El fascinante Corfú de los Durrell: tras los pasos de esta reconocida (y extravagante) familia por la isla griega
Las tres residencias donde vivieron o el recuerdo de algunos de sus rincones preferidos, como la laguna Antioniti o la isla Ratón, marcan un recorrido por este paraíso de la costa jónica
Los Durrell no eran una familia normal. Ni lo fueron en la primera mitad del siglo XX ni lo serían en la actualidad. ¿Por qué? Sus miembros pregonaban una involuntaria excentricidad y hacían gala de su libertad sin remilgos, cada uno era un universo diferente y, en conjunto, simplemente deseaban seguir adelante minimizando preocupaciones. Una rareza, en suma. De esas alocadas características deriva su legado, que se reparte en libros, documentales o una serie de televisión que lleva como título su apellido, Los Durrell, y narra su estancia en Corfú.
A esta isla griega llegaron a mediados de los años treinta del siglo pasado y todavía se puede vislumbrar su presencia: sin un recorrido oficial, cualquier interesado en esta curiosa familia puede visitar sus diferentes residencias, algunos de los rincones en los que pasaron más tiempo o los reconocimientos que se les ha hecho a través de placas o esculturas: su espíritu aún se mantiene en Corfú, a pesar de los cambios que ha sufrido este lugar de playas riscosas, fortalezas medievales y aldeas escarpadas.
Pero antes, habría que presentarles brevemente. La estirpe se consolidó a partir de Lawrence Samuel y Louisa Durrell, que tuvieron a Lawrence, Margery (fallecida con un año por difteria), Leslie, Margaret y Gerald entre 1912 y 1925. Todos nacieron en la India, donde el padre trabajaba de ingeniero, y volvieron a Inglaterra cuando este murió, en abril de 1928. De las playas brumosas de Bournemouth, al sur de Southampton, los Durrell se mudaron al territorio griego en 1935. Eran unos tiempos en los que, según diría la madre, no se sabía con lo que te ibas a encontrar al bajar del barco.
Y lo que se encontraron fue un paraíso totalmente opuesto al paisaje inglés. Corfú, isla de mitos donde supuestamente naufragó Ulises antes de alcanzar Ítaca, lucía unas lomas verdes que descendían imponentes al lapislázuli del mar Jónico. Los pueblos acogían vergeles de agricultores amistosos. La ciudad antigua, con una muralla bizantina protegiendo el casco histórico, declarado patrimonio mundial por la Unesco en 2007, procuraba entretenimiento entre la belleza de sus callejuelas y la mezcla de influencias en el urbanismo o en los inmuebles.
Corfú era para los Durrell un planeta aparte. Del trópico habían saltado al frío británico. Y de allí al esplendor mediterráneo. En sus caminos se cruzaban con gentes de idioma desconocido que se prestaban a ayudar en cualquier momento y en el día a día habían alterado la escuela húmeda por una especie de anarquía bajo el sol. Con la tutela de Louisa, los hermanos forjaron su identidad entre huertos y calas de guijarro. Cambiaron tres veces de casa, fueron víctimas de inocentes malentendidos y, sobre todo, se consolidó una saga que no ha dejado de dar que hablar.
Uno de ellos, quizás el más conocido, fue Gerald. Reputado naturalista y fundador del zoológico de la isla de Jersey (Reino Unido), el benjamín de la familia no solo fue una figura en su gremio, sino que dejó para la posteridad varias obras literarias que cuentan, precisamente, su infancia en la isla. Con Mi familia y otros animales (1956), incluida en la Trilogía de Corfú junto a Bichos y demás parientes (1969) y El jardín de los dioses (1978), inició su incursión en las letras y dejó para la posteridad un retrato humorístico de sus hermanos y los vaivenes hasta 1939 por este pedazo de Grecia.
En él se cuenta cómo Leslie se aficionó a la caza y las armas, sin amputar milagrosamente ninguna extremidad a sus allegados; cómo Margaret, o Margo, gozaba de bastante éxito entre el sexo masculino y lloraba los desengaños amorosos; cómo Lawrence (apodado cariñosamente Larry), el mayor, despegó en su carrera como escritor con la novela Pied Piper of Lovers (1935). También se inspiró en esta geografía para La celda de Próspero, precursora de una extensa bibliografía de teatro, relatos, poesía o la famosa tetralogía El cuarteto de Alejandría, que le situó a las puertas del Nobel en 1962. Y, por supuesto, impregna cada hazaña con la lucha de Louisa, cabeza de familia, ante este sainete doméstico.
La casa de fresa, la de narciso y la villa blanca
Hoy se pueden visitar algunos de los sitios más importantes donde los Durrell empeñaron estos años, aparte de encontrarse su nombre en alguna escuela o tienda y en uno de los parques principales de la ciudadela (allí, además, se les dedica un busto en bronce a Gerald y Lawrence). Siguiendo la ruta marcada en Mi familia y otros animales, lo fundamental es acudir a las casas donde residieron y que vertebran los capítulos de estas memorias, en las que relata esa primera incursión a lomos de Spiro Hakiaopulos o Spiro Americano, quien fuera su chófer de confianza el resto del tiempo.
“Como una exhalación atravesamos los tortuosos arrabales del pueblo, sorteando felizmente los burros cargados, los carros, los corrillos de campesinas y los innumerables perros, anunciando nuestro paso con bocinazos atronadores”, escribe Gerald sobre ese trayecto hasta la primera villa, de color rosa o “fresa”. Según introduce, “era pequeña y cuadrada, plantada en su jardincito con aspecto rosáceo y arrogante. Las contraventanas, cuarteadas y despintadas por algunos sitios, habían adquirido al sol un delicado tono verde pastel. En el jardín, rodeado de altos setos de fucsia, los macizos de flores formaban complicados dibujos geométricos, delineados con cantos blancos”.
