandría, pues, "lugar para dramáticas despedidas, irrevocables decisiones y últimos pensamientos", como escribió E. M. Forster, queda Terenci -o una parte de él, pues aún resta un puñado de cenizas para aventar en la vieja Tebas (otro poquito se vertió ya en el otro vértice de su geografía personal, la calle de Ponent de Barcelona, donde nació)-. La parte fundamental, sin embargo, permanece a buen recaudo en el corazón de los amigos y en la memoria de los lectores.

Pero no ha sido, no está siendo este último viaje sólo una larga jornada de nostálgico recuerdo, luto y despedida. Muy al contrario. Al mismo tiempo, se reivindica al escritor y se subraya poderosamente la importancia y la permanencia de su obra. Un homenaje a Terenci se desarrolla estos días en Alejandría y El Cairo organizado por el Institut Ramon Llull, encargado de la difusión internacional de la cultura catalana, en colaboración con el Instituto Cervantes, que cede sus sedes. Participan en el homenaje, que incluye conferencias, mesas redondas, una exposición de fotos de Colita realizadas durante el tercer viaje de Terenci a Egipto en 1973 y lecturas de fragmentos de libros del escritor, el grupo de amigos desplazados desde España.

Ayer, antes de esparcir las cenizas (un acto privado desvinculado del homenaje oficial, aunque acudió el cónsul español en Alejandría, Pablo de Jevenois -un detalle durrelliano-), tuvo lugar dentro del programa una de las citas más emotivas del mismo: la donación de libros de Terenci Moix a la Biblioteca de Alejandría. En el curso del acto, Núria Espert y Maruja Torres leyeron sendos fragmentos de El sueño de Alejandría (especialmente conmovedor, dadas las circunstancias, fue el texto Prólogo a la caída de Alejandría: "Escucha mi canto funerario. Atiende a la aflicción que en las almas despierta tu caída. Hazme, ciudad, el celador de los sueños derrumbados"). Josep Maria Benet i Jornet leyó un trozo de Terenci del Nil; Romà Gubern, de El amargo don de la belleza, y Anna Maria Moix, del texto sobre la misma nueva biblioteca que Terenci escribió con motivo de una conferencia y que se ha editado ahora en catalán y árabe.

Precisamente uno de los propósitos del homenaje es difundir la obra de Terenci en Egipto, y parece que ha despertado interés entre los hispanistas egipcios, interesados en traducirla. Anna Maria Moix es algo escéptica ante esa posibilidad, a la vista de las intensas escenas que suelen recorrer la obra de su hermano. Sergi Shaaff, Juan Ramón Iborra y la imprescindible Inés González, que fuera secretaria y estrecha colaboradora de Terenci, son los otros amigos presentes.

Todos ellos y Anna Maria Moix no han dejado de pensar en Terenci estos días. A la mayoría les hizo alguna vez el escritor de guía de excepción en Egipto y les inició en el amor por esta tierra. Espert recordaba las aventuras a lo Vivant Denon en parajes tan monumentales como desérticos, cuando Terenci hubo de contener los avances de un apasionado guía local con las palabras, "¡pero, niño, si puedo ser tu padre!". Benet i Jornet explicó cómo el escritor escondía ingenuamente los cigarrillos en su habitación del Winter Palace de Lúxor. El viaje, así, se tiñe de otros viajes, y cada piedra, cada galabeya y cada puesta de sol evoca a Terenci.

"Se me hace extraño estar aquí, en Egipto, sin Terenci", decía Anna Maria. "Siempre hablábamos de volver. Siento mucha pena". La melancolía está presente, pues, pero no deja de haber a la vez cierta alegría, contagiada de la personalidad del escritor. "Es como en el premio que lleva su nombre, siempre hay algo de juego, de travesura en lo relacionado con Terenci, y eso compensa algo la tristeza", reflexiona la hermana.

La expedición partió el viernes por la noche hacia Egipto con las cenizas de Terenci en una urna funeraria metida en una mochila de deporte. La portaba Inés, su secretaria, y hubo un conato de alarma ante el mostrador de Egypt Air. "No, al nen no lo facturamos". Así que el niño viajó en cabina, se sacudió un poco con las turbulencias, sobrevoló por última vez -como un ángel en polvo- su querida Alejandría y tuvo el privilegio, concedido sólo antes, que se sepa, al faraón Ramsés II (de camino su momia al Museo del Louvre) de pasar de córpore insepulto por encima de las pirámides.

Un hombre lee un folleto que explica las jornadas sobre Terenci Moix en Alejandría.
Un hombre lee un folleto que explica las jornadas sobre Terenci Moix en Alejandría.EFE

Ritual en el museo

La visita al Museo Egipcio de El Cairo, del que Terenci era un incondicional, fue un ritual obligado. De entrada, en los jardines, saludo a la estatua de Mariette, "al que debemos tanto", decía Terenci.

Dentro, el paseo por la exposición fue un preludio para llegar a las dos secciones favoritas del escritor: la del periodo de Amarna y la consagrada a los tesoros de Tutankamón. Hubo, no obstante, tiempo para que la hermana recordara ante un monumental retrato en piedra de Hatshepsut que Terenci la consideraba una gran reina, pero "una mala puta". Terenci sentía un interés especial por la conmovedora familia amarniana, el hereje y "dulce demente" Akenatón, su esposa Nefertiti y sus hijas, "todos algo tocados por tanta exposición al sol". Núria Espert, Medea en Amarna, se asomó a un bellísimo busto de Nefertiti y el parecido entre la reina y la actriz a través de un abismo de tiempo resultaba asombroso. "Akenatón parece que se haya puesto silicona en los labios, como Melanie Griffith", señaló Espert, ajena al divino efecto de su cara a cara con la legendaria mujer.

La expedición pasaba de lo sublime a lo divertido, fiel al espíritu de Terenci, cuyas cenizas no visitaron el museo, lo que fue una pena, aunque, pensándolo bien, seguramente habría habido que dejarlas en la consigna, con las cámaras de fotos. Sea como fuera, entre las colecciones de Tutankamón se paseaba a sus anchas el fantasma del escritor: nadie dejó de ver los calzoncillos del joven faraón ni de reconocer que, sin ninguna duda, sus rasgos son igualitos a los de Sal Mineo y Leonardo DiCaprio.

En el sanctasanctórum del museo y verdadero corazón de la egiptología, la sala donde se exhiben los tesoros más preciados de la tumba de Tutankamón, se dio discreta lectura al fragmento de El arpista ciego en que el salaz flautista Joanet describe el cuerpo desnudo del faraón efebo, al que ha espiado en el baño. Las palabras entusiastas y juguetonas de Terenci resonaron entre el oro de los sarcófagos, y la máscara dorada pareció sonreír al escuchar las referencias al refulgir de sus perdidas nalgas.

A la salida, en el jardín, no se vio por ninguna parte a las célebres abubillas que medran en los parterres y a las que Terenci inmortalizó en la traviesa avecilla Nektis, personaje de El arpista ciego. No obstante, un halcón sobrevoló el museo, como si el mismo Horus bendijese la expedición y su propósito.

De regreso al hotel, un crepúsculo apabullante se espejeaba en el Nilo y conjuraba las palabras del canto del arpista en la tumba del rey Intef, palabras que Terenci no hubiera dudado en firmar: "Sigue los deseos de tu corazón; busca la felicidad. / Haz en este mundo todo aquello que tu corazón desee".

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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