La revolución de octubre de 1934: un estallido de violencia política inédito en España que acabó con 1.500 muertos
Un ensayo con artículos de 13 expertos desmenuza la huelga insurreccional de hace 90 años, convocada por los socialistas ante el temor de que la República derivara en un régimen fascista
Casi 1.500 muertos, entre revolucionarios, agentes del orden público, militares, civiles y religiosos; unos 20.000 presos, un estallido de violencia, sobre todo juvenil, y una posterior represión brutal en Asturias... Se acaban de cumplir 90 años desde que España vivió una huelga insurreccional, iniciada el 4 de octubre, que puso en jaque a la Segunda República. Fueron dos semanas que, sin embargo, han quedado opacadas en la historia de la España del siglo XX por la Guerra Civil y la dictadura del general Franco. Con Asturias como foco del incendio, la Revolución de Octubre de 1934 prendió también en Cataluña, Madrid y País Vasco.
“Son unos hechos que no se conocen demasiado bien” —dice por teléfono el historiador Jesús Jiménez Zaera—, “en los que cada vez tiene más peso el contexto internacional, huyendo de la idea del particularismo de España”. Jiménez Zaera es el coordinador del libro Octubre 1934 (Desperta Ferro Ediciones), en el que 13 expertos desmenuzan los antecedentes, los hechos acaecidos en España esos días y las consecuencias. “Este volumen escapa de la idea de que la revolución fue solo en Asturias”. La introducción del libro destaca que la revolución fue “un hito en las cotas de violencia política del periodo republicano alcanzada hasta entonces y un catalizador de la polarización política”.
La República vivía una situación delicada. En diciembre de 1933, el centro político, apoyado por la derecha, había llegado al poder tras las elecciones generales e iniciado una marcha atrás en las reformas emprendidas en el primer bienio. “Los socialistas venían avisando desde finales de 1933 que habría una huelga revolucionaria” si se seguía por ese camino, como había sucedido ya con la legislación sobre el campo o con la paralización de la sustitución de la enseñanza religiosa. “Tenían la sensación de que la República había caído en manos de enemigos del régimen”, añade Jiménez. El 2 de julio de 1934, en una reunión de las ejecutivas del PSOE y el sindicato UGT, el líder socialista, Francisco Largo Caballero, afirma: “De salir a la calle, no ha de ser como protesta sino en plan revolucionario con todas sus consecuencias”.
El detonante fue, ante una de las sucesivas crisis de gobierno, la entrada en el Ejecutivo, el 4 de octubre, de tres ministros de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), amalgama de partidos y organizaciones conservadoras y católicas, encabezada por el abogado José María Gil Robles, “muy hostil a las reformas del primer bienio”, se subraya en el libro. Quien propició ese cambio de Gobierno fue el presidente del Consejo de Ministros, Alejandro Lerroux, del Partido Republicano Radical (centrista). Estos nombramientos supusieron para el PSOE que se había traspasado la línea roja. “Para las organizaciones obreras, la CEDA podía ser la que trajera el fascismo”. Los socialistas dieron la orden de huelga general y en la madrugada del 5 de octubre empezó la insurrección con ataques a cuarteles de la Guardia Civil y de la Guardia de Asalto.
En este miedo de las izquierdas a un cambio de régimen influía lo sucedido en Europa muy poco antes, con la llegada de Hitler al poder en Alemania y, sobre todo, el caso de Austria, donde “se había revertido su democracia” en un sistema autoritario con la figura de Engelbert Dollfuss, a pesar de que este era socialcristiano.
“Desde el punto de vista histórico no hay forma de saber si habría habido un gobierno fascista con la CEDA, que no era un partido fascista”. Aunque Jiménez admite que hay división entre los historiadores en este asunto: “Hay quienes la catalogan como una democracia cristiana y otros ven que tenía sectores claramente autoritarios”.
Lo cierto es que los socialistas no habían digerido la derrota en las urnas y “entraron en un proceso de radicalización”. “Se saltaron la legalidad republicana, y más aún donde la movilización pasó de huelga general a insurrección, como en Asturias”. Sin embargo, en el PSOE había distintos sectores. “El de Julián Besteiro, que no estaba de acuerdo con una huelga revolucionaria; los seguidores de Indalecio Prieto, que querían que la República retomara el Gobierno de 1931, y el ala más izquierdista, la de Largo Caballero, que aspiraba a gobernar en solitario”. Y aparte estaban las juventudes socialistas, “los más radicales, partidarios de tomar el poder e implantar una dictadura del proletariado. No había una estrategia definida”.
La razón de que fuera Asturias la región donde la revolución fue más violenta obecede a varios motivos, cuenta por teléfono Javier Rodríguez Muñoz, autor del capítulo central del libro e investigador de la historia asturiana: “El Sindicato de los Obreros Mineros de Asturias (SOMA) era potentísimo y, a diferencia de otras zonas de España, al PSOE se afiliaban obreros, casi todos mineros. Sus condiciones de vida eran muy difíciles, con frecuentes accidentes. Cuando llegó la República hubo la esperanza de que esto se solucionara, pero el PSOE en el poder, sin embargo, hizo en ocasiones de freno de esas reivindicaciones”.
