Solo las sonrisas perfectas tienen derechos humanos
El documental sobre las 7.291 personas que fallecieron en las residencias madrileñas durante la pandemia me conmocionó

Esta columna forma parte de la sección de Cultura y, considerando esta adscripción, me pregunto cómo representamos la vejez en el imaginario artístico. Cómo hemos ido conformando una idea de vejez a la que se asocian lo venerable, la memoria y la sabiduría, pero también fragilidad, soledad, enfermedad, cansancio, carga, temblor, decrepitud, acabamiento. Dignidad. No me he puesto a contar, pero intuyo que son más los relatos de un cuerpo humano joven, en ese perfecto estado de maduración que nunca percibimos cuando se trata de nuestro propio cuerpo, que los de esos otros cuerpos lastrados por la erosión de la vida. Sin embargo, nos quedan obras, en su punto justo de violencia y ternura, como Arrugas de Paco Roca y El ángel de piedra de la canadiense Margaret Laurence, una novela de cuya magnitud quise dejar constancia en una reseña de Babelia. Menciono estas dos obras porque su tema es la vejez y el olvido, el olvido de las cabezas medio perdidas y el olvido en el que a veces colocamos a estas personas.
Hay viejos y viejas memorables en la historia del arte y la literatura: Anquises sobre los hombros de Eneas; Celestina, puta vieja; la abuela de Caperucita; Salvatore Roncone, el anciano cascarrabias, de La sonrisa etrusca; la sagacísima Miss Marple que me hizo entender que nuestros personajes envejecen al ritmo de nuestro propio envejecimiento… Cuando reflexiono sobre todas estas cosas, observo mi propia mano como si no me perteneciese y después veo Las tres edades y la Muerte, de Hans Baldung, esa soberbia concreción plástica del paso del tiempo y de la metamorfosis. De cómo lo pútrido habita en lo festivo, pero también hay luz en la carne decaída. Esto es una columna de Cultura. Todo el mundo debería estar viéndole ya las orejas al lobo.
Las 7.291 personas que fallecieron en las residencias sin ser derivadas a un hospital durante la pandemia fueron tratadas sin respeto por el Gobierno de la Comunidad de Madrid. Seres humanos despojados de vida y dignidad. El 13 de marzo el documental de Juanjo Castro tuvo una audiencia memorable. Yo lo vi y me conmocionó: el estado de precariedad creciente de la sanidad pública y de las residencias madrileñas, las penosas condiciones laborales de las gerocultoras y la crueldad con que han sido demonizadas, el dolor de las familias de las personas fallecidas, su impotencia, la recreación mental de sótanos en los geriátricos que recordaban al infierno, la muerte a solas, la crispación de los cadáveres agarrados a los barrotes de una cama, el siniestro detalle semántico a la hora de definir qué es un protocolo, la maquinaria publicitaria del Zendal como exaltación de la “eficiencia” del gobierno de Ayuso, la falta de coraje para asumir responsabilidades, la incompetencia, la estulticia en las comparecencias públicas y el temor justificado de que, si un nuevo brote pandémico nos castiga, esta situación no volvería a repetirse: sería peor. Porque las infraestructuras están más deterioradas, y las políticas neoliberales dinamitan los servicios y la asistencia públicos a la vez que, sin sutileza, pero con eficacia, transforman los mínimos valores democráticos: los derechos humanos lo son solo de las clases privilegiadas, los cuerpos lozanos, las sonrisas perfectas. Los demás seres no merecen la consideración de humanos. Se los puede dejar morir de hambre y sed. Como en Palestina. Como los ancianos y ancianas deshidratados dentro de sus habitaciones porque, especialmente durante las pandemias, el personal de un geriátrico no es invulnerable y también enferma. Al perro flaco, ya se sabe. Menos mal que aún nos quedan cineastas para documentar el horror.
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