‘El ángel de piedra’, el dolor y la rabia de la vejez
Personas muy mayores que cuidan de ancianos. La maravillosa novela de la canadiense Margaret Laurence, escrita en 1964, está de plena actualidad por el problema de la atención a la tercera edad
Esta maravillosa novela de la canadiense Margaret Laurence, publicada en 1964, se abre con unos versos del poeta Dylan Thomas: “No entres dócilmente en esa noche quieta, / rabia, rabia contra la agonía de la luz”. La invitación a rebelarse contra la muerte choca de un modo radical con el estoicismo edulcorado que tiñe los manuales de autoayuda. A la conformidad consoladora frente a la muerte se opone la carne revoltosa, la lagartija interior, incluso cuando vejez y enfermedad hacen que el cuerpo deje de ser un buen lugar para vivir. Más allá de la belleza de este canto elegiaco que se encarniza en la voz de la anciana Hagar Shipley, frente a esta disconformidad metafísica que mantiene en estado de alerta a las anatomías nerviosas, la novela de Margaret Laurence rebosa actualidad por abordar un problema acuciante de nuestras sociedades: personas muy viejas son cuidadas por personas mayores que, en el declive de su esplendor físico, con lumbago, ejercen la tarea de cuidar. La universal angustia metafísica se solapa con otras angustias derivadas de las condiciones de subsistencia, del peso de lo específico, lo local, lo material.
La voz de una anciana se aferra con uñas y dientes a la vida a través de la memoria del pasado. Dos elementos interfieren en los posibles efectos reconfortantes de esa reconstrucción: los duelos no superados en el hilo de la propia existencia y la extrañeza que Hagar va sintiendo ante la depauperación física. La narradora no reconoce sus manos y se escucha expresando en voz alta sentimientos que solo cree pensar. La extrañeza respecto a una misma —el no reconocerse, ese proceso de enajenación— redobla el dolor y la rabia de la narradora-protagonista para recordarnos que un monstruo voraz habita dentro de cada ser humano.
El catálogo de emociones, de la compasión al desprecio y del chantaje al deseo de liberación, es común al dependiente y al cuidador
En la mirada retrospectiva, en el recuerdo de Hagar, El ángel de piedra encierra una profundísima reflexión sobre la maternidad de una mujer que no ha conocido a su madre, que se ha criado rodeada de hombres, que ha amado a uno de sus hijos con el talante de una amante celosa. En la fortaleza y el carácter indómito de Hagar Shipley cristalizan grandes contradicciones de las mujeres actuales: la anciana mira despiadadamente a las mujeres de su entorno y tampoco siente gran simpatía por los hombres que muestran su vulnerabilidad. Hagar no ha sabido cuidar y, en su vejez, pone las cosas difíciles a quienes cuidan de ella: el hijo menos amado y su esposa, Doris. En la relación de la anciana con el matrimonio maduro se despliega toda la gama de emociones que nacen en el proceso de que te cuiden y de cuidar: dependencia, compasión, desprecio por las personas que nos cuidan, responsabilidad, generosidad y egoísmo, chantaje emocional, vampirismo, culpa, búsqueda de un espacio propio, conductas de autodefensa, deseo de liberación, miedo a la soledad, reivindicación del espacio propio, malestar por necesitar ayuda y simultánea exigencia de ayuda… El catálogo de emociones es aplicable tanto al objeto como al sujeto del cuidado. Como ya se ha dicho, ciertos males de Hagar Shipley provienen de la obligación de mantener las apariencias en una sociedad patriarcal, de la crianza entre hombres y para la felicidad de los hombres; a la vez, Laurence reproduce un tiempo de sequía y dificultades económicas, un tiempo de prejuicios contra los mestizos, un tiempo de vejez: las fragilidades, que tienen su origen en la desigualdad, convergen en un momento crítico de la experiencia humana universal.
El libro es oportuno y magnífico. Sería devastador si el talento narrativo de su autora no lo iluminase con chispazos del vitriólico sentido del humor de la protagonista. El relato, con naturalidad orgánica y oscilante movimiento de ola, transita entre pasado y presente a partir de una voz, memoriosa y olvidadiza, cruel y desesperadamente frágil, extrañada porque la vejez es un estado en que se alteran las realidades y el cuerpo se obceca en recordarse joven. El estilo de Laurence adquiere resonancias poéticas y sus imágenes nos remueven tocando el punto más sensible de nuestra médula espinal: frente a los ojos de la niña Hagar, decenas de polluelos se arrastran entre las cáscaras del huevo del que acaban de salir. Son huevos, madurados al sol, que se han caído de una camioneta. Los agónicos polluelos luchan denodadamente por una vida imposible. Hagar no tiene el valor de pisarlos para que mueran pronto. El asco o la piedad la detienen. Hagar son los polluelos anhelantes, pero también la pierna que no se atreve a actuar con clemencia: cuidar a menudo implica tomar decisiones difíciles. Hagar es la gaviota con el ala herida que vuela en un interior. Frente a las alas de piedra del ángel, que señala una tumba, se alzan las alas, vulnerables y poderosas, de los pájaros. Margaret Laurence murió en 1987. Era un poco mayor que Alice Munro y que Margaret Atwood. Si usted ha disfrutado de la lectura de estas escritoras, no dude en leer a Laurence. Es una maestra.
El ángel de piedra
Traducción de Miguel Temprano García
Libros de asteroide, 2024
344 páginas, 21,95 euros
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