El éxito de ‘El 47’: la lucha contra las ciudades que expulsan a sus habitantes
La película sobre la epopeya del éxodo rural a Cataluña se convierte en un fenómeno cinematográfico con su defensa del urbanismo inclusivo
En una época de butacas demasiadas veces vacías, resulta emocionante contemplar cómo, en una sesión normal de un cine del centro de Madrid, la sala estalla en aplausos al terminar la proyección de El 47, con muchos espectadores secándose todavía las lágrimas. La epopeya de los trabajadores extremeños, manchegos o andaluces en Cataluña, expulsados por la pobreza y la represión de sus pueblos durante la posguerra, simbolizada en la rebelión de un conductor de autobús, se ha convertido en el fenómeno inesperado del año. La película de Marcel Barrena, protagonizada por Eduard Fernández y Clara Segura, ha superado los 300.000 espectadores y, cinco semanas después de su estreno, se mantiene en los primeros cinco puestos en taquilla.
La recaudación no es indicador de la calidad de una película —demasiados títulos estupendos pasan desapercibidos, engullidos por los inmensos catálogos de las plataformas y la rotación de las salas—, pero la emoción colectiva que transmite este filme refleja que ha tocado algo muy profundo en una sociedad que contempla cómo las ciudades expulsan de forma despiadada a una parte de sus habitantes. O, mejor dicho, un tipo de gestión urbanística que convierte en negocio lo que debería ser un derecho.
El 47 cuenta la historia del barrio de Torre Baró, en la montaña de Barcelona, al que llegan emigrantes andaluces, manchegos o extremeños en los años cincuenta en busca de algo parecido a un futuro. Viven en chabolas, progresan, encuentran trabajos, pero siguen aislados del resto de la ciudad. Una de sus principales reivindicaciones es tener un autobús y Manuel Vital, un combativo extremeño que nunca se ha rendido, el personaje que encarna Eduard Fernández, decide tomarse el urbanismo por su mano.
Cuando las banlieues francesas estallaron en llamas en los años dos mil, reclamaban básicamente lo mismo: que se rompiese su aislamiento y pudiesen disponer de un transporte urbano decente. A Les Minguettes, una barriada de Lyon y uno de los barrios más duros de Francia —dos de sus habitantes acabaron en Guantánamo, como se relata en el cómic El día en que conocí a Bin Laden (Garbuix)— solo se llegaba en un autobús que pasaba cada hora y durante el día. Y ni siquiera enlazaba directamente con el centro de Lyon. El transporte, la posibilidad de salir, se había convertido en una obsesión para sus habitantes.
El filme arranca con la construcción de las chabolas de lo que luego será un barrio: tenían que hacerlo en una noche porque, si por la mañana la infravivienda no tenía techo, la Guardia Civil podía tirarla según la ley entonces vigente. Algo parecido sucedía en Italia, como mostraba El techo, de Vittorio de Sica. Es interesante que la serie Las abogadas, sobre un grupo de mujeres y hombres que lucharon para traer la democracia en los años finales del franquismo, que actualmente se emite en TVE, cuenta en el primer capítulo la misma historia de construcción contrarreloj antes de la llegada de los tricornios. Carlos Giménez, el gran cronista de la posguerra española, autor de obras maestras como Paracuellos, una serie de tebeos que forma parte de nuestra conciencia colectiva, traza el mismo relato en Barrio. Si cuando sale el sol, la chabola está a medio construir, la derribarán y perderán todo el dinero que han invertido en materiales. Tal vez no tengan otra oportunidad. En el tebeo, además, trabajan bajo el frío salvaje de los inviernos del franquismo.
Cuando llegan los civiles, Giménez dibuja el cabreo descomunal de los policías frente a la tranquilidad de los que han podido terminar su trabajo, que saben que por muy grande que sea el pollo que les monten ya no podrán tirar su casa. “¿Tiene usted permiso para edificar?”, pregunta el agente. “No, señor”. Y entonces empiezan los alaridos: “¡Ustedes no son ciudadanos, ustedes son chabolistas nocturnos, se burlan de la ley, a escondidas, como los ladrones!”. “En algún sitio tenemos que vivir”, responde. “¡Haberse quedado en su pueblo!”, sentencia el agente.
Han pasado más de 70 años desde aquellas construcciones ilegales que describen El 47, Las abogadas, Barrio o Contrapaso —un tebeo de Teresa Valero que homenajea la escena de la chabola— y vivimos en una democracia asentada, por mucho que algunos se empeñen en negar la realidad. Es más, vivimos en un sistema de libertades gracias a personas como Manuel Vital, Paca Sauquillo, Cristina Almeida o Manuela Carmena y tantos y tantos personajes anónimos que, desde los partidos ilegalizados, parroquias de barrio, sindicatos, bufetes, cátedras o asociaciones de vecinos, lucharon para acabar con la dictadura jugándose la vida o la libertad. Entre ellos también hubo militares, como los miembros de la UMD, que Xosé Fortes recuerda en sus memorias recién publicadas, En la piel de los héroes (Tusquets).
Todos ellos, muchas veces olvidados, lucharon para que la libertad fuese posible —algo que muchos de los que llegaron a la democracia a mesa puesta se resisten a reconocer ahora, como si todo hubiese sido una operación perfectamente planificada desde la cúpula—. Sin embargo, muchas grandes ciudades —desde luego Madrid y Barcelona— siguen siendo lugares hostiles, que hacen todo lo posible para expulsar a buena parte de los que trabajan en ellas. De hecho, echan a aquellos que permiten que funcionen. La frase de aquel humilde emigrante del éxodo rural —”En algún sitio tenemos que vivir”— sigue siendo vigente. Creo que el aplauso colectivo al final de El 47 es un homenaje a lo que han hecho por todos nosotros personajes como Manuel Vital, pero también un recuerdo de que, incluso en una democracia, su lucha no ha terminado.
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