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Extrema derecha
Columna
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La extraña amistad de Jacques Brel con el único condenado francés por crímenes contra la humanidad

Las redes de ultraderecha, que permitieron esconderse durante décadas al nazi Paul Touvier, siempre estuvieron en Europa, pero se ocultaron después de la Segunda Guerra Mundial

Oficiales alemanes en París durante ocupación, en 1940.
Oficiales alemanes en París durante ocupación, en 1940.Bettmann (Bettmann Archive)
Guillermo Altares

Paul Touvier, el único francés condenado por crímenes contra la humanidad, fue un asesino y además un miserable. Pero lo que le convirtió en un personaje especialmente siniestro no fueron sus crímenes —fue uno de los muchos franceses que colaboraron con los nazis en el Holocausto—, sino su fuga: durante más de cuatro décadas años logró esconderse a plena vista, protegido por redes de ultraderecha que operaban en Francia y dentro de la Iglesia católica.

Como Lacombe Lucien, el protagonista de la película de 1974 de Louis Malle que reabrió muchas heridas en Francia, se unió a la Milicia, el brazo armado del Gobierno colaboracionista de Vichy, que le hacía el trabajo sucio a los nazis durante la Ocupación. Pero su militancia tuvo más que ver con el oportunismo y la cobardía que con una convicción personal, lo que no le impidió organizar el fusilamiento de siete judíos como represalia por la ejecución por la Resistencia de Philippe Henriot, uno de los principales propagandistas de Vichy, entre otros crímenes y atrocidades. Al acabar la guerra, se esfumó y, aunque fue brevemente detenido en 1947, logró escapar misteriosamente y continuar su fuga.

Como recordaba un excelente programa reciente del programa de radio Affaires sensibles, de France Inter, en su localización resultó esencial el papel de un periodista de investigación, Jacques Derogy, que reveló que el presidente Georges Pompidou le había amnistiado sin hacerlo público, y de un equipo de policías encabezado por Jean-Louis Recordon, que pensaba que las heridas del pasado de un país solo se solucionan cuando este se enfrenta a los momentos más dolorosos y no cuando se esconden debajo de la alfombra. Fue capturado en 1989, juzgado y condenado a cadena perpetua en 1994 por crímenes contra la humanidad, un delito que ninguna amnistía podía borrar —dos grandes corresponsales de EL PAÍS en París, Javier Valenzuela y Enric González, cubrieron el largo proceso desde su detención hasta su condena y reflejaron en sus crónicas hasta qué punto representó un revulsivo para la sociedad francesa—. Murió en prisión en 1996 a los 81 años.

El periodista de The New York Times Ted Morgan escribió dos largos reportajes sobre el caso: uno sobre su impacto en Francia y otro sobre su fuga. Morgan fue un tipo fascinante: en realidad se llamaba Conde San Charles Armand Gabriel y también escribió un libro brutal sobre su experiencia en la guerra de Argelia; otro sobre la Caza de Brujas y la histeria anticomunista; y un tercero sobre Lyon durante la Segunda Guerra Mundial tras la captura de Klaus Barbie y el propio Touvier.

Paul Touvier y sus abogados, durante el proceso, en 1994.
Paul Touvier y sus abogados, durante el proceso, en 1994.Pool DUCLOS/RIBEIRO (Gamma-Rapho via Getty Images)

Una de las cosas más alucinantes que cuenta es la amistad del criminal nazi con el cantante belga Jacques Brel, el autor de Ne me quitte pas. Relata que se acercó a él después de un concierto en 1959 y que le confesó, con nombre falso, que era un condenado a muerte en fuga, que había pasado diez años escondido en su casa y que sus canciones le habían ayudado mucho. En vez de llamar a la policía, Brel le contrató para cuidar una vivienda que tenía en Suiza y tuvieron bastante relación, aunque su familia alegó que nunca llegó a conocer su auténtica identidad. Morgan cuenta que “durante el proceso, el juez leyó una carta que había enviado la esposa de Brel, en la que decía que pensaba que Touvier era un sacerdote expulsado, porque era muy obsequioso. Leyó otra carta de la hija del cantante, France: ‘Era adulador con mi padre, pero muy estricto y burlón con su mujer y sus hijos”.

Su encuentro con Brel representa solo un pequeño episodio de una fuga de 40 años en la que contó con la protección de redes de ultraderecha, sobre todo de los sectores más ultramontanos de la Iglesia católica francesa. La larga escapada de Touvier —como ocurrió en Alemania con antiguos gerifaltes nazis, entre ellos el doctor Mengele, que pudo visitar a sus familiares sin muchos problemas hasta que desapareció tras la captura de Eichmann en Buenos Aires— refleja cómo el pensamiento ultraderechista sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial: permaneció escondido pero al acecho.

Lo que estamos viendo ahora es su salida a la luz: ahí están la defensa abierta del franquismo, del fascismo o del régimen de Vichy por parte de algunos sectores, la falsificación de la historia para lavar la cara al pasado más negro de Europa, la meteórica subida electoral de algunos partidos ultraderechistas que presumen de su racismo, la puesta en cuestión incluso de uno de los dogmas sobre los que se cimentó la posguerra de Europa —la necesidad de recordar los crímenes del nazismo para no repetirlos—, el alza del antisemitismo o los saludos fascistas desacomplejados en mítines masivos en EE UU. El principal problema de Europa no viene de Estados Unidos, ni siquiera de Rusia, sino que está en su interior. El caso Touvier demuestra que ni siquiera el desastre de los desastres logró borrarlo. Lo que ha cambiado es que lo que antes se hacía en las sombras, ahora se reivindica con orgullo.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.
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