Además, estas fuerzas “habían acumulado armas desde comienzos de 1934 [había dos fábricas en la zona, Oviedo y Trubia], los fines de semana había instrucción militar para los jóvenes y luego estaba el acceso a la dinamita”. “La gente que se echó a la lucha tenía como objetivo hacerse con el poder y transformar la sociedad”. Con el socialista Ramón González Peña como máximo dirigente, se intentó tomar Oviedo, hasta que el envío del ejército (llegaron a ser unos 20.000 soldados) ahogó la revuelta. Rodríguez Muñoz recuerda el testimonio de un revolucionario cuando alguien le advirtió del riesgo que corría: “También se muere en la mina”.
“El PSOE no tenía fuerzas para enfrentarse a un Estado y el partido estaba concebido como una fuerza dentro de la legalidad”, sostiene Jiménez, así que el resultado lógico fue “una chapuza de revolución”. Cuando los revolucionarios asturianos se quedan sin munición y se rinden, “la represión fue tremenda, al mando del oficial de la Guardia Civil Lisardo Doval”, indica Rodríguez. “Llegó a haber 10.000 presos. Hubo torturas, con el objetivo de averiguar dónde estaban los dirigentes que habían huido, las armas no entregadas y el dinero que se habían llevado del Banco de España en Oviedo”. Pablo Gil Vico, doctor en Historia Contemporánea, señala en el libro que los legionarios enviados a Asturias “emplearon métodos de conquista y ocupación”.
El segundo foco en importancia fue Cataluña —la única región que tenía autonomía—, donde a la huelga general se unió la insurrección política cuando el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, proclamó “el Estado catalán en la República federal española” a las ocho de la tarde del 5 de octubre. “Contaba con apoyo de algunas fuerzas de orden público y milicias de los partidos catalanistas de izquierda”, explica Manel López Esteve, profesor de Historia Contemporánea en la Universitat de Lleida. Era la respuesta al temor de que con la CEDA en el Gobierno, se aniquilase la autonomía catalana. “Se asaltaron sedes de los partidos de derechas, hubo detención de propietarios agrícolas...”.
Como en otras zonas de España, la acción revolucionaria tuvo sus propias disputas. “Companys no era separatista, abogaba por una república federal. Él tenía la convicción de que iba a haber una revolución en todo el Estado, una movilización como la del 14 de abril de 1931 con la proclamación de la República, pero no sucede así. Mientras que uno de sus consejeros, Josep Dencàs, líder de las juventudes de Esquerra Republicana, sí es separatista”.
El fracaso se consuma en horas. Companys requiere al general Domingo Batet, capitán general de Cataluña, para que se ponga a sus órdenes, pero este se mantiene leal al orden constitucional. Es quien al mando de unos 2.000 efectivos apaga la insurrección. El 7 de octubre, Companys y su gobierno fueron arrestados. “Hubo unos 5.000 encarcelados”. El president es juzgado y condenado a 30 años de prisión. Sin embargo, tras la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 es amnistiado y vuelve a la Generalitat. La represión tras la revolución fue de distinta índole a la de Asturias. “Afectó a la vida política, económica y social. Se suspendió la autonomía y se dejaron de aplicar leyes que habían beneficiado a campesinos pobres y a obreros”.
En Madrid hubo huelga general durante varios días, con algunos servicios militarizados y, de nuevo, el protagonismo de las juventudes socialistas, que intentaron tomar cuarteles, comisarías, medios de comunicación y de transporte, pero con estrepitoso fracaso. Sandra Souto Kustrín, investigadora en el Instituto de Historia del CSIC, señala que “ni los milicianos eran suficientes, ni estaban bien equipados, ni tenían un proyecto definido”.
La revolución fue un movimiento claramente urbano. El motivo de que no se propagase en las zonas rurales fue que ya se había producido, y fracasado, una huelga general en el campo en junio. “Una movilización que intentó parar hasta Largo Caballero porque suponía un desgaste de las fuerzas”, sostiene Jiménez. Hubo 16 muertos y afectó a unas 700 localidades de todo el país.
Octubre 1934 también analiza las consecuencias de aquel fenómeno. “La polarización entre dos bloques”, destaca Jiménez. Aunque es paradójico que la izquierda, derrotada, con el tiempo resultara más fuerte y unida, en torno a un líder, Manuel Azaña, y a una causa, la amnistía de los presos de la revolución. Mientras que en el centro derecha, el Partido Radical de Lerroux se desintegrara por los casos de corrupción y por las presiones de la CEDA de que aplicara una política contrarrevolucionaria. Las derechas llegaron desunidas a las elecciones de febrero de 1936.
El eco de la revolución de 1934 llega hasta hoy por las tesis revisionistas de algunos historiadores que lo sitúan como “el comienzo” de la Guerra Civil, un punto de no retorno al 18 de julio de 1936. Este ensayo descarta esa relación y sostiene que fue un fenómeno con sus circunstancias específicas. Para Gil Vico, “es una aseveración que busca cierta benevolencia con los motivos de los sublevados de 1936″.
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