Está a unos 10 kilómetros de la capital (Kerkyra, en griego), pero es propiedad privada y solo se puede mirar desde fuera o en una de las plataformas donde se alquila la villa: reservar sus 240 metros cuadrados de parcela con piscina y tres dormitorios sale a unos 350 euros la noche. Lo que permite es aprovechar para ver la llamada isla Pontikonisi o Ratón, bautizada así por su forma y con la leyenda de haber sido el barco en el que navegaba Ulises en La Odisea antes de que Poseidón lo transformara en una piedra verde. Se puede llegar desde el monasterio de Vlacherna, un icono de la isla por ubicarse sobre el mar, solamente unido a tierra por un malecón en forma de apéndice. Y con un pasillo a la otra ribera desde el que se ven (y escuchan) aterrizar a los aviones que descienden, rozando la cabellera, al aeropuerto.
Gerald juega allí con arañas y otros insectos escuchando de fondo a “las gritonas cigarras”, un sonido que acompaña al viajero en toda la isla. Poco después harían las maletas de nuevo y se trasladarían, con Spiro al volante, a la villa de color “narciso”. Esta mansión, que para los Durrell es “enorme”, “de tipo veneciano alta y cuadrada”, se alza “sobre una colina mirando al mar, rodeada de descuidados olivares y silenciosos huertos de limoneros y naranjos”. La atmósfera, continúa el pequeño de la familia, exhala melancolía por sus muros “llenos de grietas y desconchones” o por “el eco de sus salones inmensos”.
El bloque, que estaba rodeado de anémonas y geranios, es ahora una parcela en desuso cerca de Gouvia, una pequeña localidad de la costa este, a unos nueve kilómetros al norte de la ciudad de Corfú. En su reverso, donde asomaba “una cresta hirsuta” de olivares, Gerald Durrell escudriñaba las hormigas y sus larvas o se detenía entre los cipreses para ver nidos de pinzones, pero, sobre, todo descubrió el cortejo de las tortugas. Junto a su amigo Roger empleaba “horas y horas” contemplando “a los caballeros de desajustada armadura en liza por sus damas”, sin que “el espectáculo” les llegara a aburrir y apostando por quién iba a ganar esa batalla de galanteo.
Y de ahí al punto clave de la ruta: la villa “blanca”. Un edificio recio, levantado a orillas de la bahía de Kalami —a 30 kilómetros al norte de la ciudad principal— que podría catalogarse como la meta de esta peregrinación literaria por el planeta de los Durrell. Así la describe Gerald: “Subida a una colina entre olivos, la nueva villa, blanca como la nieve, tenía por todo uno de sus lados una ancha terraza enmarcada por gruesa cornisa de parra. Delante había un jardincito de bolsillo bien tapiado, densa maraña de flores silvestres, sombreado por el lustroso follaje verde oscuro de un gran magnolio. El camino de tierra, surcado de baches, rodeaba la casa para bajar después entre olivares, viñedos y huertos hasta desembocar en la carretera”.
Quedaría añadir que ese patio delantero lindaba con una cala de roca oscura y aguas cristalinas. Se supone que allí se había independizado Lawrence con su esposa Nancy, aunque en la novela no se matice esta diversificación. El incólume edificio rememora esos pasajes y se yergue como un homenaje a la familia. En la parte inferior, con la denominación de la casa blanca en grandes letras y una placa que lo remarca, se ha montado un restaurante con decenas de fotos de los Durrell en las paredes y un espacio dedicado a sus libros o al merchandising. Se puede comprar la edición inglesa de ¿Qué fue de Margo?, publicada en 1996, las memorias que Margaret escribió décadas más tarde y en las que añadía anécdotas de aquellos años en Corfú.
La segunda planta es donde viven los propietarios del local. Y en la tercera, levantada posteriormente, se alquila un apartamento por 600 euros la jornada. En el caso de que no haya huéspedes (circunstancia poco frecuente) se puede ver este cuarto-museo sobre la historia del emplazamiento por tres euros. Si no, una opción virtual en la web resume su devenir en siete apartados, desde principios de siglo XX hasta la actualidad, explicando los años de la I Guerra Mundial, el periodo de los Durrell, el desastre de la II Guerra Mundial y el camino hacia el turismo de masas.
Desde allí, Gerald y el resto acudían a la laguna Antioniti, en el extremo meridional de la isla, a hacer pícnics. O se adentraban en los bosques cubiertos de flores de ciclamen (Cyclamen graecum), “un sitio ideal para descansar después de una cacería de lagartos”, tal y como anota el naturalista. Los alrededores de esta villa blanca se le asemejaban a la base de un juego de mesa, por sus parcelas enmarcadas con canales de agua donde se cultivaba maíz, patatas, higos o uvas. “Aquellos campos, pequeños recuadros de color ceñidos de agua brillante, formaban como un ancho y multicolor tablero de ajedrez sobre el que circulaban las figuras variopintas de los campesinos”, señala.
Fue la contienda declarada en 1939 lo que obligó a los Durrell a regresar a Inglaterra. Se despidieron entre “adioses llorosos” de Corfú y sus maletas y animales llenaron una caravana de coches que Lawrence calificó como “el cortejo fúnebre de un trapero de postín”. En la tierra donde se asentaron, cada uno siguió con sus pasiones, ya fueran los bichos, las armas, los romances furtivos o las letras, pero ninguno se olvidó de este fascinante rincón griego. Igual que ahora se les recuerda a ellos en distintos puntos de la isla, embajadores de honor gracias a sus narraciones o a las ficciones en memoria de este extravagante clan.
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